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Wolf Mun - Zenda
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Wolf Mun

I told my uncle one day I would make it. Now I don’t know what make it is, make it money or make it breaking… Porque resulta que mi madre me recordó que no es necesario hablar siempre de lo malo. Y aunque pienso que es necesario, sé que no es sano. Así que le...

I told my uncle one day I would make it. Now I don’t know what make it is, make it money or make it breaking…

Tenía la intención de comenzar este artículo con ese fragmento de una canción de Yelawolf. Y de hablarles de Alabama y la pena de muerte con nitrógeno. Y del coltán, cobalto, superconductores, caucho, El Congo, explotación, degradación ambiental y lo hermosos que son los aifon nuevecicoh, con ese brillo como de madreperla sacada de un espacio negativo… Y todavía lo haré, pero no hoy.

Porque resulta que mi madre me recordó que no es necesario hablar siempre de lo malo. Y aunque pienso que es necesario, sé que no es sano. Así que le voy a dar la razón, aprovechando que no sabe leer y nunca verá esto —no te preocupes, mamá, la tasa de alfabetización en España en adultos está rondando el 99%, es poco probable que el lector medio se crea eso de que no sabes leer, pero si fuera cierto tampoco estarías leyendo esto.

Por eso, en lugar de empezar con la cita anterior, empezaré con la siguiente:

If you knew today that you would die, pack your bags, and tell your friends one last goodbye…

Pues menos mal que dije que no iba a hablar de cosas “malas”, ¿que no? Bueno, para entenderlo escuchen la canción de Macklemore1 y me cogerán el ritmo. Tranquilos, que me pagan royalties2. O derechos. Que no están haciendo más ricos a un par de ricos. Aunque no es que eso le importe mucho a nadie. De lo contrario no tendría en mente escribir más adelante del asuntillo del coltán.

Antes de sentarme a escribir esta columna regresaba de un simposio por las calles desiertas3 de Miami. Ya sabrán, basura, pocos coches, relativo silencio, los mismos edificios —tengo comprobado que estos no se mueven. Pero atardecía de un modo hermoso. El cielo estaba medio cubierto de nubes que no sabían si ser azules o negras, si ser tormenta o volverse agua de paso. Y la luz del sol jugaba de esa forma tan caprichosa que por fuerza ha de tener algo más que una simple habilidad de teñir el vapor de agua de naranja. O de lo contrario no nos quedaríamos todos embobados con el mismo truco de siempre. Porque no somos tan simples, ¿verdad? Nosotros tenemos cosas como simetría bilateral, un sistema nervioso central, intrincados sistemas de transmisores químicos y receptores especializados. Cosas como Dopamina, Serotonina, Adrenalina, Tarjetas de Crédito y Quinina4. Todo esto nos dota de una complejidad cognitiva de orden superior. ¿Verdad?

Pues va a haber que replantearse el cuento este, que resulta que hay bichos tan simples como anémonas —que tienen el sistema nervioso perdío por ahí pa´allá, en ca dios— que producen algunos de estos mismos neurotransmisores. Sin ir más lejos, dopamina y serotonina. Ya saben, recompensa, regulación motora, control de las emociones, esascosas.

En otras palabras, los mensajeros responsables de controlar, regular y desencadenar todos los rasgos de conducta propios de la especie humana están también en bichos que no han oído ni hablar de lo que es un cerebro, una sonrisa o el sarcasmo.

Entonces puede que mi madre tenga razón y no debería hablar siempre de lo malo. O ser pesimista —que conste que yo lo llamo ser realista. Porque si una medusa —family de las anémonas— puede producir los mismos mensajeros que yo produzco cuando me deprimo, me angustio, estreso, añejo en el pozo de mis miserables penas como si el resto del mundo —y de aquí excluyo a la humanidad porque sí— no contara, quizás haga el gilipollas pa nah.

Que las bases moleculares de mis emociones no son únicas es significativo. Y del mismo modo, las bases de las adicciones humanas tampoco tienen nada de especial si formas de vida más “antiguas” y sencillas tienen la habilidad de generar respuestas parecidas a los mismos estímulos; esto es importante en una especie que se cree superior.

Ahora bien, el “mensaje” puede ser el mismo —el neurotransmisor de turno. Pero ¿implica eso que la lectura es la misma? Es bastante posible que nuestro órgano más sobrevalorado —no, ese no, que no lo tiene todo el mundo— haya desarrollado su propio circuito, en el que la impresión del mensaje se lea de forma magnificada y se complique, quizás innecesariamente.

“Má, este señor está diciendo que las bases neurofisiologícas del cerebro humano son innecesarias”.

Bueno, en realidad no, lo que estoy diciendo es: miren la incidencia de depresión, adicciones, violencia y estrés transmitidas por estas cositas llamadas neurotransmisores en la población humana. Y luego piensen que es posible relacionarse de forma mucho más sencilla con nuestro entorno y la vida, empezando por mirar a unos seres que quizás no puedan valorar una puesta de sol, pero que tampoco acabarán bebiendo, pinchándose, esnifando, ingiriendo o comiendo más de lo que les convenía5.

Esto tan tonto se puede aplicar y ramificar a muchas escalas.

Como dije antes, no soy una persona depresiva. Soy realista. Hasta puntos fríos de más. El problema es que mi realismo se agarra demasiado a la entropía y esta… es una cabrona preciosa, pero no deja de ser la calavera que sonríe porque no le quedan labios con los que articular otra cosa. Y esto, a quienes están equipados con la capacidad de ignorarlo, les suena, comprensiblemente, a negatividad.

Durante toda mi vida mi truco para hacer las cosas fue hacer sentir bien a mi madre6, mi abuelo, o quitarles preocupaciones. No saben lo que es criar una cosa como yo. La mayoría me habría ahogado en un saco. Yo mismo me hubiera ahogado en un saco. Así que ya que me era indiferente hacer cualquier cosa, como en efecto me es, aprendí que podía encontrar la descarga de serotonina con un elogio de mi madre, o con una sonrisa de mi mujer. Lo demás, títulos, dinero, y mierdas parecidas, me sudan un huevo. Si no tuviera estos pilares a mi alrededor, sé sin duda alguna que sería un Bukowski —me disculpo por usar esta referencia, pues me desagrada el club de fans de un nihilista ridículo aunque tenaz—. Escribiría y nada más. Ya que lo único que me sale verdadero es la necesidad de escribir, como el que vomita todo lo que ve y debe librarse de ello para sentirse limpio. Una sensibilidad impuesta.

Una  carrera como la mía —me refiero a la biología marina, dejemos la literatura de lado—, requiere formación y competición constante. Y esto exige tiempo, mucho tiempo. Y dinero, mucho dinero. Y relaciones sociales, muuuchas relaciones sociales.

Las dos primeras cosas no me agradan y sería más feliz sin saber que existen. La última de ellas es algo que sigo sin entender. Pero aún así lo hago. Porque garantizan un futuro algo estable, un poco más de opciones de escoger. ¿A quién? A nosotros. A mi mujer y a mí; y por mi madre, que tenga algo de tranquilidad. Y eso, el que me reconozca a mí mismo, aunque sea en plural, ya es mucho. El “yo” es un concepto ajeno, no proceso a ese nivel. Out of order.

Por eso, en esta tarde fresca del invierno miamense, mi cerebro libera los neurotransmisores que me proporcionan serenidad. Monoaminas de recompensa al entender que estoy haciendo todo lo que puedo por aquellos a quienes quiero. Por tener la suerte de una familia como la que tengo. Porque a pesar de no entender de relaciones sociales, de tener un amigo y medio, de ser negativo y frío hasta niveles escalofriantes, tengo aún el privilegio de contar con esos apoyos por los que moverme, por quienes ser mejor. Por los que sentarme a escribir esta columna —y por los royalties de las reproducciones de la música que les recomendé, denle fuerte al botón del play.

Un privilegio que no me hace único, no solo porque lo pueda tener en común con tantas otras personas, sino porque lo tengo en común, de algún modo exageradamente abstracto, con una sardina, un ratón de campo, o un tunicado.

Por más que suena a locura plantear de forma racional cómo puede ser posible que esas emociones que nos hacen creernos únicos tengan unas bases que no tienen por qué verse iguales en los demás seres vivos, pero que, como estamos empezando a aprender, usan los mismos colores.

Y eso, además de una locura, es biología y ciencia. Que de algún modo se vuelven y se muerden la cola constantemente, probando que nunca nos darán todas las respuestas, si acaso más preguntas. Preguntas que me ayudan a sentirme satisfecho, a pesar de saberme jodido, ante algo como una puesta de sol, la luz en las alas de los ibis que vuelven a la costa a pasar la noche, las largas barbas de peregrino colgando de robles y una familia a la que merecer.

Leches, sin pretenderlo he escrito una columna que suena a —escalofrío— autoayuda. Prometo no volver a hacerlo. Igual que prometo no volver a usar notas al pie de página7.

———————

1.- Ups, el título de la canción…

2.- No es cierto.

3.- En la medida en la que un supermercado se queda desierto a mediodía.

4.- Una, o dos, de esas no es una amina. Ea, a hacer los deberes, zagalicos, y a preguntarle a la Alessa.

5.- Si necesita que le diga que el valor a esta pregunta es cero, tiene un problema. O varios. Probablemente varios.

6.- Por favor, a partir de ahora, donde lean “madre” añadan “padre”, o al pobre le da una lipotimia; ola papasito.

7.- Una de esas dos promesas es falsa. Holi, editores web.

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Emilio José Serrano Loba

Me llamo Emilio José Serrano Loba. Soy murciano, así que ya es un milagro que sepa escribir. Hablar bien es otra historia. Soy biólogo marino en Miami. Mi carrera investigadora cuenta con un enfoque principal en biología evolutiva, teoría del caos y conservación animal. En enero de 2021 verán la luz, de forma escalonada, cinco novelas infantiles de mi autoría en España, América Latina y Estados Unidos; ese mismo mes, será publicada mi primera obra de teatro, en la revista Baquiana. @EmilioLoba34648

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