Wendy Guerra es una de las autoras más celebradas de la narrativa cubana actual. Traducida a dieciocho idiomas, en Francia, donde ha sido distinguida como oficial de l’Ordre des Arts et des Lettres, la aplauden con entusiasmo desde la traducción de su primera novela, Todos se van (2006). A este lado de los Pirineos, donde ha colaborado en los principales diarios, tampoco le faltan reconocimientos. El mercenario que coleccionaba obras de arte, su última novela, acaba de llegar a las librerías. Publicada por Alfaguara, es mucho menos ficticia de lo que parece. El mercenario en cuestión es un tipo que aún vive bajo falso nombre. Tras la lectura de su peripecia pueden concluirse muchas cosas. Y es seguro que, entre esa variedad de conclusiones, no falta aquello que observan los menos dogmáticos respecto a la revolución en su concepto más amplio: el destino último de todos los revolucionarios—empezando por Robespierre— es el de ser policías, policías de la revolución. Exactamente igual que fueron policías de lo establecido anteriormente quienes les persiguieron a ellos cuando hacían la revolución.
—¿Crecer en un régimen político que tiene uno de sus pilares en la delación es beneficioso para escribir buenas novelas de espías?
—Nada que ahogue a un ser humano, de su nacimiento a la madurez, puede ser beneficioso. Todas las tragedias humanas, los holocaustos y conflagraciones, desatan y desatarán a lo largo de la historia el infinito, terrible drama que, al repasarse, se cuentan como parte del archivo histórico de un país, de un continente, de un universo dislocado. Solo sus protagonistas conocen el alto precio de vivirlas para luego ser contadas. Es la narrativa del trauma, algo que marca al autor, como ha marcado a sus contemporáneos.
—El mercenario que coleccionaba obras de arte no es sólo un thriller de espionaje. En su presentación en la feria de Guadalajara usted dijo que, entre otras cosas, también es una novela de amor. De hecho, en la primera página, se mezclan el semen y la sangre en cierta pulsión erótica.
—Yo no lo escribí como un thriller, pero me gusta cómo cada lector va armando su visión estructural de la forma mientras se adentra en el contenido. Cuando entrevistaba al personaje real, sentí que eran sus propias circunstancias, la guerrilla y el misterio que encarna su destino, incierto y complejo, quienes debían guiar el entretejido de géneros y estilos. Adrián Falcón está más allá de cualquier categoría, rompió el límite y solo el amor puede calmar, un poco, su neurótico andar por las ruinas espirituales de un continente deshecho. Solo el deseo saca lo mejor de sí mismo. No importa que su contrapartida sea también un monstruo: el amor le hace bien y cura buena parte de la ruta narrativa que ambos, Valentina y Adrián, se dignan a transitar. Ésta es una novela que va más allá de ella misma, una novela que padece a sus protagonistas y va alterando libremente su morfología a medida que sus circunstancias lo necesitan. El erotismo del riesgo, la pérdida del pudor, el salto cotidiano a un abismo físico insondable cada vez más peligroso, es parte importante de este universo. Recordemos que las guerrillas y las sociedades cerradas son casi siempre endogámicas y promiscuas. El hacinamiento produce conductas sexuales específicas, y un círculo de lujuria donde jugar al duro y al desnudo, rodeado de testigos, es parte del combate carnal diario.
—Adrián Falcón, falso nombre del verdadero protagonista de su novela, llega a ser el último eslabón de Reagan, un condottiero de la CIA, porque a su padre lo fusiló Fidel Castro. Puesto a leer su peripecia, he creído percibir su escepticismo más absoluto como autora. ¿Me equivoco?
—No soy una persona escéptica, creo que hay que nombrar los síntomas y entenderlos como los entiende un patólogo cuando se sienta ante su microscopio y encuentra una zona bordada de tumores. Ahí no puedes permitirte resquebrajarte, llorar o desestabilizarte. Tienes que hacer tu diagnóstico, enfrentarlo y huir del melodrama. Estos son los problemas de mi continente, de los hombres que hicieron la resistencia de las revoluciones, de los que hicieron sus revoluciones y también, por qué no, de los que se quedaron con los brazos cruzados permitiendo crímenes de lado a lado. ¿Qué le queda a un autor? Narrarlo con limpieza y sentido común. Escepticismo es una cosa, miedo es otra. Son temas necesarios, y hay que enfrentarlos con valor y sin aprensión.
—¿Todos los villanos son tan encantadores como Adrián Falcón?
—Cada villano parte de su referente humano, y como tal posee características disímiles. Cualquier actor prefiere interpretar a un villano por la riqueza que imprime la maldad y la terquedad a este tipo de personajes. Si logras captar las capas, dobleces y el complejo sistema de pensamiento de estos seres, tendrás a cambio un buen antihéroe, creíble y nítido, un ser para citar y recordar.
—¿Es un deber de nuestro siglo —o al menos una tendencia— desmitificar las ideologías que monopolizaron la legitimidad moral o la libertad en la centuria pasada?
—No creo que sea un deber, es un resultado histórico natural, parte de la deriva social. Cada canon crea un contra canon. Ninguna sociedad es intocable, toda sociedad está ahí, expuesta y lista para ser narrada al contacto con sus peripecias o sucesos a lo largo de la gráfica del tiempo. Shakespeare, Salinger, Victor Hugo, Anaïs Nin, todos escribieron sus obras transitando por las venas de la sociedad que les tocó vivir.
—¿Es Cuba el gran espacio para perder la fe en la revolución socialista?
—Es la izquierda europea quien necesita levantar una y otra vez ese faro de fe. Nosotros, sin embargo, no podemos continuar posando para las izquierdas, sacrificándonos en nombre de algo que nos resulta inamovible, un ideal, una utopía rota, un salidero ideológico que hace mucho tiempo dejó de ser lo que el mundo necesita que sea. Somos lo que ves. Si la izquierda europea comiera lo que come el pueblo cubano, lo que le dan cada mes por la libreta, parara el trabajo para encontrar medicinas o para transportarse cada día, dejarían de exigirnos ese paquete de fe. El problema es que aquí todo el mundo mira la pecera con asombro, pero no quiere lanzarse al agua a vivir el rol, la dura vida de los peces tropicales en el socialismo cubano.
—¿Cómo cree que acogerá la izquierda española, que tiene en la guerrilla latinoamericana un auténtico dogma de fe, y en el Che Guevara a todo un santón, El mercenario que coleccionaba obras de arte?
—Yo no escribo para las izquierdas y mucho menos para las derechas. Mi generación está cansada de esos meridianos. Vivimos entre Trump y Maduro, nada de esto parece ser coherente. Estos modelos no nos sirven más. Escribo para aquellos que desean leer una literatura verosímil, perecedera y tan arrojada como la vida misma que a todos nos toca transitar. Mis libros no son noticiarios, se trata de literatura.
—¿Esa belleza, en cuya búsqueda cabe suponerle porque colecciona obras de arte, es la redención del mercenario?
—El mercenario sabe que ya no habrá redención. Los ríos de sangre, el recuerdo de los muertos, su fragmentada relación con las hijas, la venganza en nombre de su padre, son prueba irrefutable de que ya no hay vuelta atrás. Yo huyo del melodrama, y Falcón me lo hace fácil, pues reconoce su horror y no lo mitifica. Se dice a sí mismo mercenario, y así enfrenta sus demonios. He aquí el verdadero valor del personaje: el no negar sus crímenes y respetar a sus enemigos enfatiza su complejidad que llega a su momento más álgido al develar su extraña obsesión por el coleccionismo, por el arte, por comprar la belleza con el dinero ganado en un combate. Todo esto desconcierta al lector: lo odias con todas tus fuerzas, pero también se convierte en un personaje terriblemente complejo del que no hay forma de salir.
—“Patria o muerte”, “Libertad o muerte”… El culto a la muerte y al martirio es común a todas las ideologías…
—Ideologías, religiones, estados fundamentalistas usan la muerte como una forma de reafirmación. Eso es sin duda el mobiliario esencial de una cárcel ideológica compleja. Morir por un ideal versus vivir por un ideal.
—Nadie duda que los ricos y los imperialistas son la mismísima encarnación del mal. Pero y los pobres, los parias y todo eso… ¿son tan buenos como nos quieren hacer creer los mesías que ponen en marcha las revoluciones, y sus correspondientes baños de sangre, en aras de la emancipación de los desposeídos?
—Estamos demasiado grandes ya para creer en buenos y malos. Esto no es una telenovela de Televisa donde el pobre roba o el pobre ayuda y el rico mata o el rico lleva una casa de beneficencia. Esos modelos no nos sirven. Buenas y malas personas, manipulaciones dentro de causas honestas, grietas en el carácter o en la integridad de un ser humano, de esto trata el doloroso y descompuesto destino de las revoluciones y sus contras en nuestro continente.
—Suele usted decir que no es periodista, pero que aprendió a hacer preguntas mientras la interrogaban en Cuba. ¿Se refiere a la policía política?
—A los programas de la Televisión Cubana, donde no puedes hablar de todo y donde por hacerlo en el pasado ya no soy bienvenida. Las conversaciones con las diferentes personas que dirigen con terror ciertas instituciones cubanas, seres desprovistos de verdadero poder, bateadores emergentes que descubren en el periódico de mañana el titular de su destitución. Todas esas preguntas sin respuestas y todas esas respuestas con consecuencias forman parte de un cuestionario infinito, de un modelo referencial que ayudó y marcó el pulso de mi trabajo preliminar con Adrián Falcón. Sobre la policía política, que en mi país consta de un ejército enorme donde todos vigilan a todos, no es un simple departamento, es una isla con el ojo de Polifemo vigilante día y noche, yo escribí una novela, Domingo de Revolución. Allí estarían todas las claves.
—Parece ser que, con anterioridad a la publicación de la novela, habida cuenta de la clandestinidad en la que aún vive su verdadero protagonista, usted personalmente vivió situaciones dignas de un thriller de espías. Fue conducida a lugares con los ojos vendados y todo eso.
—La verdad de la verdad está escrita en letra invisible, flota debajo del iceberg. La literatura no trata de aspavientos o de martirios, trata de resultados, y al lector poco le importa el proceso. No somos delatores, somos escritores. Para todo lo demás se encuentran los servicios policiales y de inteligencia del mundo entero, cada vez más concatenados y estructurados. El miedo pasa, el arrojo queda bordado en las páginas del libro. Hay que resistir. De otro modo, ¿cómo comunicar todo lo que se dice en este libro?
—¿Cree usted, como Leonardo Padura, que la imagen de Cuba está estrechamente ligada a su novelística?
—Creo que la literatura ha sustituido, con verosimilitud y agudeza en muchos casos, lo que otros medios dentro de la isla no se atreven a contar. Los periodistas cubanos que trabajan para el Estado viven en otra Cuba, en una Cuba donde no hay problemas y se cumplen las metas y no hay hambre ni presiones políticas. La vida pasa en blanco y negro, cámara lenta, con una canción de la Nueva Trova, como si nada. Los titulares de los periódicos cubanos parecen sacados del cine soviético: «Sin novedad en el frente». Los autores literarios, en cambio, hemos heredado el papel de iluminar lo que otros pretenden oscurecer. Nuestra obra será parte de la documenta histórica esencial para la reconstrucción de este malentendido histórico. Así le llamaba mi madre a la distancia entre teoría y práctica, fatal proceso de puesta en escena de la utopía revolucionaria.
—Su relación con García Márquez, como su alumna en la escritura de guiones en el Instituto Superior de Arte de La Habana, parece haber sido una de las grandes influencias de su vida.
—Hoy es 6 de marzo, cumpleaños de Gabo. Él ha sido un referente trascendental para los autores latinoamericanos. En mi caso, salvó mi vida en medio de un país que él hizo suyo y que empezó a entender de otra manera a través de mi problemática diaria como parte de un pueblo muy alejado del poder y sus circunstancias. Su protección y su modo sutil de ampararme marcó otro modo de entender su relación con Cuba. Fue algo mágico conocerlo, y hasta hoy siento su hechizo poderoso iluminar mis caminos, por complejos o intransitables que resulten.
—No parece sentirse muy a gusto bajo la etiqueta de novelista caribeña que le ponen algunos comentaristas colombianos.
—Las etiquetas no importan. La obra habla por sí sola.
—Tiene un poco abandonado su canal de YouTube, su Wendy Guerra Channel. Hace once meses que no sube nada a él.
—El canal es algo que hago en mi tiempo libre. Por ahora es complicado tener ese momento para dedicarme a filmar y editar imágenes de La Habana o de mi isla.
—Se la celebra mucho más en Francia, en Italia y, por supuesto en España, que en su país. ¿Sigue el pueblo cubano ignorando a sus escritores, como aseguraba en una entrevista concedida en el Festival de Literatura de Mantua?
—En Italia no tengo mucha presencia, digamos que no es el país donde he tenido más suerte. Francia sí, allí hay un público cautivo maravilloso. En Cuba no existo, me han transparentado. La censura es el arma más fuerte que tienen aquí contra las ideas.
—Desde la edición de sus diarios en la Transición, que en España coincidió con el paroxismo de la revolución sexual, a finales de los años 70, en nuestro país apenas habíamos vuelto a oír hablar de Anaïs Nin hasta que usted nos la recordó en su Posar desnuda en La Habana (2010)… Háblenos, por favor, de su interés por ella.
—Éste es uno de mis libros más queridos. Encontrar a la autora en su ruta cubana ha sido un deber como autora, como mujer y como ciudadana habanera. Ella es infinita, como sus diarios. La recreación, la imaginería, el modo apócrifo con el que fui hilando mi investigación sobre ella durante 12 largos años me hizo encarnarla y escribir con humildad su posible historia cubana. Anaïs y yo tenemos algo en común: un padre, una isla, un diario y un universo narrativo complejo pero abierto, interactivo, reconstruible. Amo el modo en que ella hizo de su vida un eterno diario abierto, sin expurgar.
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