Ha pasado lista Andreu Jaume a las opiniones vertidas estas primeras semanas de 2022 sobre el Ulises, de Joyce, obra de la que se cumplen cien años y que tiene en nuestro país a este profesor y crítico como especialista de guardia. Ha pasado lista en un artículo, digo, donde iba poniendo a un lado a los “detractores” de la novela y, al otro, a sus lectores satisfechos, siendo que los primeros le han parecido a Jaume “divertidos” en su ignorancia y los segundos “valientes” en su obediencia. Yo figuraba entre los primeros.
Tengo —dicho sea sin gran afán de que me crean, dado el contexto— un enorme respeto por Andreu Jaume, y no son pocos los libros con prefacio, introducción o prólogo suyo que he leído con sumo gusto; de hecho, sin saltarme ese texto anticipador, como suele ser en mí habitual. Desde la Obra selecta, de Cyril Connolly, a Cartas de cumpleaños, de Ted Hughes, he ido dejándome orientar por este “editor, traductor, profesor, poeta y ensayista”, según el exhaustivo repertorio de sus capacitaciones que se despliega a pie de foto cada vez que publica un texto en prensa.
En principio, se diría que lo que hace Andreu Jaume en su pieza es calibrar cómo va la relectura del Ulises en nuestro país, poniendo, claro, suspensos y aprobados según su consideración a los lectores relapsos, y concluyendo que la obra de Joyce sigue funcionando de forma instantánea en la penosa labor de sobreexponer a los cretinos y confirmar a los clarividentes, como parece que ha sido la gran función social de esta novela en los últimos cien años. “Incluso Benet nunca dejó de manifestar en sus ensayos el respeto que le infundía Joyce como escritor”, leemos, en curiosa necesidad de procurarse un añadido respaldo.
El problema, amigos, es que esta lista resulta ridícula, y muy inconveniente para el propio Joyce. O sea, a Aloma Rodríguez, JA Montano y Rodrigo Fresán les gusta el Ulises, y a Arcadi Espada, Daniel Arjona y Alberto Olmos no… ¿Y? Que los primeros “atinan” y los segundos “no mantienen la altura del debate” (en perífrasis). Muy excitante. Y que “las obras del modernism, como algunos sospechábamos, vuelven a ser tan subversivas e incordiantes como el día que nacieron”. Les reconozco que esto último me cuesta creer que se diga en serio.
La demoledora realidad es que los cien años del Ulises son noticia, efeméride más bien, y que con algo hay que rellenar el periódico, la columna o la colaboración, y tocó hacerlo sobre el libro de Joyce. A nadie, fuera de las 24 horas justas en las que se cumplen 100 años justos del Ulises, le importa lo más mínimo esta obra, no ya como incordio o subversión: ni siquiera como tema de conversación. La prueba la da el propio Andreu Jaume al considerar que mi opinión sobre el Ulises significa algo. O la de mi amiga Aloma, o la del bueno de Montano, o la de mi también amigo Daniel. Así, cuatro amigos, y Fresán, y Arcadi, ganándose el pan con un artículo cuya motivación es la misma que la de nuestro anterior artículo sobre el triunfo de Chanel en el Benidorm Fest (a saber: escribir de algo) constituyen la fascinante medida del gran debate crucial sobre el Ulises, de Joyce, en España. No hay ningún debate sobre el Ulises, de Joyce, en España. Es una momia cultural que se pasea por las provincias de la inteligencia, a ver si aún consigue, en territorios de muermo y baja autoestima, escandalizar a alguien, como las tetas de Rigoberta Bandini.
Dejando al margen maldades concretas del artículo, y los fondos de prejuicio, enemistad y bandería que lógicamente llevan a Andreu Jaume a citar unos nombres y no otros, en ambas trincheras de su polémica imaginaria, es oportuno deslizar aquí una discrepancia que, desde que leí su prólogo al Ulises, tenía yo pensado difundir. En resumen, creo que Andreu Jaume sostiene una visión perfectamente equivocada de la historia de la literatura.
Su tesis al defender el Ulises o, en términos más amplios, el modernismo anglosajón, apunta a ciertos clichés académicos cuya originalidad se marchitó hace tiempo en aras de circular como versión oficial del experimentalismo literario del siglo XX. Esta tesis nos dice que el siglo XIX agotó determinada fórmula para la novela (la que encuentra su cima en Tolstoi o Flaubert, en suma), y que los escritores la abandonaron desde los años 20 para poder narrar un mundo nuevo de forma efectiva. Así, los novelistas detentarían cierta santidad cultural, como benefactores manifiestos con sus obras de la especie humana, pues su única preocupación sería que su tiempo resultara retratado con justeza en los libros, y así hacer mejores o más conscientes de sí mismas a las sociedades donde viven, y a las sociedades venideras, condensando sus crisis, dilemas y derivas morales en obras eternamente dialogantes.
Esta tesis es un disparate muy bien armado, en efecto. Primero, porque olvida que, sin ir más lejos, el Ulises se publicó el mismo año que 24 horas en la vida de una mujer, de Stefan Zweig, y Siddharta, de Hermann Hesse. Estos tres libros no participan de “las muestras de fatiga de la novela para abarcar el mundo”, según sentencia del propio Jaume cuando da a entender que la novela tradicional (digamos) acabó en 1922, a excepción (esto es cosecha mía) de los best sellers de cada época; es decir, de lo que sea que escriban los malos escritores y se venda y se lea más en un momento dado. Es falso: siempre hay grandes escritores trabajando sin innovación alguna al lado de los geniales innovadores de la narrativa. ni el nouveau roman ni OULIPO acabaron con esa fórmula supuestamente ya impracticable de la novela. De hecho, 24 horas en la vida de una mujer o La busca son libros más vivos hoy que el Ulises, más leídos, más estudiados, con muchas más posibilidades de perdurar otros cien años. Nadie en su sano juicio diría que Zweig o Baroja carecen de la proyección cultural de Joyce.
Y, segundo, lo que ignora esta visión académica de la innovación literaria, con enorme candidez, debo decir, es la pulsión autoral. La única preocupación de un escritor ambicioso es pasar a la historia de la literatura, es decir, la inmortalidad a través de la obra. No existe, en rigor, crisis espiritual de amplio espectro que le lleve a uno a escribir una obra en respuesta a agotamientos estéticos interseculares, cambios sociales inenarrables según fórmulas pretéritas o epifanías filosóficas aún no trasladadas a la novela. Es más sencillo: se escribe para distinguirse. ¿Qué puedo hacer para que mi novela sea distinta de todas las demás novelas? Cuando no asiste la fuerza del relato (que es lo que atesoran Zweig, Conrad o Maugham), sólo queda el impacto de la forma. No es la sociedad la que le pide al autor una novela sin puntos ni comas, que se desarrolle en un solo día, que despliegue una estructura inmobiliaria o que carezca de personajes; es la vanidad del autor (huelga decir que a mí me encantan estas novelas rarísimas o artificiosas o arriesgadas, por cierto).
Sin embargo, el impacto de la experimentación literaria va atenuándose con los años, bastan unas pocas décadas para que sea domesticada, volviéndose de hecho una fórmula más en el catálogo de herramientas narrativas disponible para cualquier autor. Al cabo, muchas de estas obras revolucionarias acaban reducidas a su condición instrumental o incluso circense, que es lo que sucede con el Ulises, que hoy nos parece (a los cretinos) un circo de tres pistas al que sólo acuden los lectores impresionables (hasta los 23 años de edad), los escritores con mucho mito fosilizado durante la infancia y la adolescencia y los que tenemos que entregar un artículo mañana.
Tengan por seguro que, en los próximos cien años, no verán ustedes un artículo más sobre el Ulises. No ya mío: de nadie.
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