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Y ya es bastante - Miguel Barrero - Zenda
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Y ya es bastante

Aurora El abuso del consumo Leo en una red social a personas que aseguran «consumir contenidos» literarios, musicales o cinematográficos en vez de decir que leen libros, escuchan discos o ven películas. Es propio de cada época adoptar un lenguaje que, consciente o inconscientemente, define sus hechuras y maneras, y me temo que la nuestra...

Aurora

Cuando la conocí había sobrepasado el medio siglo y llevaba más de una década refugiada en las montañas, en una cabaña medio escondida tras la iglesia de Beleño, con la única compañía de tres gatos y la añoranza dolorida de un perro que había desaparecido unos meses atrás, al despuntar la primavera, y del que nunca más se supo. Se había retirado allí cuando se cansó de recibir golpes de la vida y, harta ya de estar harta de los desprecios de quienes la rodeaban, concluyó que la única salida honrosa pasaba por rastrear en sus propias raíces e instalar su nido en el lugar del que partía su árbol genealógico. No sentía nostalgia por lo perdido, pero tampoco una ilusión excesiva por lo que pudiera estar por venir. Procuraba vivir cada día sin preocuparse de lo que ocurriría al siguiente, porque había constatado en sus propias carnes que, en resumidas cuentas, la vida va a lo suyo y no le preocupa lo más mínimo lo que podamos esperar de ella, así que no queda más remedio que pertrecharse y resistir con la mayor dignidad de la que se pueda hacer acopio. Tenía por aquel entonces un medio novio que había sido guardia civil o policía, una bolsa en la que metía todo lo que necesitaba cada vez que salía a pasear por el pueblo y una memoria que le permitía desgranar —con una voz ronca, agrietada por los años y los cigarrillos, y un hablar pausado e ininterrumpido, como de salmodia— los episodios más desagradables de su biografía con la indiferencia de quien se sabe ya a salvo de todo porque no tiene demasiadas cosas que perder. Lectora compulsiva, aunque su voracidad iba variando según la época del año, tenía en un altar a John Kennedy Toole y Herman Hesse, y despreciaba a los escritores que, según ella, se obstinaban en llenar páginas que no habían vivido ni pensado. Había encontrado en El lobo estepario la historia de su vida, y las existencias ficticias de las novelas le procuraban una razón de urgencia para sobrellevar la suya propia. Me contó todo eso durante los dos días que pasamos juntos en su territorio de las montañas de Ponga, pero recuerdo especialmente la confesión que me hizo la última noche, antes de despedirnos, en la terraza de un bar, ateridos por la gélida noche de octubre mientras bebíamos sendos gin-tonics: «Si no fuera por los libros, yo ya me habría suicidado.» Luego se levantó de la silla y se fue alejando poco a poco hacia su casa, y vi cómo se iban disolviendo sus andares renqueantes entre las brumas nocturnas del invierno. Desde entonces me habían ido llegando muy de cuando en cuando noticias suyas. El pintor Adolfo P. Suárez, que fue quien me la presentó y quien nos acompañaba en aquel fin de semana que va quedando cada vez más alejado en el tiempo, me llama ahora para comentarme que la ha invitado a pasar unos días en su piso del viejo barrio de pescadores y voy a visitarla. Ha pasado más de una década y la encuentro envejecida, sentada en una butaca de espaldas a una ventana que da a la calle y enrocada en un silencio que en parte se emparenta con la timidez y en parte con la fatiga. Me pregunta de vez en cuando cómo me van las cosas, qué tal anda mi vida, y voy sabiendo por Adolfo —ella asiente mientras lo escucha— que ha procurado leer todos los libros que he venido sacando y que se ocupó de enseñar a todo el pueblo el artículo en el que una vez hablé de ella en un periódico. Ríe cuando nuestra conversación evoca instantes estrambóticos o pintorescos, o directamente inconfesables, y nos fundimos en un abrazo sincero y apretado cuando llega la hora de la despedida. Ella se vuelve mañana a su hogar en las montañas y no sé cuándo volveré a verla. Aquella noche de otra época, cuando también se perdió por los senderos intrincados después de beber el último sorbo del gin-tonic, le deseé en silencio toda la suerte del mundo. Me alegra ver, después de tantos años, que conserva intacta su capacidad para ir bregando con las vueltas del camino.

El abuso del consumo

"Consumir un contenido, en su acepción más literal, equivaldría a agotar algo que se encuentra dentro de un recipiente, igual que quien se come todas las frutas de una cesta"

Leo en una red social a personas que aseguran «consumir contenidos» literarios, musicales o cinematográficos en vez de decir que leen libros, escuchan discos o ven películas. Es propio de cada época adoptar un lenguaje que, consciente o inconscientemente, define sus hechuras y maneras, y me temo que la nuestra está del todo rendida a los dictados de un modelo que interpreta el mundo como una simple mercancía y reserva a las personas un papel más o menos privilegiado en función de su capacidad y su voluntad adquisitivas. Los verbos «leer», «escuchar» o «ver» remiten en primera instancia a los sentidos y, después, a la facultad de otorgar una interpretación a lo que perciben éstos, lo que es tanto como decir que son palabras en las que se define nuestra esencia humana o animal. El verbo «consumir», en cambio, denota uso, destrucción, gasto, y el sustantivo «contenidos» se arrulla en una ambigüedad semántica que desprovee de razón a aquello que se pretende mencionar sin darle un nombre específico. Consumir un contenido, en su acepción más literal, equivaldría a agotar algo que se encuentra dentro de un recipiente, igual que quien se come todas las frutas de una cesta o bebe el agua de una botella, y la expresión da a entender que, una vez concluida la acción —o «consumada», por hacer un juego de palabras—, quien la ejecuta se olvida y pasa a otra cosa igual que si no hubiese ocurrido nada, da por amortizado lo hecho y se concentra en lo que aún está por hacer. Aunque tal cosa ocurra a veces, se supone que no es lo deseable cuando uno abre un libro, o sintoniza una determinada canción, o se sitúa delante de una pantalla para atender a una serie o un largometraje, porque algo dejan o deberían dejar dentro de nosotros, aunque sea sólo la resonancia difusa de una idea, un deslumbramiento momentáneo cuyo resplandor fugaz evocaremos a veces, el mero recuerdo del placer o la aversión que nos procuraron. Asumir con el lenguaje que el arte pasa por uno como tantos otros asuntos banales que despachamos igual que un simple trámite es degradarlo y es simplificarnos, abdicar de nuestra condición de criaturas complejas, dar por bueno ese papel de autómatas que nos reservan para que de ahora en adelante atravesemos las olas sin romperlas ni mancharnos, asépticos en el goce y resignados ante los tropiezos. No creo que vivir consista en eso.

Los balances

"Gente que llegó y gente que se fue, bienvenidas y adioses que se suman a otros anteriores y a los que se incorporarán los que aún falten por venir"

Pese a que sepamos bien que el año concluye realmente en el verano, y que el nuevo ciclo arranca irremisiblemente con la llegada del otoño, la lógica arbitraria del calendario convierte los días finales de diciembre en víctimas inevitables de balances y propósitos. ¿Qué puedo decir yo del año que termina? Bastantes cosas, no sé si todas buenas. Entre las más evidentes, puedo reseñar que publiqué otro libro y estrené una pequeña obra de teatro, que abandoné el trabajo que me ocupó durante los cuatro años anteriores y que comencé a asumir una nueva tarea que cristalizará, espero, en 2024. Eso bastaría a grandes rasgos, imagino, pero también ocurrieron otras cosas que no querría alejar de mi memoria. Por ejemplo, que vi cómo se ponía el sol tras las espaldas de la Acrópolis y escuché los lamentos de Deméter y Perséfone; que durante dos semanas residí en la primera planta de una torre en la Toscana y escuché el arrullo de las corrientes del Arno cuando fluyen bajo el Ponte Vecchio; que observé el amanecer sobre el Panteón de Agripa y fracasé en mi propósito nunca enunciado de ir cruzando de orilla a orilla del Tíber por todos los puentes de Roma; que recorrí los pasillos de bibliotecas centenarias y retomé mi antigua costumbre de bañarme en el mar en las jornadas soleadas del verano; que contemplé cómo despuntaban en la noche las torres de una catedral y que volví a calles que hacía mucho que no pisaba y que me reencontré con gente a la que llevaba demasiado tiempo sin ver. Por lo demás, nada muy particular: gente que llegó y gente que se fue, bienvenidas y adioses que se suman a otros anteriores y a los que se incorporarán los que aún falten por venir. Un año más o un año menos, en función de cómo quiera mirarlo cada uno, y no hay más, y ya es bastante.

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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