La escritura habla por nosotros. Es una marca, una suerte de identidad propia que intentamos sugerir al deslizar el cálamo por el papiro, el bolígrafo por el folio o las yemas de los dedos por el teclado, tanto da. Pensaba en la anécdota cultural con la que da comienzo esta columna cada martes, y me viene a la mente Valle-Inclán cuando decía aquello de que visitaba México porque se escribe con x, una manera de expresar que se mueve por arcaísmos, que hay algo de raíz, de esencia hispánica en aquel país que hemos perdido a este lado del océano, y que se refleja perfectamente en una simple grafía. O en Juan Ramón Jiménez y aquella ortografía loca, plagada de jotas donde no tocaba, símbolo de la rebeldía que necesitaba representar el de Moguer. De nuevo, la identidad de quien no se deja moldear por las normas, de quien pretende escapar de lo establecido.
Vuelve la tilde al adverbio «solo», vuelve la libertad. O al menos eso pensamos los que lo tildaremos hasta que la muerte nos arrebate esa pequeña virgulilla de nuestras frías manos. Y vuelve la libertad, pese a que tendremos que aguantar a los neoinquisidores de siempre con sus frías razones, con sus argumentos sin alma: no tildéis el adverbio, porque si tildamos todo lo que es susceptible de ser ambiguo, entonces tildaríamos todo el discurso, blablablá. Son meros autómatas, hablantes técnicos que tienen una ortografía por corazón, caminantes blancos que ciñen todo su comportamiento al dictado de la norma. No comprenden que esa tilde hace ya mucho tiempo que dejó de servir para desambiguar nada. Es un rasgo de la personalidad, una especie de melancolía necesaria, un recuerdo fugaz de lo que fuimos.
Comentaba en redes hace unos días la gran María Campos, traductora, editora y sintildista, que la mala ortografía es hoy una estrategia de pertenencia a grupo. Hablamos de jóvenes que escriben así de manera deliberada, suprimen mayúsculas, signos de puntuación, cambian las «q» por la «k», se vuelcan en la oralidad, etc. Y me parece bien, ahí puedes ver a Rosalía o a C. Tangana dirigiéndose a los suyos en estos términos. ¿Y quiénes son los nuestros? Los solotildistas pertenecemos a una dulce estirpe de románticos que se aferran a la tilde como al símbolo de una vieja educación perdida, cuando se educaba en pizarras negras y no en tablets; cuando los libros eran el único soporte para el aeropuerto, para el vagón del metro o para esa primera cita en la que nunca aparecía el amor de nuestra vida. Allí donde se tildaba el adverbio no había calidad en el aire, ni vinos con nombre ensayo metafísico, ni miedo a los pangolines, la Selección de fútbol siempre perdía y el mesón se imponía al gastrobar. Era otra vida, y la Academia, con su decisión de remarcar lo libres que somos a la hora de tildar, nos ha abierto de nuevo la puerta a él. Porque la tilde en «sólo», como la «x» de Valle o la «j» de Juan Ramón, es una manera de estar en el mundo… y es la nuestra.
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