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Wokismo y cristianismo - Nicolás Melini - Zenda
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Wokismo y cristianismo, positividad y negatividad culturales

El escritor Alberto Ruy Sánchez, en su ensayo sobre André Gide, relata el proceso ideológico por el cual el intelectual francés comprende que el Comunismo no es lo que él cree. El título resulta esclarecedor: Tristeza de la verdad. Al visitar la URSS como invitado de honor —el Comunismo que se venera entre la intelectualidad...

Como ya he expresado en alguna ocasión, no hay ideas perennemente “positivas” o “negativas” (y no me refiero al uso común de positivo y negativo como “bueno” y “malo”). Una idea que en un momento dado lo es de gran progreso porque se opone a un sistema establecido —es decir, una idea negativa, negatividad respecto de lo preponderante—, puede ganar una positividad histórica inusitada, hacerse preponderante y, enseguida, conservadora. Nótese cómo, en este caso, conservadurismo no es negatividad y progresismo no es positividad. Muy al contrario, cuando la idea que era de negatividad progresista se vuelve de positividad y triunfa, deja de ser una idea de progreso, comienza a conservarse a sí misma, y puede volverse reaccionaria. Esto siendo la misma idea antes, durante y después, pero viajando de un signo a otro. Si además concurre el dogmatismo, es decir, si en esa idea se detecta que lo que antes era razonable se ha erigido en dogma y ya no resulta razonable salvo para los militantes, entonces podemos decir que el papel de la conciencia y el sentido crítico (la negatividad que se debe ejercer frente a las ideas preponderantes y, cómo no, ante las dogmáticas) ha cambiado de bando. Pero esto parece ser algo que difícilmente le puede entrar en la cabeza a alguien que se maneja por el carril de un sesgo ideológico. La idea de los propios es la “buena” se encuentre en un estado de negatividad o se encuentre en otro muy distinto, de positividad.

"La verdad siempre se encuentra un paso antes del dogmatismo, es decir, donde aún se puede colegir que no, que no se sabe, que uno no conoce nada de manera absoluta"

El escritor Alberto Ruy Sánchez, en su ensayo sobre André Gide, relata el proceso ideológico por el cual el intelectual francés comprende que el Comunismo no es lo que él cree. El título resulta esclarecedor: Tristeza de la verdad. Al visitar la URSS como invitado de honor —el Comunismo que se venera entre la intelectualidad francesa, celebrado por la izquierda occidental como excelsa conquista de la justicia social, y que él mismo había  enaltecido como tal—, Gide descubre que lo que se está produciendo en la URSS es de una expresión política de signo, cuando menos, dudoso. Al volver de su viaje escribió Regreso de la URSS, cuestionando los logros de la revolución, y ello lo convirtió en un apestado, en el paria más famoso de la intelectualidad francesa. Leyendo a Alberto Ruy Sánchez se entiende, además, que el escritor francés pudo hacer ese gran ejercicio crítico —y autocrítico— precisamente porque había abrazado las ideas comunistas aun sin la convicción de un creyente. Nunca dejó de ser un escritor para convertirse en un militante, ello le permitió ser capaz de dudar, cuestionar y cuestionarse, algo que no supieron o no quisieron hacer otros intelectuales de la época.

La verdad siempre se encuentra un paso antes del dogmatismo, es decir, donde aún se puede colegir que no, que no se sabe, que uno no conoce nada de manera absoluta, y, por lo tanto, todavía existe la posibilidad del replanteamiento de todo de nuevo. Otra cosa es la capacidad de detectar cuáles son los dogmas del propio tiempo y además atesorar la valentía y el talento para cuestionarlos rigurosamente: no es algo que se pueda hacer simplemente opinando. Lo que Alberto Ruy Sánchez describe en su libro es la épica del pensar, la épica propia de los que piensan, y en sus páginas se asiste a cómo una mente lúcida comprende sus errores y se enmienda (contra sus propios intereses) en pos de la verdad, que es lo universal.

"Aferrados a una misma idea, de manera acaso identitaria y dogmática, podemos pasar de ser progresistas a reaccionarios sin darnos cuenta"

La verdad es lo que debe ser dicho porque es lo propio del conjunto de los seres humanos. La verdad no es patrimonio sólo de quien la expele. Muy al contrario, la verdad pertenece a todos. Por eso el escritor que la enfrenta y expone realiza un ejercicio de gran generosidad, y precisamente por esa gran generosidad se le premia.

Por supuesto, sería un error pensar que hay que tirar a la basura aquellas ideas de progreso que, en un rapto histórico de inusitada positividad, dogmatizaron la realidad y produjeron el desastre. No es poco lo que felizmente queda en nuestro mundo de ideas que en algún momento se volvieron dogmáticas hasta el crimen (sin ir muy lejos, el Cristianismo y el Comunismo). Estas —las ideas que, en un rapto histórico de inusitada positividad, dogmatizaron la realidad y produjeron el desastre—, me parece, pueden ser muy valiosas mientras se mantienen en un estadio pre-dogmático. Desde luego son valiosas mientras se trata de ideas negativas respecto de las ideas preponderantes, y también lo son cuando, después de su éxito histórico y su probable catástrofe, se abandona su dogmatismo y quedan asentadas en la sociedad, atemperadas por el resto de ideas, en un momento post-dogmático o, si no, de “dogmatismo interior” (como es el caso de la gran mayoría de los feligreses católicos en la España de hoy).

Pero me parece muy importante eso: comprender que, aferrados a una misma idea, de manera acaso identitaria y dogmática, podemos pasar de ser progresistas a reaccionarios sin darnos cuenta y creyendo que sólo estamos siendo coherentes y leales y honestos con nuestras ideas, al mismo tiempo que infligimos o defendemos que se le inflija algún daño a los otros. Esto hoy lo estamos viendo mucho.

"Creo que hay que cuestionar seriamente los valores de estas ideas cuando se vuelven positividad, históricas, preponderantes, esto es, cuando dogmatizan desde arriba"

En mi caso, en 2022 me considero una persona muy en sintonía, culturalmente, con los valores genuinos del feminismo, el anti racismo, el elegetebismo y (aunque un poco menos), el ecologismo y el animalismo. Pero lo estoy, sintonizado, en su estadio pre-dogmático, es decir, en su estadio previo a la guerra cultural, el anterior a erigirse en lo que se ha dado en llamar cultura woke. Estoy de acuerdo con la no discriminación de la mujer y las personas LGTBI, con la necesidad de igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres heterosexuales, gays, lesbianas o trans, con no privilegiar al hombre sin razón, con el buen trato recíproco entre hombres y mujeres independientemente de cual sea su orientación sexual, y, en definitiva, con la buena educación; también me considero anti racista, en linea con las ideas que han promovido la igualdad de derechos civiles de los negros en EE.UU., una cuestión que, me parece, se defiende mejor con el ejemplo sencillo, haciendo amistad y familia con el “otro”, tanto los blancos con los negros como los negros con los blancos (el mestizaje); en cuanto al ecologismo y el animalismo, me parecen básicos los principios de no ensuciar el hábitat y no maltratar a los animales. Y estoy muy de acuerdo con los valores principales de estas ideas cuando son negativas y se oponen a lo establecido, por ejemplo, 1) lo establecido por el catolicismo (con Franco en el poder la bondad de esa oposición era evidente); 2) lo establecido por la iglesia ortodoxa (en Rusia se está atacando a Occidente precisamente acusándonos de ser abyectos debido a nuestro afecto por estas ideas, debemos ser conscientes de que nos identifican con ellas); o 3) lo establecido por el islamismo (en Irán, con las protestas femeninas contra la imposición del velo, se ha producido un buen ejemplo de negatividad transformadora del feminismo enfrentado a lo que prepondera, los ayatolás); 4) lo establecido debido a los intereses de parte de las multinacionales (es fundamental estar pendientes del cumplimiento de las leyes medioambientales por parte de las grandes corporaciones), y así podríamos continuar.

Sin embargo, creo que hay que cuestionar seriamente los valores de estas ideas cuando se vuelven positividad, históricas, preponderantes, esto es, cuando dogmatizan desde arriba, como suele suceder siempre en algún momento con los valores de cualquier religión.

"Los primeros judíos y cristianos ya estuvieron aquí, el antinatalismo no es nada nuevo"

De hecho, creo que el dogmatismo convierte en religión a estas ideas; en una religión no muy distinta de las anteriores. Si desde fuera de Occidente nos identifican con ellas, ya hoy son parte distintiva de nuestra cultura, ya hoy somos esas ideas. Y encuentro cierto paralelismo entre determinados aspectos de este momento occidental actual —en el que estas ideas van penetrando en absolutamente todos los ámbitos de la vida— y el tiempo remoto de los primeros cristianos.

En el siglo II, Celsus reprochaba a los cristianos que no quisieran formar familias. Curiosamente, hoy, en Occidente, muchos se creen modernos por no tener hijos, piensan que son ellos los primeros en la historia con esta idea, y tan contemporáneo les parece que creen que se debe al exceso de población, al cambio climático, al capitalismo, que es necesario contra todo ello. Estamos aquejados de un antinatalismo galopante, en parte debido a nuestro proselitismo en contra de la familia, también debido a la “problematización” de las relaciones hombre-mujer y a la creencia de que tener hijos limita la autonomía de las mujeres. Este proselitismo se está llevando a cabo especialmente por los defensores de la cultura woke, que es una amalgama que mezcla feminismo, anticolonialismo, antirracismo, elegetebismo y ecologismo anti cambio climático, con el anticapitalismo (todas estas ideas coquetean con la impugnación del sistema económico), para finalmente devenir en decrecionismo. Pero los primeros judíos y cristianos ya estuvieron aquí, el antinatalismo no es nada nuevo. Se trata de ideas, las nuestras de hoy, que amenazan con poner en jaque la totalidad de nuestro mundo, exactamente igual que lo hicieron las ideas de los primeros cristianos con la cultura grecolatina.

Celsus sanciona también que los judíos, provenientes de Egipto, abandonaron este debido a “su espíritu de sedición contra el Estado”, tras una “insurrección” y “por el desprecio que habían concebido de la religión nacional”. Hoy nos encontramos ante ideas que finalmente confluyen, en algún grado, en lo que nosotros conocemos como “antisistema”. Nuestro “espíritu de sedición” es contra el sistema mismo —que incluye al Estado, pero también y sobre todo a la economía—: se desprecia el capitalismo. Al culparnos a nosotros mismos del cambio climático acertamos (¿casualmente?) en la diana del sistema económico. El cambio climático antropogénico es una idea que viene a confirmarnos la pertinencia de nuestra inquina contra el sistema económico: es un jaque mate, decrecer o desaparecer, desaparecer o decrecer.

"Incluso hoy, nuestras sociedades avanzan precisamente gracias a la libertad que —mediante la democracia y el desarrollo del sistema económico— escapa al iliberalismo de la religión"

Que nuestro espíritu de sedición sea análogo con el de los antiguos judíos y los primeros cristianos, podría indicar que nos encontramos ante una pulsión universal, y que es algo que atraviesa la Historia.

En sus primeros tiempos, los cristianos no querían saber nada de las instituciones, no deseaban participar de la política ni servir en el ejército (insumisión). Esta es una de las cuestiones que Celsus esgrime contra ellos. Para él, los cristianos son un peligro social, además son maleducados e irrespetuosos. En ese momento, la posición de Celsus es prácticamente reaccionaria, ataca a los pobres cristianos. Otra de las cuestiones que esgrime contra ellos —tal como reza el texto de contraportada de la edición de Alianza que manejo de El discurso verdadero contra los cristianos— es el gusto de estos por “las profecías (cuyo determinismo implícito se opone a la libertad individual)”. Nótese que Celsus, aunque carga contra los de abajo, lo hace en defensa de la libertad de todos: ya no sería tan reaccionario. Aunque los cristianos creyesen estar “liberando” del paganismo y del demonio a la humanidad, ellos eran, en contraste con la cultura pagana, profundamente iliberales —entonces sólo unos pocos, como Celsus, lo vieron—, algo que hoy ya no nos puede sorprender, pues muestras de ese iliberalismo cristiano se han dado sobradamente a lo largo de la Historia. Incluso hoy, nuestras sociedades avanzan precisamente gracias a la libertad que —mediante la democracia y el desarrollo del sistema económico— escapa al iliberalismo de la religión.

Pero los más aventajados de nuestros wokistas anticapitalistas antisistema, finalmente decrecionistas, sí quieren saber de las instituciones, de su poder y de su financiación. Comparten, esto sí, con aquellos cristianos —además de que son iliberales—, una enorme “división” identitaria: se forman grupúsculos y se enfrentan (feminismo y movimiento queer, por ejemplo), o se cortocircuitan entre sí cuando entran en liza los valores de varios de los grupos, por ejemplo cuando toca elegir entre las premisas del antirracismo y las de la defensa de la mujer, o viceversa. “Después que se tornaron multitud”, dice Celsus contra los cristianos, “dividiéronse en sectas y cada una de ellas pretende formar un grupo aparte” (…) Se aíslan de nuevo de la gran mayoría, se anatematizan los unos a los otros, teniendo sólo en común, propiamente, el nombre de Cristianos, por el que todos luchan (…) En lo demás unos profesan unas cosas y otros otras”.

"En Occidente, un buen número de grupos identitarios, con intereses completamente diferentes, sin embargo coinciden en llamarse izquierda"

Hoy observamos cómo, en Occidente, un buen número de grupos identitarios —ecologismo anti cambio climático dogmático, feminismo dogmático, animalismo dogmático, anti racismo dogmático, elegetebismo dogmático—, con intereses completamente diferentes, sin embargo coinciden en llamarse “izquierda”, y cada uno de ellos es activo en la defensa de lo que le es identitario, pero, además, incorpora lo de los otros en cierto grado.

Los wokistas coinciden con los primeros cristianos 1) en que el motor de ambos es “la víctima” —víctimas son la mujer, los gays-lesbianas-y-trans, los racializados, los animales, los desfavorecidos ante el cambio climático, esto es: las víctimas de los movimientos de hoy guardan una similitud paródica con Jesús en la cruz y los mártires cristianos—; los wokistas coinciden con el cristianismo 2) en que cada uno de ellos hace palanca a partir de un “pecado original” —todos somos machistas desde que nacemos, hombres y mujeres, porque nos insertamos en el patriarcado, que es todo, no tiene ni principio ni fin en el mundo; no hemos podido hacer otra cosa que destruir el planeta desde que nacimos, todos dejamos nuestra huella de carbono desde el primer minuto de vida; el hombre blanco heterosexual es culpable de colonialismo, racismo, machismo y homofobia y no puede ocultar todos sus privilegios por serlo—; los wokistas coinciden con el cristianismo 3) en que quieren redimirse y redimirnos: de nuevo “la redención de la humanidad” —salvarnos del machismo, de la homofobia, del racismo; y también salvarnos salvando el planeta—; por último, los wokistas coinciden con el cristianismo 4) en que son “utópicos”, prometen un paraíso de igualdad que difícilmente podemos imaginar cómo sería de facto —¿en qué momento podríamos decir que hombres y mujeres somos iguales, cómo parecería esa igualdad, cómo la reconoceríamos; en qué momento estaríamos libres de racismo u homofobia, cómo pareceríamos de verdad iguales, sin posibilidad de introducir una cuña de demagogia que nos separe y desiguale para denunciar una nueva posible desigualdad entre nosotros?—.

En la sociedad que Celsus se encuentra, las ideas cristianas son negativas respecto de la asentada cultura grecolatina, pero esto no duró mucho. Por supuesto, resultó capital, como es sabido, el concurso de Constantino, que oficializó las ideas cristianas y marcó el camino de su imposición sobre todo lo existente. Las ideas cristianas pasaron a ser las que caían a todos desde arriba, desde el poder político. Sin embargo, también se percibe cómo, ya desde antes de Constantino, aquella negatividad de pensamiento contra lo establecido se venía transformando en una positividad histórica arrolladora: las ideas cristianas penetran en la sociedad, se extienden por todos los ámbitos, dominan sobre las demás ideas de un modo que se diría espontáneo y sin oposición posible. Eso es la positividad, algo que no tiene por qué ser “bueno”. Al contrario, también puede ser muy “malo” para muchos. En ese nivel de positividad, los individuos ni siquiera necesitan razonar para imponer sus ideas sobre las de los otros, no precisan  argumentar, de tal modo que las personas pueden plantear ideas insensatas siempre que se encuentren dentro del sesgo adecuado, el sesgo políticamente correcto, pueden manifestarse de un modo absolutamente irracional y, sin embargo, a pesar de la falta de razón, producir una espiral de silencio en los demás, obteniendo el éxito de que muchas personas, al detectar que esas ideas son las que ahora dominan, las adopten “por si acaso”, las abracen preventivamente, se conviertan a ellas por miedo. Ser buena persona era ser cristiano, como hoy lo es ser de izquierdas, y todo el que se manifiesta de derechas se convierte en sospechoso de no serlo.

"Ese iliberalismo se manifiesta cuando, de manera aparentemente arbitraria, una turba derriba y decapita una escultura"

En su libro La edad de la penumbra, con el subtítulo “cómo el Cristianismo destruyó el mundo clásico”, la historiadora Catherine Nixey comenta cómo, en tiempos de Celsus, los cristianos despreciaban a los filósofos, se negaban a debatir o simplemente respondían con alguno de sus dogmas: “Porque lo dice Dios”, y se quedaban tan anchos. Hoy se suelen producir respuestas dogmáticas similares: la idea de patriarcado es muy socorrida para zanjar cualquier tipo de diálogo sobre la situación de la mujer, dentro de esta idea no puedes moverte. Si entras, quedas cautivo y desarmado por su dogmatismo.

Siempre habrá, claro, unos pocos que lo consideren intolerable y se opongan desde el minuto uno, como Celsus, que, no olvidemos, pagó con la desaparición de su obra y hasta de su nombre a manos de los cristianos. Lo poco que sabemos que dijo ha llegado hasta nosotros por “tradición indirecta”, gracias a lo que otros dijeron, y de su identidad no nos queda más que el parco Celsus.

En cierto modo, esa transformación de las mismas ideas —de negativas a positivas— es lo que observamos en la actualidad en Occidente.  El iliberalismo woke se manifiesta mediante un Black Lives Matter que puede propiciar que un pequeño grupo de estudiantes negros de una universidad de EE.UU. se presente en el despacho del director y consiga que expulse a un profesor por unas declaraciones o algo que dijo en clase; o mediante un MeToo que puede traducirse en que alguien, públicamente pero de forma anónima, acuse a un músico de haber cometido una agresión sexual, provocándole una crisis de reputación y un daño moral, económico, personal, que en ocasiones ha llevado a la persona a suicidarse (caso Armando Vega, en México). Ese iliberalismo se manifiesta cuando, de manera aparentemente arbitraria, una turba derriba y decapita una escultura, pretendiendo —como los propios cristianos posteriores a Celsus— borrar el pasado. Se manifiesta cuando jóvenes activistas contra el cambio climático arrojan sopa de tomate o puré de patatas contra una obra de arte representativa de nuestra cultura (aunque no la dañen, es iliberal). De hecho, quienes defienden que ese tipo de performances políticas no son tan graves, se quejan de la “sacralidad» que parece que le confiramos a las obras de arte. Es decir, consciente o inconscientemente, la performance política consistiría en desacralizarlas. A nadie se le puede escapar que, una vez desacralizadas, no habrá el menor problema en que sean destruidas realmente, como hizo cualquier cristiano con las obras de arte anteriores a su ascensión al poder. Se manifiesta, ese iliberalismo, cuando una “Ministra de igualdad” ataca a la judicatura tachando a los jueces de machistas (un ad hominem), pretendiendo condicionar las decisiones de la justicia, si no cuando desde un ministerio, nada más y nada menos que de igualdad, se promueven legislaciones injustas, que privilegian a unos y desfavorecen a otros. Se manifiesta, su iliberalismo, cuando activistas “trans» impiden una conferencia en una universidad. Se manifiesta cuando se pretende que los hombres se sienten con las piernas juntas, que es un autoritarismo similar al de quien señala a una joven porque se ha puesto una minifalda: en ambos casos se trata de contener la sexualidad del individuo, que la joven no muestre sus muslos, y que el hombre no se espatarre ni mucho ni poco. Se manifiesta cuando alguien acusa de racismo a un periodista y se monta un escándalo hasta el punto de provocar que lo echen del trabajo (ese cobrarse una pieza, y luego ir a por otra).

"Poco a poco, escaramuza a escaramuza con cualquier excusa como razón, los cristianos fueron diezmándolos: su cultura fue borrada, destruida, desmantelada, sustituida"

Los ejemplos, por desgracia, en nuestra época, son tantos, tan constantes y variados —se producen a diario y muchos de ellos tienen reflejo en la prensa—, que no puede caber la menor duda de su carácter religioso. Aparentemente, es algo que se mueve solo, sin que nadie realmente lo dirija, aunque sí haya líderes, personas que hacen proselitismo, dan discursos, sermonean, adoctrinan, curan.

Claro que algunas de estas manifestaciones parecen menores, poca cosa en un mundo no exento de disparates de todo tipo, pero, por su naturaleza religiosa, es probable que su gravedad aumente. Tan solo cinco años atrás, en España nada de esto sucedía. Celsus no vio el auténtico desastre, fue posterior a él. Estas manifestaciones están muy extendidas, se producen por todo Occidente: EE.UU., Canadá, México, Perú, Argentina, Chile, Reino Unido, España, Francia… Y, tratándose de asuntos muy diferentes, sin embargo son de una categoría muy similar: cancelaciones, revisionismo, puritanismo, y, en definitiva, destrucción de aquello que represente ideas o expresiones o manifestaciones que se quieren censurar, abolir, hacer desaparecer… En ocasiones podemos estar de acuerdo con que una idea, una expresión o una manifestación sea denostada, pero el problema no es lo parcial, sino el conjunto todo, que tiende a la demolición de la cultura entera. Y, precisamente, la fragmentación de las ideas en postulados de distintas identidades, como en el caso de los primeros cristianos, convierte el asunto en inabordable, porque siempre habrá algo con lo que sí y algo con lo que no estemos de acuerdo: el militante anti cambio climático es hipersensible con todo lo que tiene que ver con ello, pero posiblemente lo es mucho menos con todo lo que tiene que ver con la igualdad racial o entre homosexuales y heterosexuales. Lo mismo nosotros, sin llegar al activismo, algunos de estos asuntos nos tocan más que los demás. Eso quiere decir que, unos por otros, la religión sigue tomando todos los ámbitos.

En La edad de la penumbra, Catherine Nixey describe paso a paso la espiral de violencia desatada en Alejandría: “La velocidad con la que la tolerancia se convirtió en intolerancia y, más tarde, directamente en represión, sorprendió a los observadores no cristianos”. Hay que recordar que los cristianos derribaban las estatuas de los dioses, cuando no las profanaban y cristianizaban rompiéndoles la nariz y cincelando una cruz en su frente. Profanaban y saqueaban los templos, se incautaban de lo valioso, destruían las edificaciones y continuaban a por otras. Una de las maravillas de la época, el templo de Serapis, cuenta Nixey, fue reducido a escombros por una turba dirigida por el obispo de la ciudad. Los no cristianos eran demonizados y nada podían hacer. Cuando se defendían, era peor. Poco a poco, escaramuza a escaramuza con cualquier excusa como razón, los cristianos fueron diezmándolos: su cultura fue borrada, destruida, desmantelada, sustituida.

Qué necesidad había de esto: aparentemente, ninguna. La convivencia era posible.

"Las ideas de los cristianos habían pasado de constituir una negatividad en oposición al sistema cultural de ese tiempo, a ganar una inusitada positividad"

De manera asombrosa, un grupo humano alejado de la élite, que se dedicaba a predicar entre la gente más pobre e ignorante (porque, según Celsus, era a ellos a los que se podía engañar), que denostaba el funcionamiento de las instituciones, que renunciaba a formar una familia, que deploraba la tenencia de bienes y hasta la práctica del comercio, que adoraba la pureza espiritual del ermitaño que se encerraba a rezar en una cueva alimentándose con un mendrugo de pan y un sorbo de agua cada día, que tenía como temidos pecados la soberbia, la avaricia, la ira, la envidia…Aquel grupo humano compuesto por personas leales a su fe, coherentes, íntegras (o fanáticas), que se dejaban matar antes que renegar de sus creencias… Los hombres de Jesús, palabra de Dios, amor y paz, muy pronto se convirtieron en un poder sectario de inusitada violencia. Y cómo no: soberbio, avaro, iracundo y envidioso para con sus congéneres paganos.

Catherine Nixey nos habla en su libro de los parabalanos del siglo V, unos hombres jóvenes, de baja condición, consagrados al servicio de Dios (“o, más concretamente, de sus representantes en la tierra”), que realizaban tanto obras nobles como lo más abyecto, constituyéndose en un perfecto colectivo mafioso. “Si molestabas al obispo de Alejandría, como bien sabían por su propia experiencia los ciudadanos, este mandaba a algunos de los 800 parabalanos que te hicieran una visita” (…) “”Terror” es la palabra utilizada en los documentos romanos para referirse a ellos”, dice Nixey. Además de derribar estatuas y destruir obras de arte, además de reducir a escombros un templo tras otro y de allanar las casas de los no cristianos en busca de cualquier vestigio de paganismo, también se “encargaban” de las personas. A veces, las hordas producían algunos muertos. Un conjunto de infortunios, difamaciones y confusiones ocasionó que esos parabalanos, en supuesta defensa del obispo, interceptaran a la famosa Hipatia, la hicieran descender de su carromato, la arrastraran hasta una iglesia y allí la asesinaran y despellejaran.

Fue todo un cambio de era que se produjo, como por medio de una bisagra de ideas, entre el tiempo de los filósofos y el conocimiento (un tiempo más tolerante, en el que cualquiera podía adorar a los dioses que quisiera), y el de los obispos cristianos que nada querían saber de conocimientos si estos no provenían de su único Dios.

Por alguna razón, pero que resulta inexplicable, las ideas de los cristianos habían pasado de constituir una negatividad en oposición al sistema cultural de ese tiempo, a ganar una inusitada positividad —en una aceleración de la Historia—, y, finalmente, a erigirse ellos mismos como regentes del nuevo sistema cultural (una revolución). Se pretendía una mejora moral de la sociedad, implícita y explícitamente, pero nada indica que esa mejora moral llegara finalmente. El resultado fue, cuando menos, ambivalente. A los obispos, sí, les fue muy bien. Además, al quedar denostadas la filosofía y las ciencias, se renunció a muchos conocimientos. Con el tiempo el cristianismo hizo grandes cosas, pero, con casi total seguridad, no superiores a las que hizo el mundo que había destruido. Sin embargo, volviendo a la mejora moral que hoy también se pretende, no creo que a nadie se le ocurra defender que, después del siglo V, tras la enorme revolución moral que se produjo, la historia nos muestre signos de que el ser humano fuera mejor, y mucho menos que mejorara un ápice moralmente. Incluso hoy sigue siendo un hecho sin probar que el ser humano sea capaz de mejorar moralmente, lo cual no impide que vuelva a haber mucha gente que crea que sí, que, mediante un fuerte moralismo, mejoramos y salvamos a la humanidad.

"Una de las cuestiones preocupantes de los retos culturales de hoy es, precisamente, cómo se trata de sustituir el conocimiento sólido por nuevas ideas carcomidas por la autoayuda"

Una de las cuestiones preocupantes de los retos culturales de hoy es, precisamente, cómo se trata de sustituir el conocimiento sólido por nuevas ideas carcomidas por la autoayuda; que se detecta un menosprecio del saber; que se denuestan como obsoletos valores que son fuertes, y que estos son remplazados, mediante una neolengua moralista o confundiendo el orden de las cosas, por valores que no lo son tanto. Todo ello se encuentra entre las querellas de Celsus contra los cristianos: “Se esfuerzan por desacreditar a la ciencia”, dice, “Los maestros de los cristianos ni buscan ni encuentran discípulos, sino entre hombres sin inteligencia de espíritu obtuso”. Y una cita más, que puede resultarnos contemporánea: “¿No se diría que están ebrios, quienes, entre sí, acusan a las personas sobrias de estar ebrias?”

Aquí, ahora, dejamos de hablar de “masculinidad” —demonización mediante— para tener que hablar de “nuevas masculinidades”; en vez de hablar de “proveer” y de “trabajar” y de “sostener” y de “mantener” y de “proteger” y de “cuidar”, evitamos utilizar “cuidar” y hablamos de “cuidados”, o, incluso, de “autocuidados”, erigiéndolos en valores que parecen englobar todo lo anterior; en el sexo, ya no somos “hombres” y “mujeres”, que es lo científico e histórico, y por tanto lo sólido, prefiriéndose ofrecer un listado de sexualidades a la carta con denominaciones de fantasía; la maternidad no es un valor en alza, y esto conlleva cuando menos un problema de madurez y de soledad en la vejez para las mujeres y para los hombres; las normas gramaticales (sólidas) del español se menosprecian y subvierten para obtener una neolengua impracticable —ni siquiera sus defensores son capaces de hablarla—, porque, cuando se intenta, se condiciona la comunicación hasta el punto de empobrecerla y producir incomunicación; se cuestiona, demagógicamente, que nos importen más las obras de arte que luchar contra el cambio climático, cuando la obra de arte la tenemos “en nuestras manos” (es un valor nuestro, de la humanidad, sólido), cómo comparar la obra de arte acabada y bella, definitiva —“Los girasoles”, de Van Goth—, con un cambio climático catastrófico que aún no ha sucedido: la humanidad no se ha puesto nunca realmente en marcha antes de que los hechos se produzcan, y cuando lo ha hecho con anterioridad, se ha tratado de superstición, del temor a una profecía, de ofrendas para que llueva y se produzca una buena cosecha. Es precisamente en ese vacío del tiempo adelante, sin base en la realidad porque los hechos aún no se han producido, en combinación con las limitaciones cognitivas de las personas, donde se ceba la ignorancia y se hacen las valoraciones más idiotas.

"Es posible que las ideas progresistas de las que venimos hablando hayan dejado de ser progresistas"

Que lo sólido se licúe de este modo es posiblemente un síntoma de decadencia social. Que las ideas de progreso opten por reeducar a los hombres para obtener hombres supuestamente más sensibles y considerados, cuando a la vuelta de la esquina podemos encontrarnos con una guerra y necesitar como sociedad justo lo contrario, no parece sensato. Que un gobierno autonómico presente un edificio construido “con perspectiva de género” debería hacernos saltar todas las alarmas aunque sólo fuera por su hilaridad. Esta misma semana alguien ha demandado a una persona por haber domesticado una salamandra, y la salamandra domada sin saberlo. Se han escrito libros y publicado artículos acusando al Museo del Prado de tener colgados “cuadros en los que se viola a mujeres”: y las ninfas pintadas, también, como la salamandra, ajenas a su propia violación, incluso a su propia corporeidad y existencia en la vida. Se han modificado aspectos en obras literarias clásicas para que nadie se ofenda, y se pretende que, para optar a los Oscar de Hollywood, las historias que cuenten las películas guarden un escrupuloso equilibrio de inclusividades. Se ha pretendido censurar libros infantiles y cada poco vuelve a saltar la liebre sobre ello en algún sitio. Se cambian programas lectivos para suprimir a los clásicos de la música clásica por ser blancos, confiriendo más importancia al color de su piel que a sus logros musicales.

Estos son sólo unos pocos ejemplos, se pueden encontrar cientos igual de significativos o incluso más.

Es posible que las ideas progresistas de las que venimos hablando hayan dejado de ser progresistas (que sí lo fueron mientras enfrentaron lo establecido), y, ahora, triunfadoras, positividad, debamos aprender a tratarlas de manera crítica. En este sentido, en España, mientras los intelectuales de edad más avanzada se limitan a señalar de vez en cuando su desacuerdo con lo que consideran insensateces —porque, por edad, les parece que ya no es una batalla que les corresponda librar—, una serie de periodistas que se declaran progresistas, progresistas liberales o simplemente liberales, en general un poco más jóvenes que yo, de unos 40 años, se han puesto manos a la obra a cuestionarlas, dando “un paso al frente” muy similar al que dio Celsus en su día, hasta el punto de dirigir sus carreras en parte por el nicho de mercado de oposición a los nichos de mercado en los que se desarrollan las ideas woke, un nicho de mercado de la información y la escritura que ellos mismos han fundado con su paso adelante.

"Hay hastío ante la irracionalidad y también ante la imposibilidad de detener esa irracionalidad mediante la razón"

Por destacar algunos de los españoles: la periodista Rebeca Argudo, el periodista y escritor Juan Soto Ivars, el Catedrático de Filosofía del Derecho Pablo de Lora, el escritor y periodista Edu Galán… En otros casos, esa confrontación talentosa de ideas, mediante el humor, la ironía, el recurso a los datos precisos que desmontan imposturas, hipocresías y falacias, proviene de la libertad de las redes, como es el caso de Sergio Candanedo, el youtouber que se hace llamar Un Tío Blanco Hetero, o se recurre a la precisión científica, como es el caso del Dr. Pablo Malo, psiquiatra, y su libro sobre los excesos de la moral, en su caso sin necesidad casi de mencionar quiénes están cometiendo esos excesos. Por alguna razón, son la psiquiatría y la psicología clínica las materias que están dando algunos de los mejores argumentadores en contra del pensamiento religioso woke: psicólogos clínicos son los canadienses Jordan B. Peterson y Susan Pinker, dos de los primeros que obtuvieron repercusión con estos temas en España, a partir de 2018.

Esta es una nómina muy talentosa. Sin embargo, en 2022 se percibe un cierto cansancio. A pesar del enorme talento desplegado para desmontar irracionalidades que parecen flagrantes, a pesar de que poco a poco se ha ido dividiendo la opinión pública y ya no existe la unanimidad que existía en 2018 a favor de estas ideas, las ideas woke prosiguen su paso. Es como si nada pudiera detenerlas. Y esto es posible que se deba a su carácter religioso. Hace unos días, Sergio Candanedo expresaba su frustración diciendo que alguna vez esto tendrá que parar, que la estulticia no puede durar para siempre. En los mismos días se ha escuchado a Soto Ivars hablar con asombro de que la gente no entienda que se encuentra ante disparates. Y Alejandro Zaera-Polo, decano de arquitectura cancelado en la Universidad de Princeton (en entrevista con Rebeca Argudo) ha afirmado estar convencido de que “esto se va a acabar”. El cree que “ya ha llegado al cenit y ahora va a ir hacia abajo. La situación es tan disparatada que tiene que caer por su propio peso”. Igual que Celsus. Hay hastío ante la irracionalidad y también ante la imposibilidad de detener esa irracionalidad mediante la razón. También lo había en Celsus.

Por ello me parece probable que, cada cierto tiempo, asistamos a una nueva ola de corrección política, y, con la participación de todos, también de los que se opongan, estas ideas continúen avanzando y tomando todo lo existente, como lo hicieron las ideas cristianas. Y mucho me temo que tal vez no haya alternativa más que la observación y la crítica, pero una crítica por resistencia, necesaria para preservar la libertad propia, mientras se pueda, ante algo que nos excede, y, probablemente, acabe pasándonos por encima, o, si no a nosotros, a los siguientes.

Esto que digo, claro está, es un arriesgado juicio de valor. No me cabe la menor duda de que es imposible predecir lo que sucederá en adelante con estas cuestiones: y es que, además, resulta del todo imposible que en nuestra imaginación quepa, visto lo visto, una mínima noción de lo que podría llegar a suceder.

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Nicolás Melini

Nicolás Melini (La Palma, 1969), es autor de una quincena de libros, entre los que se encuentran las novelas cortas El futbolista asesino, La sangre, la luz, el violoncelo y El estupor de los atlantes (esta última traducida al francés y al georgiano), libros de cuentos como Pulsión del amigo y Talón, y de poemas como Cuadros de Hopper y Los chinos. Ex programador de La noche de los libros y en la actualidad director del Festival Hispanoamericano de Escritores, reside entre La Palma y Madrid. @MeliniCoLaPalma

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