Ilustración: La salita. Equipo Crónica
Cuentan que aquel otoño de 1964 andaba Warhol agasajando hígados ajenos por una de esas fiestas truculentas en su estudio de Manhattan cuando apareció Dorothy Podber con su gran danés. Fotógrafa famosa por captar con maestría lo efímero, eso que los modernos llamaron el happening, y miembro de la Factoría del propio Andy, la estrafalaria Podber se definía a sí misma como «una mala persona». Sus excentricidades no conocían límites: lo mismo era capaz de representar la famosérrima escena de Psicosis por las calles de Nueva York que le daba por pasear a un leopardo por Central Park. Llegó, incluso —ya saben que la línea entre la excentricidad y la maldad es fina—, a practicar un aborto clandestino con sus propias manos o a montar una empresa de limpieza para robar drogas en los hospitales. El caso es que aquel otoño del 64, en la fiesta de Warhol, Podber lucía unos guantes blancos «para disparar». La sorpresa de los asistentes fue mayúscula cuando entre sus guantes de piel encontraron un revólver, que segundos más tarde detonó cuatro disparos que fueron a parar a cuatro cuadros de Warhol, quien asistió a la escena con espanto.
Esta semana, una de aquellas serigrafías tiroteadas ha sido subastada por la casa Christie’s de Nueva York, con el rostro de Marilyn como protagonista. Si bien ha habido cierta decepción ante la cifra alcanzada —apenas ciento noventa y cinco millones de dólares, una mieja, que dicen en Segovia—, la realidad es que se trata de la obra moderna que más dinero ha recaudado en subasta, superando a una de las pinturas de la serie de Les femmes d’Alger, de Pablo Picasso, que alcanzó los 180. Es decir, Warhol pasa ya a ocupar el escalón más alto del prestigio artístico moderno. Mientras, días atrás se subastaba un Velázquez en la sala Abalarte de Madrid. La pintura alcanzó los cuatro millones, y apenas tuvo repercusión el asunto. Si uno lo compara con el despliegue de flases, titulares, marketing, público, obra escrita y comentarios que ha generado la venta de la Marilyn de Warhol, casi puede echarse a llorar. Para el imaginario popular, Warhol es hoy superior a Velázquez.
Decía Ortega entre las páginas de La deshumanización del arte que, en aquellos primeros años del siglo XX, la cultura estaba alejándose de la gente, y en torno a las vanguardias estaba produciendo obras ininteligibles como marca de prestigio. Un siglo más tarde, sin salir de términos orteguianos, el arte está buscando refugio y prestigio en la masificación. Es decir, bebe cada día más de eso que ahora llaman «cultura de masas». Los críticos beben champagne frente a retratos poperos, en los suplementos triunfan obras de ínclitos periodistas, el canon lo conforman ahora influencers. Si un futbolista publica una novela ilegible, éxito asegurado. Si una actriz es retratada por un tipo con mal gusto, éxito asegurado. Si se destroza una pintura por una mala restauración, pero el resultado funciona en Instagram, éxito asegurado. Si un tiktoker esculpe una figura sin base, éxito asegurado. Y se produce también el efecto contrario: toda obra que no tiene su eco en la cultura de masas pasa desapercibida. Sea Rubens o Picasso. No hablamos de obras populares, sino de obras técnicamente malas. Por cierto, en la misma subasta se vendió una obra llamada Not Picasso, de Mike Bidlo, por más de un millón de dólares. En fin.
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