Todos conocemos los últimos días e incluso los últimos instantes de la vida de Cayo Julio César, general, dictador, pontífice máximo del colegio de sacerdotes de la religión romana, el más importante de los augures, el que siendo el hombre más influyente de Roma no fue capaz de hacer caso cuando se encontró, en un paseo por el Foro, días antes de su muerte, con un simple adivino que le dijo: “¡Cuídate de los idus de marzo!”. Y el mismo día de su asesinato, cuando se dirigía al Senado, se volvió a encontrar con el arúspice, que le dijo: “¡Los idus han llegado!”. Incluso quedaron para la posteridad sus últimas palabras cuando reconoce a su hijo y le dice: “¡Tú también, Bruto, hijo mío!”, poco antes de expirar.
Julio César, como vencedor de la guerra civil contra Pompeyo, decidió que el Senado le nombrase, una vez más, dictador. Esta vez el nombramiento es por un periodo de diez años, cuando siempre se nombraban por seis meses. Para los amantes de las antiguas costumbres en materia de gobernación, este nombramiento de César como dictador perpetuo constituyó un ultraje. Poco a poco, los enemigos y los descontentos urden una conspiración para acabar con Julio César y así evitar que pueda abolir la República y restaurar la monarquía. Los conjurados se convencen de que la única solución para evitar ver a César coronado es acabar con su vida. Deciden que “el asesinato del dictador no es un trabajo para esclavos o soldados. Es un acto político que debían llevar a cabo solo los políticos”. Acuerdan que lo matarán entre todos los miembros que forman la conjura —para ello llevarán escondidos en los pliegues de su ropa los puñales— y así convertirse en salvadores de Roma y la República. Todos los que participaron en el asesinato consiguieron, durante un breve lapso de tiempo, sentirse salvadores de la República romana.
La muerte de Julio César tuvo un efecto contrario al deseado. En primer lugar, se creó un vacío que se llenó de turbación. En segundo lugar, se desató una guerra civil larvada de los partidarios de la venganza contra los asesinos, sus cómplices y simpatizantes. Cuando quedan pocos asesinos por cazar, Octaviano y Marco Antonio inician entre ellos una guerra por el poder. En tercer lugar, se evitó coronar a un monarca, pero se terminó entronizando a un emperador. Librarse de Julio César no proporcionó las libertades que buscaban. El gobierno de Roma impulsó un triunvirato formado por Octaviano, Marco Antonio y Lépido, hombres más próximos a César, con el objetivo de ocupar el vacío de poder.
Esta es la historia de una venganza para la que se organizó una caza despiadada: no importaba el tiempo empleado, ni los medios, ni cómo ni de qué manera se consiguiese. El fin lo justificaba todo. Octaviano, heredero legal de los bienes de César, se puso al frente de la inmensa cantidad de romanos que querían una venganza cruel y sangrienta. Esta mayoría estaba compuesta por los soldados de las legiones de Julio César, además de los votantes de Roma, que adoraban al dictador y del que esperaban las recompensas prometidas. Octaviano, como legatario de César, supo ser generoso con el pueblo y con los soldados de su padre adoptivo, y se ganó su lealtad al pagar a todos las recompensas prometidas por Julio César.
Peter Stothard, para contar lo acaecido, elige como narrador a un protagonista secundario en toda esta tragedia, llamado Casio de Parma, que es un comparsa oportunista que estuvo en todos los frentes, luchó a favor de unos y luego cambió de bando, y del que el autor dice:
“… cayó en un complot incubado entre discusiones filosóficas que llevó a una conjura cuyos instigadores no coincidían en mucho más que en la necesidad de matar a Julio César y en el momento y el lugar en que el asesinato había de llevarse a cabo: los idus de marzo, durante la sesión del Senado”.
Casio de Parma vivió durante catorce años asediado por las pesadillas sobre su muerte. Incluso llegó a pensar que se olvidarían de él o le llegaría el perdón. Sin embargo, no fue así: un día llegó el vengador y le cortó la cabeza. Afirma Stothard:
“Con la decapitación de Casio de Parma se puede afirmar, sin lugar a dudas, que a la vez que cayó su cabeza cayó la República”.
A lo largo del relato de la caza de los asesinos se describe cómo se desarrolló la venganza. El primero que cayó en sus manos fue Cayo Trebonio, ex cónsul y general que luchó a las órdenes de César. Murió después de dos días de crueles torturas, a modo de anuncio a los magnicidas de que se les buscaba, para que fuesen conscientes de lo que les estaba reservado cuando cayesen en manos del verdugo. Desde el día en que tuvieron noticias de como murió Trebonio, los asesinos sufrieron un terror, en algún caso insuperable, que llevó a alguno a preferir cavar su propia tumba y ordenar a su esclavo que le clavara la espada y lo enterrara en la fosa.
Peter Stothard plantea el libro analizando los equilibrios políticos y sociales que llevaron a la conjura, al magnicidio, a la posterior persecución y ejecución de todos los declarados culpables, con independencia de que estuviesen manchados con la sangre de Cayo Julio César, o no, ese era un detalle menor. Lo que importaba era que los triunviros habían promulgado un decreto en el que se requería dar caza a los acusados, sin importar que fueran inocentes o culpables. La venganza debía ser ejemplarizante y aterradora. La persecución de los señalados como enemigos públicos fue jaleada por aquellos que no estaban en la lista. Desde ese momento nada volvió a ser igual en Roma.
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Autor: Peter Stothard. Título El último asesino. Traductor: Luis Noriega. Editorial: Ático de los Libros. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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