No vivo semanas gloriosas, ni tan siquiera ligeramente emocionantes. Supongo que es por llegar a la treintena, como montarse en un montacargas que solo tiene permitido avanzar en línea recta por unos raíles nada profilácticos. Quizás se pueda describir como un estado ecológico. Envejeces, crecen tus medios económicos, a un ritmo proporcionalmente inverso al que pierdes conocimientos, porque te dejas atrapar por una rutina en la que el sentido de la responsabilidad te ata. Una cosa en la que abundan los nudos diseñados para sujetar a todos esos que se creen distintos, que quizás lo sean, pero que lucen igual cubiertos con el pijama naranja de engranaje grasiento.
Abro los ojos a la noche de forma automática, y no los abro como antes, con una idea en la mente, con un libro, con un proyecto. Abro los ojos a la noche y ya. Me divierto conduciendo hasta llegar al trabajo. Me reto a pensar en mis libros durante la hora que dura el trayecto. O si no, al menos a escuchar la letra del disco de Sharif. Pero no hay manera. Estoy bien congestionado, tengo un nudo en cada hemisferio, y me obsesiono con mejoras minúsculas en el trabajo.
Escribo por las noches, un rato, unas líneas, es mi verdadera profesión. Lo otro es lo que les cuento a los demás. Por eso, cuando tengo que eutanasiar a un pobre pez al que otro le ha devorado la cola le pido perdón. Intento que muera de la forma más pacífica posible. Y me pregunto, mientras miro ese cuerpo mitad violeta, mitad amarillo, que qué coño sabré yo de la muerte. Por mucho que la vea, un vivo no entiende nada de la muerte y solo tiene conjeturas absurdas, como las que tenemos de la luna. Imaginamos cosas. ¿Puedo pedir perdón por algo que no conozco? ¿Imaginan lo que es respirar en el espacio? ¿Imaginan lo que es que todas las neuronas de su cuerpo dejen de enviar los delicados y hermosos impulsos eléctricos que los mantienen leyéndome? No digan que sí, háganse el favor.
Supongo que trabajo por amor. Igual que vivo en estos Estados Unidos por amor. Un amor merecido. Y hay pocas razones mejores que esa. Sobre todo si es un amor real, uno capaz de sortear tus instintos rebeldes. Porque no faltan las veces en las que me sienta uno de esos pequeños ineptos, sucios y devaluados anarquistas. Un anarquista sobre el papel, y a veces ni eso. Más bien un caótico traspapelado. Es un amor distinto el que me lleva a sacrificar a un pobre pez, no tiene nada que ver con el amor que me hace dormir cinco horas al día. Y eso me alivia en parte, porque me cuenta que sigo vivo. Y quizás también me odie un poco, o me odie mucho, por estar ahí, delante del pez, por ser yo quien está. Pero pienso que prefiero ser yo a que sea otro, alguien a quien no le importe el pequeño pez de arrecife. Porque a mí me importa, y aunque no sepa por experiencia propia lo que es dormir en la luna, puedo creerme que el respeto por la vida que siento importa.
Cuando conduzco en la madrugada de Miami, con la autopista casi desierta, invento relatos y es cuando más vivo me siento. Luego quiero escribirlos, por la noche, pero regreso seco, marchito. Por ese motivo un buen escritor maestro mío no tuvo en toda su vida un solo empleo. De lo contrario, hoy no sería quien es, y quizás hubiera dejado alguna mancha de sangre en el techo de cualquier despacho.
Hay poesía en mi cotidianeidad. En usar la ciencia, la tecnología y la excusa de la conservación para crear caprichos. Eso es poesía. Es poesía mi interés juvenil por la Edad Media, y comprender que aún vivimos en el mismo sistema medieval, solo que renombrado. Es poesía, es triste y es divertido. Porque da que escribir. Aunque sean balbuceos que solo yo entienda. Pero sepan disculparme: cuando uno emplea su tiempo de sueño en escribir no guarda obligación más que consigo mismo, y es el lector el que debe encontrarlo. Sin rencor, sin amor, sin protección. Tiempos mejores ya fueron, señor.
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