Apetece presentarse a las puertas del cielo, si es que existe, para aporrear sus tablones y exigir una respuesta. Javier Marías, el escritor universal hasta el tuétano, se ha ido para siempre. No habrá nueva novela suya, no la habrá. Pienso que mi rabia es colectiva, que quienes crecimos vertebrados por su prosa compartimos un luto enrabietado, una ira huérfana. Era muy pronto para despedirlo.
Marías, como Nabokov, repasa la zanja de lo vivido. Hace ya unos seis años, en compañía de la fotógrafa Victoria Iglesias, que consiguió arrancar una sonrisa de su rostro y una fotografía excepcional, lo escuché decir que la vida es aquello “que pasó o nos hicieron”. Aquella frase, dicha al vuelo, me taladró, hasta el punto de retomar una novela en la que no creía y que publiqué un año después y que me permitió compartir con el maestro muchos territorios comunes.
A Marías le debo todo lo importante. Nunca pude decírselo, al menos no de forma directa. Compartimos mesa, pero jamás me atreví a dirigirme a él en estos términos. En 2021, cuando se anunció un Nobel que yo pensaba que sería suyo y no se le concedió, escribí un alegato y una queja. Él me hizo llegar una carta pulcra y correcta. Estaba tecleada a máquina y la acompañaba una firma. Me emocioné. Nunca le pedí que firmara un libro porque quise mantener la compostura para que me concediera una entrevista. Jamás la obtuve. ¿Y para qué? Si lo más importante lo aprendí leyéndolo.
Marías era Marías, y lo será siempre. Día tras día, cuando me extravío y me ahogo en la pagina en blanco, cuando quiero dejarlo todo, vuelvo a cuatro autores: Cervantes, Borges, Eliot y él. Marías ha muerto. Una piedra gruesa de rabia se me atraganta. Aprieta tanto que hasta me duele la cabeza. Suena exagerado, lo sé, pero no me importa decirlo. A mi rabia solo la mitiga el consuelo de volver a sus novelas. Él será siempre mi abrevadero.
Recuerdo una mañana de febrero, con un sol brillante y una temperatura varios grados bajo cero, en la que caminé hasta la sede de la academia del Nobel en Estocolmo. Acudí allí, convencida de que él sería el próximo en español. Tuvo razón él al llamarme ingenua en la carta que me hizo llegar. Por un sendero muy distinto al de aquella correspondencia, ahora entiendo a lo que se refería. Y eso me embravece aún más. Este mundo blando, que se desvanece por momentos en el espíritu de la turba, debe volver a leerlo. Javier Marías, rey de Redonda, es y será la firma que nos alimentará y el antídoto contra la zafiedad.
Mi gratitud no mitiga la ira ni la tristeza. Pero es tan cierta como su rotunda obra. Cuando apriete el frío y el miedo, volveré a sus libros, buscaré cobijo en su prosa aventajada. Y si alguna vez regreso a Estocolmo, cruzaré ese puente lleno de cisnes para reprochar a la Academia sueca su sordera y su ceguera. Ha muerto un monarca… y no sé contra quién empuñar una espada para pedirle cuentas a la vida, que a veces es miope, frívola y caprichosa al llevarse a los que más necesitamos.
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