Donde nació el esperpento
Desde que hace unos cuantos años el poeta José Manuel Gallardo me llevó por primera vez al Callejón del Gato, en el transcurso de un paseo errático por las callejuelas que conforman el corazón del Madrid más arquetípico, procuro caer por allí siempre que ando por la ciudad y mis asuntos me permiten esa tregua mínima. Llevaba bastante tiempo sin darme el capricho —creo que desde que a finales de 2019, en vísperas del sobresalto pandémico, pasé por allí con Víctor Amela y echamos el rato fotografiándonos ante los cristales deformantes— y me encuentro esta noche con que frente a los célebres espejos han instalado una escultura en honor de Valle-Inclán. Tengo la costumbre de sacarme fotos con don Ramón María siempre que me sale al paso. Lo hice en Pontevedra y en Vilanova de Arousa, y también en el parque compostelano de la Alameda y en uno de los claustros de la Academia de España en Roma. Me la hago también esta noche en que me lo tropiezo en el rincón que situó como escenario de uno de los momentos más importantes de la literatura española. Ocurre en la escena duodécima de Luces de bohemia, cuando un agónico Max Estrella trata de regresar a su domicilio en compañía de Don Latino y advierte reminiscencias goyescas en la realidad que se refleja en las vidrieras encorvadas de ese resquicio madrileño. «Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el esperpento», y después: «El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada.» Nunca estaremos seguros de si Valle inventó el esperpento o se limitó a descubrirlo, incrustado como estaba éste en todos y cada uno de nuestros poros sin que lo advirtiéramos. No deja de ser, a fin de cuentas, una de las manifestaciones que cobra eso que llamamos ficción y que no es otra cosa que el subterfugio que la humanidad ha ingeniado para conferir alguna explicación a esta cosa rara de vivir, en este caso deformando hasta lo grotesco los contornos de eso que llamamos realidad para devolvernos un reflejo que, a través de la exageración de sus vicios, propicie de algún modo la búsqueda de sus virtudes. A Valle hay que volver siempre porque están en él muchas cosas que conviene descubrir o recuperar, según el caso, y sus aportaciones se revelan siempre bendecidas por el don de la oportunidad, como este reencuentro con su efigie en el Callejón del Gato, sin duda el lugar más indicado para darse de bruces con alguien que tuvo la desgracia de conocer los sabores más amargos de la vida y la lucidez necesaria para convertirlos en carne de fábula, materia resistente al tiempo en la que no podemos dejar de reconocernos.
Tipologías de la Feria
Paso dos horas firmando en la caseta que Galaxia Gutenberg ha instalado en la Feria del Libro de Madrid. Es la primera vez que afronto este trance en solitario y la experiencia me proporciona mimbres suficientes para establecer tres o cuatro tipos de perfiles a la hora de clasificar a las personas que veo desfilar desde mi taburete en el interior del habitáculo. Están, en primer lugar, quienes caminan entre las casetas sin prestar especial atención ni a las librerías ni a las editoriales —se puede decir que su intención primordial es darse un simple paseo por el Retiro, lo cual es absolutamente irreprochable— y, como mucho, se sientan en la terraza de alguno de los bares provisionales que jalonan el Paseo de Carruajes. Vienen luego los lectores que acuden en busca de uno, es decir, los que por compromiso o interés se acercan al firmante con el ejemplar correspondiente bajo el brazo y se lo tienden para obtener su rúbrica acompañada de una dedicatoria que será más o menos cariñosa en función de la relación que los una o, si se trata de absolutos desconocidos, a partir de las palabras que las circunstancias les permitan cruzarse en ese mismo instante. Son, sobra decirlo, los preferidos por quienes escribimos y también por los libreros y los editores que tienen la generosidad de darnos cobijo en sus dominios. Hay un tercer grupo donde se inscriben los lectores que andan a la caza de otros libros, que no tienen la menor idea de quién es la persona que firma en ese instante y que tampoco están interesados en averiguarlo, como certifican sus miradas distraídas y la nula atención que prestan a los libros en cuya portada luce, orgulloso, el nombre de uno y que ellos contemplan de pasada, con la misma desgana con que observaría un león hambriento el paso de una hormiga. Su actitud nos permite a los escritores ser conscientes de nuestra insignificancia y proporciona una cura de humildad radicalmente necesaria para mantener los pies anclados en la tierra, mucho más si en la misma caseta manifiestan su interés por títulos de los que nosotros, leídos como decimos estar, desconocemos casi todo. Podría pensarse que son éstos quienes conforman el grupo más descorazonador —siempre desde la perspectiva de los autores—, pero hay un cuarto grupo cuyos componentes resultan muchísimo más inescrutables e inquietantes. Son aquellas personas que pasan por la caseta y que, al descubrir que en ella hay un escritor autografiando sus libros, se acercan sin disimulo. Desde el otro lado de la barrera, se los observa con una cierta esperanza —puede ser que el título o la ilustración de la portada hayan atraído su atención, que el nombre de quien lo firma les suene de algo o que hayan leído ya alguna de sus obras anteriores; que se decidan a comprarlo, en suma—, pero ésta se va quebrando en pedazos de manera progresiva en cuanto se repite, invariable, el mismo modus operandi: sin mediar palabra, toman el libro entre sus manos, echan un ojo a la portada y lo giran luego para comenzar a leer la contratapa, que inevitablemente abandonan después de uno o dos segundos; luego abren el volumen al azar, ojean algunas páginas; por último, van a la solapa, observan con detenimiento el rostro de su autor, apartan luego los ojos del libro para mirar directamente a la cara de éste —que en esos momentos también los observa a ellos con una gota de sudor deslizándose por su espalda—, vuelven a escrutar después la fotografía y algo más tarde la portada, dedican una última mirada al sufrido firmante —que a estas alturas ruega en silencio para que sigan su camino y pongan fin a tan sutil suplicio— y, tan en silencio como llegaron, depositan el libro de nuevo sobre el mostrador y continúan el rumbo que llevaban como si no hubiese pasado nada, sin duda desconocedores de la tortura psicológica a la que durante unos minutos han sometido a un pobre autor que, inmerso en un mar de dudas, los observa alejarse con la certeza de que esos pocos pasos que han dado desde que decidieron pasar por alto su libro han sido suficientes para hacerles olvidar incluso que éste existe.
El ilustre ausente
Gracias a las buenas artes de Lorenzo para la confraternización, terminamos formando un grupo bien heterogéneo que encuentra acomodo en un restaurante japonés de la calle Ibiza cuando cierran las casetas de la Feria del Libro y quienes las atienden se ven en la obligación de celebrar el fin de otra jornada dichosa, pero extenuante. Se sientan a nuestra mesa cuatro editores, un periodista famoso y el director de una revista literaria. Hay una persona que no está porque no vive en Madrid y no tenía compromisos que lo obligaran a estar hoy en el Retiro, y se convierte en el gran ausente desde el mismo momento en que los distintos temas que adopta la conversación terminan confluyendo en él. La razón de este fenómeno radica en que todos los presentes, en mayor o menor medida, hemos tenido trato con él y no dudamos en ponernos de acuerdo en dos cuestiones: es un gran tipo y ha escrito la que sin duda quedará como una de las mejores novelas de este año y, probablemente, de la década. El escritor ausente es Ignacio Martínez de Pisón y el libro que merece nuestros elogios entusiastas es Castillos de fuego, donde viene a componer un fresco poliédrico y fascinante de la primera posguerra a partir del retrato colectivo de un Madrid que es resumen y epítome de España, en tanto que foco donde convergen y se conservan las miserias y las canalladas propias de aquellos primeros compases de una dictadura infame, pero también los gestos de bondad y la virtud que en ocasiones constituían la única forma efectiva de rebelión ante una realidad inhóspita. Es una narración a la vez triste y luminosa, de ésas cuyos ecos resuenan en la conciencia cuando se cierra el libro y permanecen en la memoria sus historias y sus personajes, y un caleidoscopio que acierta a poner negro sobre blanco los rasgos que definen esa idiosincrasia nuestra que acaso sea universal, pero que la crudeza de nuestra guerra nos hizo asumir como propias e inexportables. Un libro que, al dar fe de otro tiempo, la da también del nuestro y confirma a Pisón como uno de esos escritores respecto a los que uno sólo puede congratularse de ser su contemporáneo.
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