En esta obra, María José Solano nos lleva hasta el corazón de la Grecia contemporánea tras los pasos del intrépido escritor sir Patrick Leigh Fermor. En este singular trayecto, que se puede leer casi como un romance con la obra fermoriana, Solano hace escala en lugares legendarios como Corinto, Micenas, Epidauro, Esparta o la isla de Hydra, donde Leigh Fermor (Paddy, para los amigos) pasó una larga temporada en una mansión ahora —cómo no— declarada en ruinas. Desde cada uno de esos enclaves, capitales para entender la figura del aventurero, la escritora sevillana declara su amor eterno a un personaje tan singular como enigmático, con sus luces y sus sombras, siempre impetuoso y, hasta su último aliento, impulsado por un hambre insaciable de acción y conocimiento.
Zenda reproduce a continuación el prólogo a Una aventura griega escrito por Jacinto Antón.
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En la larga y fabulosa vida de Patrick Leigh Fermor (PLF), Paddy para los amigos, destacan especialmente tres cosas: el viaje que hizo de muchacho por Europa central poco antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial y que dio lugar a su mayor obra literaria (la maravillosa trilogía que arranca con El tiempo de los regalos), el osado secuestro que protagonizó, ya durante esa contienda, del general alemán al mando de las fuerzas de ocupación de Creta, y la relación que el escritor y aventurero tuvo con las mujeres. Aunque Paddy cultivó muchas y buenas amistades masculinas, entre ellas las de grandes y famosos autores y artistas (de Lawrence Durrell a los poetas Katsimbalis y Seferis, o el pintor Niko Ghika) y las de personajes que parecían salidos de Los cañones de Navarone (novela y película consiguiente de las que se dice, por cierto, que estuvieron influidas por sus hazañas), cuando piensas en su vida, pese a las francachelas de taberna y los peligros de guerra compartidos, las mujeres parecen haber sido más importantes que los hombres. No sólo su compañera de vida, la incomparable Joan Eyres Monsell; su amor principesco y moldavo Balasha Cantacuzeno, su corresponsal Deborah Devonshire (née Mitford), y sus muchas amantes, sino las mujeres que han contribuido tan decisivamente a la extensión de su leyenda, la editora Anik Lapointe (que lo publicó en España y por la que siempre preguntaba Paddy), su biógrafa Artemis Cooper o la escritora Dolors Payás, también amiga suya. Todas las que lo conocieron cayeron bajo el influjo de esa personalidad arrebatadora que poseía —¡quién lo tuviera!— un magnetismo arrollador para el sexo contrario.
En qué consistía ese atractivo no es difícil, ay, de discernir: era guapo, inteligente, culto hasta decir basta, divertido, valiente, pillastre, un punto caradura y fresco, y, curiosamente, pese a haber sido un osado combatiente de operaciones especiales y a todo su aspecto solar de héroe arquetípico y muy masculino, tenía un lado tierno e inocente que despertaba el deseo de protección, algo que resulta irresistible para algunas mujeres. Lo más sorprendente, con todo, es su capacidad de seducir después de muerto incluso a mujeres que no lo conocieron. Es el caso de Maria José Solano, cuyo libro sobre Leigh Fermor, este que tienen en las manos, se caracteriza sobre todo por ser la historia de su enamoramiento de Paddy y una verdadera declaración de amor hacia el escritor y el hombre.
Tengo que decir que me ha sorprendido (y me ha despertado celos, no sé si del uno o de la otra) la vehemencia con la que María José expresa sus sentimientos por Paddy, envueltos en el hermoso formato de un viaje iniciático a Grecia tras los pasos del autor. Es verdad que la experiencia PLF tiene mucho de deslumbramiento: descubrirlo, su obra y su vida, tan imbricadas ambas, es acceder a un universo luminoso hecho de grandes y bellas palabras que concitan imágenes imborrables. Todos hemos sentido esa especie de revelación y cada uno a su manera.
Yo cierro los ojos, pienso en Paddy y, con una nostalgia grande como el Soracte y ancha como el Helesponto, me vienen a la cabeza su felicidad un mediodía en Chelsea hablando de los dacios, y su forma de estudiarme al pedirme que le recitara en latín un trozo de la famosa oda de Horacio, la 1.9, A Taliarco, del episodio Kreipe (cuando el general secuestrado empezó a declamarla ante la vista del monte Ida y para su sorpresa su abigarrado captor, que parecía un rudo guerrillero griego más, continuó la estrofa). También su generosidad al llevarme a su librería favorita (John Sandoe Books, donde le abrió una cuenta vitalicia a Balasha) para regalarme una primera edición de Ill met by moonlight, el libro de su camarada Billy Moss sobre la operación de secuestro de Kreipe. Y su voz, tantas veces que hablamos por teléfono, y la letra endiablada de sus cartas. Pero sobre todo, al pensar en Paddy veo con una nostalgia tremenda al joven peregrino de la vida, la aventura y la belleza, al entrañable, inocente Wandervögel atravesando Europa —una Europa condenada a las llamas—, aureolado de juvenil energía y de contagioso entusiasmo. En mi mente camina siempre hacia el Este, hacia el brillo de las cúpulas de Constantinopla, por tierras de húsares, cigüeñas y nombres de un exotismo delicioso; levantando a su paso, como haces con las aves al marchar por prados y humedales, las más fascinantes historias del pasado.
Ya ven cómo pega lo de PLF, cómo las gastan su prosa y su recuerdo, así que ¿quién puede reprocharle a María José su entusiasmo fermoriano? Su propio peregrinaje a Grecia (el país del que el británico Paddy hizo su patria de adopción, por el que se jugó literalmente la vida y donde levantó su casa) arranca con la confesión de que ha perdido la cabeza por el autor y la declaración de que es una “viajera sentimental” que parte a la búsqueda de quien es para ella alguien del que quiere saber más. Lleva leídos, y bien leídos, los libros de PLF, la espléndida biografía de Artemis Cooper, el libro de Dolors Payás (a ambas las ha entrevistado), y todo el resto de la bibliografía paddyniana. Y ahí la tenemos, en marcha, en pos de las huellas de Paddy en el paisaje y en el aire, un Wanderlust —una pasión por caminar— que se sobrepone al del propio Paddy. La autora se pone en los zapatos de PLF como este se puso (literalmente, aunque eran unas pantuflas en su caso) en los de Lord Byron, su referente. Y en su piel: ¿no será ella la sirena (o gorgona) que llevaba tatuada el escritor?
El trayecto arranca de manera anticlimática con un atasco automovilístico en el camino del aeropuerto a Atenas. No importa, María José tiene hervor para aguantar eso y lo que le echen y va a cubrir empecinadamente las etapas de su recorrido hasta la punta del Peloponeso, el hogar de Paddy en Kardamyli, convertido en la meta, la Constantinopla de ella, rememorando la vida y la obra del escritor, conjurando sus episodios favoritos. El libro es una biografía (con muchos datos muy bien buscados, seleccionados y colocados: no recordaba lo del posible hijo ilegítimo griego). Y, entrando de lleno en el género de la literatura de viajes, un itinerario físico y sentimental. Lo primero a destacar es que está muy bien escrito, te sumerge en la personalidad y el mundo de PLF con un énfasis en la belleza y el misterio que es eco del de él.
Veremos a María José instalarse en un hotelito en Atenas con vistas a la Acrópolis y ofrecerse un rito de entrada a la paddymanía en forma de libación (hay que ver cómo le da la autora al retsina durante el viaje), una copa dedicada “a los héroes valientes”. La seguiremos por las callejuelas atenienses, Moleskine en mano, “el pelo mojado y un ligero vestido blanco”, cual ninfa curiosa, en su periplo deliciosamente fetichista y sensual por los lugares que frecuentó Paddy, incluidas tabernas (como la Plátanos Taverna) y varios antros, en los que pregunta por él, como si hubieran quedado. La Atenas actual podría parecer decepcionante, pero María José, con la guía de los textos, la biografía del escritor y su gran entusiasmo, va arrancando capas del pentimento de la memoria para meternos en el paisaje arquitectónico y humano de PLF. Nuestra cicerone subraya la triple vinculación divina del escritor: Apolo, indudablemente, pero también Dionisio y Mercurio. La calidad solar de Paddy, pero asimismo su devoción toda su larga vida a Dionisio y sus placeres, y la vena mercurial (el ingenio, la astucia, siempre con alas en los pies). No olvidemos tampoco el punto de Marte de Mihalis, como le llamaban en la clandestinidad del combate contra los nazis en la Creta ocupada. También apunta la autora que, como Paris o Eneas, Patrick fue siempre un favorecido por Afrodita.
Le veo a María José, tan dispuesta a revivir con entusiasmo (literario) las farras de Paddy con amigos (en la Palia Taverna tou Psaras, por ejemplo), también un punto de celos al tratar de sus mujeres. Llega ella, así que apártense esas sombras del Hades que rodean al héroe deseado como presencias evanescentes y fastidiosas. Tantas: Elizabeth, Xenia, Penka (Nadejda), Lyndall, Ricky Huston… Balasha, redimida por su amor y su derrota vital y sentimental, aún es soportable (y el libro recoge unas hermosas líneas de una carta de la princesa: “Me gustaste al instante. Eras tan fresco y tan entusiasta, estabas tan limpio y tan lleno de color. Jamás olvidaré el impacto que me causó aquella bocana de aire fresco”; ¡lo suscribimos todo, como sin duda lo suscribe nuestra viajera!). Pero María José no traga en cambio, me parece, a Joan, “flaca, un poco desgarbada”, la gran influencia femenina en el héroe y aventurero. La que le escribió: “Piensa en lo que yo te quiero (…) soy una mujer desesperadamente adicta a ti”. Cualquiera se mete en medio de una riña de mujeres por un hombre; y eso que la compañera primero y luego esposa de Paddy, “su Penélope”, fue siempre muy tolerante con las aventuras amorosas de PLF, hasta el punto de admitir, como recuerda María José, la presencia de alguna amante en su propia casa; sin celos sexuales, vamos. Sin embargo, María José sabe (lo ha leído) que “Paddy jamás abandonará a su mujer,” pues “la necesita económica y anímicamente para escribir”, como decían las malas lenguas, esas que también lo consideraban “un gigoló de clase media para mujeres de clase alta” (Somerset Maugham, cabreado). Nuestra escritora se agarra a la consideración de Artemis Cooper de que la muerte de Joan, que podía ser muy suya y desagradable excepto para sus gatos, significó para PLF sentirse “liberado de un lastre o un compromiso”.
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Una de las cosas más sorprendentes del libro —aparte de una extraña devoción por San Pablo, al que ¡compara con Paddy! (aunque Paddy nunca se hubiera caído de un caballo), y del que recuerda con extraña emoción extemporánea las célebres palabras que se pronuncian en la celebración del matrimonio, “el amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”—, es la selección que hace la autora de los lugares a visitar de la geografía de PLF. Es muy personal. Prefiere los escenarios sentimentales a los épicos (aunque, ciertamente, Paddy podía ser épico en todas partes, incluso en las tabernas y las camas). Así, María José nos lleva a la casa de Balasha y Patrick en Atenas. Nos describe, como si los espiara, la llegada de los dos amantes, pasando por la calle Tripodon, “besándose bajo un cuarto de luna similar al de esta noche (…) distraídos por el deseo de sus cuerpos y las ganas de llegar”. O nos conduce a otro de los inolvidables parajes de aquel idilio (aparte de la finca solariega de los Cantacuzeno, Balani, que queda para otro viaje): el molino de Lemonodasos, de los Limoneros, que la pareja alquiló para vivir unos meses estivales de 1935. De nuevo, la autora se sumerge en la pasión de Paddy y Balasha y describe con la imaginación cómo en la ducha natural junto al molino, en la que se introduce, espía y cómplice a través del tiempo, “después de las largas siestas”, la pareja “refrescaban la piel del sudor de las horas de amor, o endulzaban sus cuerpos cubiertos con el salitre cristalizado tras nadar desnudos en la cercana bahía de Artemis”.
Otros, al hacer la ruta Paddy, nos hemos decantado más por los paisajes de la Batalla de Creta —los viejos aeródromos, el cementerio en Canea donde reposa el tuerto John Pendlebury, al que tanto admiraba PLF—, y sobre todo por el famoso tramo de carretera, cerca de Cnossos, donde se produjo el secuestro de Kreipe (uno de los lugares más visitados y venerados por los miembros del club Paddy, como María Belmonte, Ángel Carlos Pérez Aguayo o yo mismo: María además, gran caminante, se ha pateado el monte Ida siguiendo la marcha de los secuestradores y su secuestrado, y Ángel Carlos ha rastreado nada menos que Tara, la mansión de El Cairo donde PLF y sus camaradas planificaron sus operaciones y su leyenda entre alcohol, sexo y metanfetaminas). María José, como he dicho ya, prefiere ir al centro de la vida doméstica de Paddy: su casa de Kardamyli. En el camino, pasa por Corinto, por la isla de Hydra (donde visita las ruinas de la mansión de Ghika, destruida por un incendio provocado por una airada ama de llaves, donde se alojó PLF una temporada con Joan), por Nauplia, por Epidauro (en cuyas historiadas gradas come uvas), Micenas (y su concurrido hotel Bella Helena, del que era habitual PLF), Esparta, hasta llegar por fin a su destino.
María José se cuela en la famosa casa de Paddy, a la sazón en obras. Recorre emocionada las desmanteladas estancias y el jardín, reconoce los espacios fermorianos, la exedra, la empinada escalera a la playa, la biblioteca; no deja de señalar que en aquel hogar conyugal el matrimonio dormía en habitaciones separadas, desde el principio. Arranca (incorregible fetichista, ya lo he dicho) una ramita del olivo centenario a cuya sombra Paddy solía leer…
Pero el momento más importante, a mi parecer, del libro es cuando, tras la visita a la casa, María José pasea aún en shock por Kardamyli y llega a la librería del pueblo. Allí el librero, conocido tesorero y oficiante de la fermoridad, tras ser interrogado por la viajera y cuando esta ya se marcha, cargada de anécdotas, recuerdos y libros, le espeta inesperadamente, “you love Mihalis”. La escritora se ve descubierta y revelada (incluso para sí misma). Es una epifanía. Un momento que lo redondea todo. Y hay más, “Mihalis love you very much”, “tú le gustas mucho a Mihalis”, añade el librero-arúspice-nigromante.
¿Es posible encontrar el amor en un hombre muerto al que no has visto en tu vida? Sin duda sí, si ese hombre es Patrick Leigh Fermor.
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Autor: María José Solano. Título: Una aventura griega. Editorial: Debate. Venta: Amazon
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