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Zúñiga, centenario de un maestro - Zenda
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Zúñiga, centenario de un maestro

El libro me resultó una iluminación y, con ella, la inmediata previsión de haber encontrado a un maestro, cuando todavía la constatación de los magisterios tenía variaciones contradictorias y más reservas de las debidas, seguro que bastante determinadas por la propia inseguridad y la desconfianza en los deslumbramientos. De Zúñiga nadie daba muchas razones, no...

Descubrí a Juan Eduardo Zúñiga, que acaba de cumplir cien años, en la primera edición de Largo noviembre de Madrid que ofrecía Bruguera en su colección Novelistas de Hoy. No recuerdo si el descubrimiento era casual o estaba avalado por alguna indicación del amigo de turno, cuando todavía en algunas amistades literarias era frecuente dar la alerta ante cualquier hallazgo extraordinario.

El libro me resultó una iluminación y, con ella, la inmediata previsión de haber encontrado a un maestro, cuando todavía la constatación de los magisterios tenía variaciones contradictorias y más reservas de las debidas, seguro que bastante determinadas por la propia inseguridad y la desconfianza en los deslumbramientos.

"La suerte iba a acompañarme desde aquel descubrimiento de quien consideraba un maestro tras la lectura de Largo noviembre"

De Zúñiga nadie daba muchas razones, no era fácil encontrar el refrendo o la noticia de su identidad creadora, parecía tratarse de un escritor secreto, generacionalmente no muy situado en su sitio, como si la marginalidad fuese el aval de su ocultación o el designio personal de una discreción extrema que facilitase su desconocimiento.

La suerte iba a acompañarme desde aquel descubrimiento de quien consideraba un maestro tras la lectura de Largo noviembre, y a quien tendría como uno de mis maestros tras el seguimiento siempre iluminador de su obra, y la amistad que me haría enriquecer su lectura, ya que la persona acrecentaba el aliciente del conocimiento, y en la figura del escritor, en la totalidad de la misma, era muy fácil detectar la impregnación de una ejemplaridad que, sin la mínima afectación en nada, justificaba doblemente la admiración.

De esa suerte me he prevalecido durante tantos años, leyendo a Zúñiga, valorando lo que el ejemplo de su escritura supone en el reto y la experiencia de lo que uno pretende, administrando la enseñanza de quien nada predica que no esté en la memoria y los libros de una conciencia tamizada por el tiempo y la imaginación.

"El tiempo histórico de Zúñiga tiene un centro que irradia en la España trágica, la de la Guerra Civil, la de la posguerra"

El tiempo histórico de Zúñiga tiene un centro que irradia en la España trágica, la de la Guerra Civil, la de la posguerra, y que alcanza la plenitud literaria, lúcida y emotiva, en su Trilogía de la Guerra Civil, que inicia el Largo noviembre y continúan Capital de la Gloria y La tierra será un paraíso. Un antecedente de esa España trágica lo revisa Zúñiga en uno de sus libros más hermosos, el que tiene a Larra como protagonista en el itinerario de su desolación y muerte, cuando el camino de la lucidez se ha contagiado ya con el de la amargura y en el Madrid de sus pasos finales se perciben las flores de plomo de una noche funeraria, tan distinta a las expectativas de quien acaba viéndose arrojado al abismo de la historia.

Recuerdo la intriga que me suscitó aquella primera lectura de Zúñiga sobre su sensibilidad de lector, esa sensación de que quien era dueño de una escritura tan bella y poderosa también parecía transmitir lo que en su perspicacia detallaba el gusto y el conocimiento de un lector que asimilaba lo que mejor podría nutrirle, otras perpectivas y emociones de otros mundos sustanciales.

Saber que Zúñiga tenía un parentesco tan consciente como revelador con la gran literatura rusa fue en seguida una previsión confirmada. Pocas aportaciones existen entre nosotros tan profundas e iluminadoras sobre esa literatura como la que él nos ofrece en El anillo de Pushkin y en la biografía de Turguéniev, títulos recogidos en el volumen Desde los bosques nevados, donde los débitos se sostienen en una admiración que rinde homenaje a la identidad y destino de una tierra, tan vapuleada históricamente por las contradicciones entre el bien y la bondad, y cuya literatura marca esa pauta universal de la grandeza imaginaria.

"Decir que Zúñiga tiene en su sensibilidad literaria algo del alma rusa, que tan hondamente conoce, puede servir de orientación para leerle todavía con más provecho"

Decir que Zúñiga tiene en su sensibilidad literaria algo del alma rusa, que tan hondamente conoce, puede servir de orientación para leerle todavía con más provecho y, en mi caso, la curiosidad por su sensibilidad de lector se vio recompensada por la sabiduría de un modelo que enriquecía mis pesquisas, todavía encaminadas a todo lo que pudiera incrementar el patrimonio de un aprendizaje.

No se trataba de las resonancias externas de una literatura y unos autores, aunque los mayores débitos se contrajeran en sus atmósferas física y morales, en la percepción de la realidad muy ajustada entre la herencia melancólica de un cierto romanticismo y el sufrimiento que tanto atañe al destino de un pueblo como el ruso; se trataba de un entendimiento de la escritura como herramienta de estilización y mirada que, en su extremo, siendo los ejemplos muy variados, logra detectar el símbolo, el valor de la ambigüedad y la sugerencia de la metáfora, lo que en la percepción de los elementos de la realidad se ajusta a la esencialidad de los mismos, de modo que las propias atmósferas destilen un punto misterioso de simbolismo y poesía.

"Es muy frecuente en su narrativa el acicate del deseo, el poder interior de una afirmación vital que acaba rompiendo las barreras más imprevisibles"

Lo real tiene en Zúñiga el matiz de la memoria, y por supuesto de la imaginación, y la aureola con que una escritura se apropia de esa densidad que desarrolla la naturalidad del relato, nunca convencional, con la revelación metafórica que lo transciende para enriquecerlo en su sentido y en sus significaciones.

Hay muchos asuntos en la narrativa de Zúñiga que se desgranan con cierta recurrencia, y algunos tienen mucho que ver con el contenido de las emociones, de los sentimientos que invaden la intimidad de sus personajes, preferentemente de sus personajes femeninos. Unas intimidades también con frecuencia desvalijadas por el asedio y la rutina bélica, el desorden y la desgracia que, por ejemplo, en el Madrid sitiado de Capital de la gloria, llevan a algún inolvidable personaje a la destrucción moral que alimenta la propia destrucción urbana.

Desgracia y deseo, soledad y delirio, la contradicción irremediable de unos seres vitalistas golpeados por la adversidad. Hay un hilo conductor, en la línea de un tiempo trágico, que encadena el exterminio de muchas de esas intimidades expuestas a la violencia histórica, y es muy frecuente en la narrativa de Zúñiga el acicate del deseo, el poder interior de una afirmación vital que acaba rompiendo las barreras más imprevisibles, aun a riesgo del extravío y la demencia.

"Esa esencialidad, tan envolvente y eficaz en la materia narrativa, siempre consigue en Zúñiga una línea intensa de sentimiento y pensamiento"

Aquel lejano hallazgo de un escritor distinto, cuyo realismo estaba tan lejano a cualquier herencia costumbrista, sabiendo que entre nosotros hemos padecido equivocadas asunciones hereditarias, entre otras el equívoco, a veces interesado, entre universalidad y cosmopolitismo, dejaba constancia de una libertad expresiva sin complejos, contagiada por el sesgo poético del simbolismo y el gusto por los patrimonios populares de lo mítico y lo legendario.

Aquella escritura, que invade con igual determinación toda su obra, tenía el punto de una indagación personal, lo que podía suponer, para el lector entregado a la causa, una vocación experimental, nada complaciente y nada orientada a la moda, exactamente la indagación que lograba un estilo tan depurado como esencial, difícilmente comparable. Esa esencialidad, tan envolvente y eficaz en la materia narrativa, siempre consigue en Zúñiga una línea intensa de sentimiento y pensamiento, de modo que todo en el relato, desde las imágenes a las atmósferas y los paisajes urbanos, se desgrana en grados con frecuencia extremos y patéticos de emoción.

No era vana la confirmación, en lo que me supuso el reconocimiento de un escritor crucial para mi propia experiencia, de una suerte de espejo lúcido y entrañable, cuya luz misteriosa provenía de unos bosques nevados y una ciudad continuamente revisitada en su desolación y sufrimiento.

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Luis Mateo Díez

Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942) es autor de, entre otras, las novelas La Fuente de la Edad (1986), con la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica, El expediente del náufrago (1992), Camino de perdición (1995), La mirada del alma (1997), El paraíso de los mortales (1998), Días del Desván (1999), Fantasmas del invierno (2004) y Azul serenidad o la muerte de los seres queridos (2010) todas ellas publicadas en Alfaguara. Antes de reunirse en este volúmen, sus fábulas estaban publicadas en El diablo meridiano (2001), El eco de las bodas (2003), El fulgor de la pobreza (2005) y Los frutos de la niebla (2008). Y todos sus cuentos están recogidos en El árbol de los cuentos (2006). Con La ruina del cielo (2000) obtuvo el Premio Nacional de Narrativa y el Premio de la Crítica. Pájaro sin vuelo (2011) y La cabeza en llamas (2012) son sus últimos libros. Es miembro de la Real Academia Española y Premio Castilla y León de las Letras.

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