Foto de portada: Johanna Valcárcel
Hernán Migoya ha escrito para Zenda este making of sobre la confección de la trilogía Todas putas, conformada por su primer libro de cuentos homónimo —que le valió una condena pública tan feroz que incluso le obligó a exiliarse—, su secuela Putas es poco y el reciente Putas os quiero, volumen que celebra el 20º aniversario de la saga.
La editorial Dolmen publica ahora la trilogía Todas putas, de Hernán Migoya.
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En 2003, escribí un libro de ficción que varios partidos políticos y un montón de periodistas y escritores tacharon de «apología de la violación y la pederastia».
Mirándolo a toro pasado, mi venganza contra los tipejos de la prensa y la literatura que se lanzaron sobre mí como hienas sedientas de sangre nace como consecuencia de mi amor fidedigno por la ficción escapista. Aunque se trate de una venganza montecristiana, debido a lo tardío de su ejecución, lo que he hecho me hace sentir más en sintonía con Arsenio Lupin, pues mi acción destila el talante juguetón, el espíritu ácrata y la mala leche del ladrón de guante blanco: en Putas os quiero estoy rebelándome contra el alma catolicona de unos falsos laicos y unos falsos progresistas, contra el meapilismo cultural catalán y español de nuestros días. En el último cuento del nuevo libro, me desdoblo como autor y personaje para efectuar esa venganza, que es lícita porque se circunscribe al campo de la fabulación. Como autor reúno en mi relato a todos mis linchadores bajo un mismo techo y los mato de una tacada; como personaje, los violo uno a uno, profanando sus cadáveres con todo tipo de regodeos carnales, execrables y repulsivos. Y me lo paso genial ultrajando esos fiambres de autores y autoras «respetables».
Espero que los lectores se diviertan adivinando quién es quién entre los cadáveres violados.
La que ahora es una trilogía se podría definir en realidad como un vivero de relatos satíricos. Bajo su marco cultivo o trasplanto toda ficción que me resulte burlesca y, de algún modo, irreverente con el mundo actual y en especial con el público contemporáneo: no me creo nada, parecen decir mis historias. No creo en la impostura de bienhechores para medrar que ha consagrado nuestra institucionalización de la cultura.
Son cuentos que suelen tener un denominador común: no, no me refiero al sexo —casi ninguno va de sexo—, sino más bien a que me lo he pasado teta escribiéndolos. Y no me he puesto ningún límite moral ni impuesto mis principios en el texto: sí he luchado conscientemente contra mis propios límites morales. Son cuentos escritos contra el lector y contra mí, que muchas veces nos llevan a lugares donde no queremos ir para meternos en la piel de personas que no querríamos conocer. Ni mucho menos comprender.
No es un plan preestablecido, sino que esta deducción la saco a posteriori: en realidad me resulta difícil escribir de otra manera, pero la mía no es deliberada. Dios me hizo así.
Culpad a ese hijo de puta.
TODAS PUTAS (2003)
A principios de este siglo escribí un cuento titulado «El violador». Apareció primero en un fanzine, más tarde debutó en formato libro dentro de una antología en catalán titulada Alt risc (Laertes, 2000, coordinado por los escritores Emili Olcina y Josep Roca) y, al parecer, llamó la atención de la entonces editora Miriam Tey. Ella me contactó y me pidió un libro entero de ficciones que albergara el tono jocoso y despiadado de «El violador» para su sello El Cobre Ediciones. Como soy un romántico insufrible, titulé al resultado Todas putas, en homenaje a Todos muertos (retitulación española de All shot up, 1960), obra del gran autor de novela negra (y negro) Chester Himes, cuya lectura me había impresionado de niño. El libro en verdad lo componían cuentos que iban de lo desenfadado a lo trágico; me imaginé que podía expresarme sin cortapisas, porque yo lo valgo.
Y la reacción inicial de la prensa fue razonablemente cálida: reseñitas aquí y allá (hasta en La Guía del Ocio de Barcelona) destacando el tono irreverente y simpaticón de los cuentos, sin nadie que se rasgara las vestiduras. A fin de cuentas, yo era un recién llegado a la literatura y pensaba que era un sector tan creativamente libre como el del cómic en esa década. (Ahora el cómic español es otro esclavo del escaparate y la apariencia, como la literatura: se vende por un plato de lentejas públicas).
Un día que me hallaba seleccionando películas en el Festival de Cannes de 2003 y pensando al cruzarme con una viandante («¡cómo se parece esa mujer a Frances McDormand!», sin caer en que, si estás en Cannes, es que se trata de Frances McDormand), cuando una colega del Festival de Sitges me avisó de que mi libro la estaba armando gorda en España: doble página en La Vanguardia bajo el titular «El libro de las violaciones». Y linchamiento generalizado en las páginas de opinión (un jefe de sección de lo más burócrata alcanzó la cumbre de su vida profesional al llamarme en su interior «botarate», epíteto con el que no puedo dejar de estar de acuerdo). La mecha estaba prendida y su llama pronto se propagó a otros medios de prensa, radio y TV.
Todo respondía a una campaña política contra Miriam Tey, claro. En ese momento, además de editora de Todas putas, era directora del Instituto de la Mujer, recién nombrada por el Partido Popular, entonces en el gobierno. Recordé que ella me lo había comentado con el libro ya publicado durante una de mis visitas a las oficinas de El Cobre, pero yo, provinciano de mí, pensé que se refería a alguna asociación de ámbito local sin mayor trascendencia. «Ah, qué bien», le dije, sin saber a ciencia cierta si era algo digno de felicitación. (¿Veis como sí soy un botarate?).
Bueno, ese Instituto de la Mujer era una cosa nacional, parece, y se armó la gorda cuando los cerebros de la prensa ataron cabos: la cara visible de la mayor institución española en defensa de los derechos de la mujer es además editora de un libro misógino: Todas putas. Lo de misógino sí tiene su explicación: durante la entrevista para La Vanguardia, que me hicieron sin mencionar intención de montar escándalo alguno ni involucrar a Miriam, me preguntaron si consideraba misógino mi volumen. Yo no pensé en término morales, sino de descripción desapasionada de la obra y, con la mente puesta en la cantidad de autores que admiraba y que lo eran probablemente a su pesar (Daphne du Maurier, Jim Thompson, Patricia Highsmith, Charles Williams en literatura; Buñuel, Hitchcock o Verhoeven en el cine), respondí con candor que sí: no fue por ufanarme, era una admisión de culpa.
Curiosamente, mis tres décadas como editor de historietas, periodista y gestor cultural desmienten ese afán autoinculpador. Porque, quizás en respuesta a mi promoción incondicional de las historietistas, y sin olvidar que figuras de primer orden como Belén Ortega, Natacha Bustos, Aroha Travé o Carla Berrocal han agradecido en medios mi apoyo a su labor, esta última tuvo la idea de dirigir la adaptación a novela gráfica de Todas putas con ocasión de su décimo aniversario, encabezando un grupo de quince grandes autoras de cómics que llevaron a su terreno cada uno de los cuentos «misóginos». (Por descontado, tampoco me considero machista, no más de lo que un hombre pueda serlo inconsciente o involuntariamente: ¡a mis amigas queer y a mi novia feminazi me remito!).
Pero volvamos a 2003: el terremoto que siguió fue de aúpa. Todos los medios me persiguieron. Una emisora puntera inició una campaña de acoso y derribo, llegando a invitarme a participar en uno de sus programas junto a un reputado y reputero escritor que cobraría por destrozarme en vivo. A todo dije que no. Todos hablaron sin mí y hasta el periodista que firmó ese primer artículo condenatorio, «El libro de las violaciones», se embarcó en algún acto público, imagino que remunerado, ¡a disertar sobre mi libro y lo censurable que era!
Lo único que hoy lamento es no haber sido un cínico y no haberme hecho un «famoso» aupado a esa exposición forzosa y extraliteraria, porque la fama televisiva lo perdona todo: hasta tus odiadores te piden un autógrafo con timidez cuando tu rostro se hace popular en la tele. Luego hubiera cosechado la audiencia para presentar el resto de mi obra y demostrar que había mucha más tela que cortar respecto a mí como escritor. Pero no tuve agallas y tampoco me parecía lógico tener que justificar moralmente mis relatos. Además, era demasiado ambicioso en el trazado global de mi vocación: quería seguir escribiendo con libertad sin someterme a la presión de ser una cara conocida en el gentío. Resumiendo: nunca le he concedido importancia a los autores, sólo a su obra, para mi desgracia personal. De lo que más me arrepiento es de no haber dado permiso a TVE para grabarme bailando la conga en una fiesta fantástica en Cannes, bajo la mirada de amargura de Antonio Gasset, que no me quitó ojo de encima toda la velada con insana envidia.
Todo el mundo dijo la suya: un psicólogo afirmó en una tribuna de opinión que yo era basura sin interés alguno; una polemista televisiva soltó que el autor de Todas putas era peor aún que el libro (también le doy la razón: todos los autores son peores que sus libros); una escritora sensacionalista afirmó que de Ponferrada tenía que ser, como el alcalde acosador (¡determinismo geográfico! Lombroso estaría orgulloso); otra autora a sueldo del gobierno me llamó «violador nato» por haber escrito cuentos de humor negro; un columnista llegó a compararme con los nazis (toma ya); en fin, fue un no parar. Y yo, callado en mi rincón, pensando: ¿pero qué he hecho?
La espiral de violencia verbal contra mí finalizó cuando Mario Vargas Llosa dedicó al asunto un artículo a toda página en su sección Piedra de toque para el diario El País, llamando censores e inquisidores a la panda de acosadores que se me había echado encima. Dicho artículo fue mano de santo: de pronto, mis perseguidores recularon ante esos calificativos y empezaron a tartamudear excusas ante su superior en el oficio, alegando que no, que no estaban en contra de la existencia del libro. Que únicamente lamentaban que se le prestara tanta atención mediática a un libro tan malo. ¡Ellos que habían encendido y alimentado el fuego —en muchos casos cobrando por sus insultos—de esa atención mediática!
Leí ese artículo de Vargas Llosa la mañana que salió impreso, sentado en un banco del barcelonés Passeig de Sant Joan, muy cercano a mi pequeño piso de Travessera de Gràcia, y su contenido me hizo romper en llanto. No pude evitar una avalancha de lágrimas de gratitud. Fue la única vez que lloré por todo este asunto.
Debo consignar también a otros autores que se aunaron motu proprio en defensa de Todas putas: Elvira Lindo, Eloy Fernández Porta, Fernando Iwasaki, Llucia Ramis, Toni Iturbe y un largo etcétera. La sensatez se impuso, pero el daño personal y profesional ya estaba hecho.
Por fortuna sobrevivió el libro.
«El violador» es un buen cuento, aún sueño con que su primer párrafo se recite algún día en los colegios antes de cada clase en lugar del padrenuestro o de las primeras líneas del Quijote: «Ahora que todos los negros son buenos y todos los maricones unos seres muy simpáticos, a ver si la sociedad ésta se reúne y decide de una vez que no todos los violadores somos mala gente». Me parece un comienzo inmejorable como misil demoledor en un texto satírico. Toda la vida me ha gustado ese subgénero del razonamiento aparente disfrazado de joda. Supongo que viene de mi estupor cuando escucho algunos disparates y sofismas que se esgrimen desde la sinrazón para acabar con las violaciones: pues claro que está mal violar, ¿hace falta reforzar una postura moral lógica con argumentos idiotas? Me pasa como con los antitaurinos: por supuesto que es lícito estar en contra de la tortura animal, es base suficiente para abolir las corridas de toros. Pero de ahí a decir que «el arte no puede ser tortura»… Por falsedades así no puedo pasar. Y tanto que el arte puede ser tortura. Es una tortura para el propio artista, para empezar, que tiene que segregarlo como un parto. Y puede ser una tortura para quien se acerque. El arte no tiene por qué ser (y casi nunca lo es) flores y caricias. En fin.
El revuelo en torno de «Porno del bueno», la brevísima historia de un pederasta que secuestra, viola y mata a su hija pequeña tras recogerla del cole, sí me sorprendió más, porque no hay ruptura alguna con respecto a un relato tradicional, y en ningún momento se sugiere que ese pobre diablo despierte simpatías de nadie, mucho menos del narrador. Es un cuento cruel que me sigue gustando y que me cuesta releer (ya no digo volver a teclear, como he debido hacer para su reedición). Pero vamos, cualquier persona mínimamente leída es perfectamente consciente de que no pretendo «normalizar» esa aberración. Es un cuento que pretende causar desolación y tristeza. Y en ese sentido, lo encuentro efectivo.
Me dio pena, eso sí, que en el fragor del vapuleo nadie destacara mis dos cuentos favoritos (¿leería alguien el libro entero?): «Un día de mierda», donde una ejecutiva agresiva se desespera en pleno centro de Barcelona a raíz de un imprevisto desorden intestinal, tratando de hallar un lugar donde poder defecar a gusto en privado, sólo para ser rechazada por una serie de discapacitados en posición de privilegio (un parapléjico, un sordo, un autista). Jugué adrede a que la protagonista cayera mal y terminara revolcándose —literalmente— en su propia mierda. Siempre me he sentido identificado con ella, sin dejar de reconocer que me encanta su final, porque es el que se merece la muy.
En cuanto al segundo cuento, «Spice Up Your Life», resume todo lo bueno o malo que yo puedo aportar como escritor: la destilación de una inesperada joie de vivre desde el trance más desdichado imaginable. En este caso aproveché mi devoción por las Spice Girls para fabular una historia situada más o menos en el presente (veinte años adelante en la ficción) sobre su decadencia como estrellas del pop. En concreto, una Geri Halliwell obesa y arrugada se muestra desesperada por seguir siendo reconocida como famosa en la calle, pero cada día se le pone más difícil. Al final, acaba siendo raptada y violada en las afueras de Londres por un desgraciado que, a última hora, la reconoce. Y eso la llena de alegría.
Es mi cuento más querido, creo, también el más entrañable para mí, el que mejor combina mi amor por la cultura pop y la tragicomedia, y espero que cuando yo no esté alguien lo recupere y le insufle vida nueva con su estima, porque en él está mi espíritu.
No, no soy un escritor gay, pero poco me falta.
PUTAS ES POCO (2007)
Dos años después de Todas putas, traté de que el sector me tomara en serio con mi primera novela, Observamos cómo cae Octavio, sin conseguirlo en absoluto. Sí gustó, pero no lo bastante al parecer para que muchos críticos dieran un paso adelante. Recuerdo con cariño una reseña preciosa en la revista El Cultural de El Mundo a cargo de Pilar Castro loando la verdad que, en sus palabras, contenía el relato; en Babelia alguien me despachó bajo el titular «Caca, pedo, culo y pis» o algo así. En fin, los carcas de siempre hundiendo al que saben que pueden hundir.
Entretanto tenía que conseguir ingresos de algún modo. Para reparar mi maltrecha imagen y sacar unos cuartos se me ocurrió presentarme a un concurso literario. Imaginé que participando con pseudónimo no habría riesgo de que me identificaran antes de la criba final como el apestado autor de Todas putas: craso error.
En 2005, por primera y única vez en mi vida, concurrí a un certamen de cuentos, el Premio del Tren Camilo José Cela. ¿Resultado? Fui seleccionado como uno de los seis finalistas, de entre casi un millar de textos de toda España y Latinoamérica: en la entrega me concedieron el Accésit, que me supo a poco. ¡Y eso que aún no sabía la mitad del tinglado!
Meses después me remiten el libro compilatorio oficial de los cuentos premiados y, en la introducción pertinente, el presidente del Jurado se permite este sorprendente juicio de valor sobre mí: «Buen escritor, aunque quizá demasiado provocador para el gusto del jurado».
Me quedé de piedra: ¡el Jurado del certamen me criticaba en su valoración de un cuento mío al que ellos mismos habían otorgado un Accésit!
Me cabreé con razón: para más inri, ese cuento no tenía absolutamente nada de provocador, era un drama sin controversias escogido aposta de toda mi cosecha creativa para que las instituciones españolas no me censuraran también moralmente. ¡Pero aun así me censuraban moralmente! Esa crítica del jurado no era al cuento premiado, sino a su autor… y un modo de curarse en salud para que no les salpicara mi estigma.
Con la mosca tras la oreja, llamé al contacto estipulado por la organización del premio, quien enseguida me sacó de dudas: «En efecto, el secreto de pseudónimo se levanta con los seis finalistas sobre la mesa».
¿Qué tipo de pantomima de la imparcialidad era ésa, si quienes concedían los premios podían conocer, antes de tomar su decisión, quiénes eran los últimos seis contendientes? La de sudores fríos que debió de provocar la revelación de mi nombre a priori y la constatación consiguiente de que sí o sí tenían que ofrecer un reconocimiento público al cabrón que escribió el Todas putas…
«Demasiado provocador», concordó el Jurado. De hecho, les debí de parecer TAN provocador que en mi nota biográfica del libro compilatorio no se atrevieron a especificar que yo era el autor de Todas putas. Mencionaron todo lo demás (incluso el título de mi novela posterior), pero no Todas putas. ¡No vayan a relacionar a esos honorables señores conmigo!
En su web oficial tampoco mencionaron el dato, aún lo podéis comprobar al final de su relación de premiados.
¿Y queréis que me tome en serio el sistema de reconocimientos y prestigios de la escena literaria española? Panda de cobardes.
Definitivamente, el camino de los concursos literarios en España también me estaba vedado.
Por tanto, y supongo que para aprovechar el capital de Todas putas, que a lo tonto acabó vendiendo 50.000 ejemplares (merced a una maravillosa edición de bolsillo que se distribuyó por quioscos), se me ocurrió plantear una secuela. A esas alturas ya pensaba que el marchamo del título podía funcionar para cualquier cuento que escribiera, siempre que contuviese cierto descaro moral y gracia satírica. Así que me puse a escribir cuentos en esa misma línea.
De ese segundo libro quiero destacar el título, que si me disculpáis me parece inmejorable como réplica en el marco de una secuela: Putas es poco. Nació en pleno rodaje de la película Cámara oscura del director catalán Pau Freixas. Yo me ocupaba de grabar un making of del filme y, no sé por qué, durante un descanso en el set nuestra conversación se centró en el escándalo Todas putas. Un operario que rondaba por allí se unió a los presentes y soltó: «Todas putas… todas putas… ¡putas es poco!». Quedé desconcertado unos segundos por el blasfemo exabrupto, pero enseguida la expresión se filtró a mi sistema sanguíneo y permaneció ahí como una posibilidad. Tiempo después, cuando ya preparaba el libro, no tenía claro el aventurarme a usar esa frase como título, pero el propio Freixas me animó. «¡Es de puta madre! ¡Atrévete, los vas a dejar a todos boquiabiertos!», me decía entre carcajadas. Cuento esto sin querer causar a Pau ningún perjuicio, porque es un ser humano fabuloso, sin ningún trauma con el género femenino ni ningún ramalazo misógino en su trayectoria. Es una gran persona y aquello era solamente una charla distendida de colegas en un bar.
Así que me atreví.
Para compensar lo fuerte del título, decidí que quería combinarlo con una imagen autoparódica y divertida en la portada. Si me he metido donde me metí es claramente por mi acusado sentido de la autocrítica, que revierte para mal en una bajísima autoestima personal y para bien en que si algo sé hacer es reírme de mí mismo. Así que llamé a un fotógrafo que era amigo de los tiempos de la facultad de periodismo, David Campos, y le confié mi idea de protagonizar una foto travestido de modelo erótica retro y riendo feliz al teléfono con un ojo a la virulé.
La calidad de la foto superó todas mis expectativas. David hizo un trabajo excepcional, perfectamente documentado sobre la cultura pin-up de los años 50 en los USA (tomando como referencia a mi adorado ilustrador Elvgren) y, a su vez, la maquilladora Concha Rodríguez realizó en mí un trabajo magistral de feminización. La foto quedó tan bien y yo estaba tan buena en la cubierta de Putas es poco que casi nadie reparó en que la modelo era también el escritor.
Los cuentos sí me los tomé más en serio y, extrañamente, para ajustar el tono acudí como referencia a los grupos musicales que me acompañan desde la juventud: soy fan de los segundos discos de mis bandas favoritas, que graban con mayores medios y mayor cohesión conceptual que cuando salen a la palestra con una primera grabación a veces precipitada. Me sucede con Queen, Paul Young, Wham!, Gabinete Caligari, Duran Duran, Lisa Germano, Spandau Ballet, Britney Spears, Duncan Dhu, Sade, La oreja de Van Gogh y un largo etcétera. Ellos me sirvieron de inspiración.
Aquí me dejé llevar más por mi caudal romanticista inevitable, pero no coseché mayores simpatías por ello. En el libro abro fuego con una experiencia personal: mi intento frustrado de irme de putas en París, iniciativa que me introdujo en un callejón sin salida, acorralado por varias escorts mulatas que me querían sacar 2000 euros por su compañía, y del que escapé casi a la carrera. (Un inciso: al contrario que varios de mis hipócritas linchadores —lo sé de buena tinta—, nunca he contratado los servicios de una prostituta, dato que os parecerá insólito: me moriría de depresión). Quedó un cuento apañado y saleroso, creo.
Para el resto de cuentos tiré de otras vivencias íntimas y también de mi apego a lo fantástico, como en la alegoría gótica «El fantasma», donde narro la historia de un niño tímido muy parecido al que yo fui, aquejado por una extraña enfermedad que le impide parpadear ambos ojos conjuntamente. Agregué como plato fuerte una epopeya sentimental en torno a la figura de Julio Iglesias («Tu cara en cada mujer»), tal vez mi cuento más ambicioso; así como un homenaje a los escritores de bolsilibros de quiosco que me salió redondo: «El aventurero del espacio sideral», protagonizado por un machaca de las teclas, de los de pseudónimo anglosajón durante la época dorada Bruguera, que trata de reciclarse en autor «serio» y visita cada semana a un editor de prestigio para ver si le publica por fin su libro (cada semana porque cada semana escribe uno nuevo, forzado por su tic de escritor a destajo). Aquella mezcla de bufonada y tragedia que tanto disfruto la dediqué a mi bolsilibrero favorito: «A Joseph Berna, autor».
Putas es poco no es en realidad tan salvaje como el título sugiere. Incluí por gusto estilístico una pieza de violencia extrema titulada apropiadamente «El corazón en un puño (violencia de subgénero)», como recreación breve de mi literatura favorita, la hardboiled de Hammett, Spillane, Williams, Cain y otros. Pero en general salió un libro bastante suave y melancólico. Lo dediqué a mi fuerza inspiradora mayor, el cantante Freddie Mercury, quien reconvertido en hetero por exigencias fabuladoras protagoniza el último cuento, «Punto final», basado en una anécdota suya que me conmovió.
Para acerarla un tanto, la nueva reedición de Putas es poco se cierra con el relato más duro que he escrito jamás: «Dramatización de hechos reales con fines artísticos». Lo escribí ese mismo año para la revista literaria Eñe y hasta yo me asusté del contenido. Cuando durante unos días de estancia en Madrid mi amigo, el escritor peruano Toño Angulo, me invitó a visitar las oficinas de la revista y me presentó por sorpresa a su directora, Camino Brasa, la pobre me miró con un miedo espontáneo. Luego Toño me explicó que el cuento había causado sensación en la redacción (no necesariamente en un sentido positivo) y que varios suscriptores de la revista se habían dado de baja, indignados por la crudeza inusitada del texto.
Contabilizo ese pánico en los lectores como un mérito artístico, pero parece que nadie más opina así en la escena literaria de hoy. En todo caso, no censuraron la publicación del cuento y sólo por eso me siento en deuda con Camino Brasa.
Putas es poco fue abiertamente ignorado por la crítica. Mientras preparábamos su lanzamiento, un periodista barcelonés me cosió a llamadas para rogarme que le concediera la exclusiva de su cobertura en prensa: un reportaje a todo color, creo recordar que para el dominical de El Periódico. Yo acepté encantado, halagado por la insistencia plañidera del tipo. La idea era hacer un reportaje que cubriera también la fase de confección de la portada, vistoso y, por fin, aliado con mi propuesta de literatura pop. Bueno, cuando salió, yo estaba entusiasmado: ¡tres páginas a todo color en el dominical! Por desgracia, el periodista se había guardado un as en la manga: su crónica amable de cómo se me ocurrió escribir el libro, lo laborioso del contenido y lo bonita que quedó la portada fue rubricada con una última frase donde venía a decir que mi obra era un pestiño sin igual.
Cuando me lo encontré en una fiesta de Sant Jordi quise pegarle. Él, con el rostro de mármol por el susto y la desfachatez, se justificó diciendo que había escrito esa pulla para animarme a mejorar en mi siguiente libro. El pudor de quedar como un bruto ante mis colegas y la intervención de nuestros conocidos del sector frenó mi mano: sigo arrepintiéndome de no haberle partido la cara.
Luego me consoló saber que casi todo el mundillo literario barcelonés lo detesta porque a todos les ha hecho alguna.
Putas os quiero (2023)
En abril se cumplieron veinte años de la polémica en torno a Todas putas.
Muchas cosas me han sucedido en esas dos décadas: la principal, que desde 2013 resido en Lima (Perú) como un gesto de rebeldía, estéril quizá, ante la muralla de silencio casi unánime que todas mis obras obtienen en España… También porque, ojo, en el Perú se vive muy bien, si cuentas con un mínimo caudal europeo. Es mucho más digna y llena de futuro una cultura que respeta a Juan Gabriel que una que no respeta a Camilo Sesto. Y en Latinoamérica las mujeres y los hombres todavía saben reír.
El otro suceso de importancia es que mi madre ha muerto hace apenas cinco meses: por tanto, ya no tengo miedo a lo que me pase.
Pero, por si acaso, no volveré a pisar mi país.
Como estoy cansado de escribir y publicar sin cobrar ningún adelanto, sin apenas apoyo promocional y con tiradas minúsculas a cargo de editores valientes y francotiradores que tampoco reciben ninguna atención mediática, me dije que me despediría del oficio con un volumen de cuentos bajo el pórtico de Todas putas, y luego me retiraría a disfrutar los últimos años que la poca salud me permita, dedicándome a lo que más me gusta: leer. Quiero leer todas las novelas protagonizadas por Nero Wolfe y las escritas por D. H. Lawrence antes de morirme. Así que voy a dejar de escribir para poder consagrarme a la lectura, que fue como empezó todo. A la lectura de escritores y escritoras libres.
Curiosamente, para este cometido final como autor sí encontré una editorial económicamente solvente que me ofreció un buen pellizco —editorial, eso sí, especializada sobre todo en la publicación de cómics, sector que me ha permitido sobrevivir todo este tiempo gracias a guiones y traducciones—. Así pues, he podido pagar seis meses de mi vida en Perú merced al anticipo que la editorial Dolmen me ha facilitado por reeditar Todas putas y Putas es poco y por publicar Putas os quiero.
Al principio me senté a escribir este nuevo proyecto pensando que debía demostrar que Hernán Migoya podía alumbrar un libro de madurez, que yo ya era un autor mayor y sensato. Releyendo los dos volúmenes anteriores comprendí que, al contrario, si quería seguir fiel a mi estilo en la serie Todas putas, tenía que ser punk y salvaje. Más punk y salvaje que nunca.
Y así ha sido y por eso me siento tan contento. Putas os quiero es un libro de cuentos mucho más duro y desmedido que las anteriores entregas. Éste sí creo que podría ser prohibido con cierta razón de ser.
Obviamente, resucité al violador de mi cuento más célebre y lo actualicé en «El violador 3: No no es no»: ahora el hombre es de derechas, como su ídolo Felipe González, y se queja de las campañas políticas contra el abuso sexual, en su tono ¿fraterno? y racionalmente irracional (¿o era al revés?). Creo que no ha envejecido mal este desagradable sujeto.
Dicen que la venganza es un plato que se sirve frío. Yo creo que la mayoría de las veces cuesta tanto lograr recuperar una posición desde la cual vengarse, que ya la reacción es fría de necesidad. Así me ha sucedido a mí en «La fiesta es para feos» donde, como ya avancé, remunero a mis odiadores más notables con su propia medicina.
En medio, hay dieciocho cuentos de todos los colores, calores y tonos: por lo general he intentado ser menos romanticista que en mi juventud, aunque no lo he querido evitar en la fantasía «Venga a mí tu reino»; he parodiado inclemente a los famosos deleznables de la telebasura consumida mientras acompañaba los últimos años de mi madre en «Sálvate»; me río de mi colon irritable en el festival escatológico «La invasora» de las guerras feministas en torno a la naturaleza trans en «Tinderella» y de los proabortistas y provida en la distopía «Responda alto y claro: ¿quiere usted nacer?»; me adentro en terrores personales y violaciones domésticas con «Un chiste de suegras»; pergeño mi propio homenaje a H.G. Wells y a los videojuegos de marcianitos ochenteros en «La maquinita del tiempo»; me desahogo con la crueldad infantil y la proliferación de perros cagones en «Nuca» y «Airgam Girl» y hasta recupero un relato de quinceañero sobre un niño gitano que rapta a su profesora progre para hacerle de todo en «…Y que cumplas muchos más».
Me he quedado a gusto, la verdad. Creo que después de este libro, puedo descansar por fin.
Así que, como decía mi amado Freddie Mercury, quien se autoproclamaba una puta del rock igual que yo me autoproclamo una puta de la literatura, «que continúe el espectáculo».
O, como diría yo:
«Que siga el cachondeo».
CONCLUSIÓN:
Para terminar, quiero aludir de nuevo a mi acusado sentido de la autocrítica, esa tendencia a arrastrarme a mí mismo por el lodazal y a ridiculizarme sin medida, tal vez por un sentimiento de culpa cristiano metido hasta el fondo de mis entrañas ateas, contando una anécdota pueril: cuando niño era muy fan de las series policíacas de la tele, tipo Los casos de Rockford y tal. La que más me gustaba, ya casi adolescente, se titulaba Los azules de Hill Street (erróneamente bautizada en España Canción triste de Hill Street). Mi personaje favorito en «Hill Street Blues», el sargento judío y gruñón Belker, se encargaba de recibir llamadas de testigos o personas anónimas que pudieran aportar información sobre los delitos investigados. Como gag reiterado, Belker atendía cada semana al teléfono a multitud de loquitos que confesaban ser los responsables de esos crímenes pero que inevitablemente no lo eran. Era sólo gente inocente con un inusitado sentido de culpabilidad y de inferioridad que los impelía a arrogarse fechorías no cometidas. Y yo, indefectiblemente, siempre que asistía a las secuencias de tales llamadas, pensaba a mi tierna edad: «Eso haría yo. Yo también llamaría a la policía para confesar que soy culpable de cualquiera de esos crímenes».
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Autor: Hernán Migoya. Título: Todas putas, Putas es poco y Putas os quiero. Editorial: Dolmen.
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