Otro dos de febrero, el de 1709, hace hoy trescientos trece años, para el marinero escocés Alexander Selkirk es un día de suerte. Subido al Cerro del Yunque, el pico más alto de la isla Más Atierra, en el archipiélago de Juan Fernández (Chile), oteando las aguas del Pacífico, como lleva haciendo los últimos cuatro años, con una esperanza cada vez más débil, en busca de la vela de algún barco, ve asomar en el horizonte el palo más alto del Duke. Apenas se cerciora de que el pabellón con que navega no es español, enciende un fuego cuyo humo habrá de llamar la atención de la tripulación.
Para merecer semejante castigo, a Selkirk le bastó con hacer a Stradling una desafortunada observación. Después de haber integrado una pequeña flota corsaria comandada por William Dampier, con la que abordaron todas las naves españolas que avistaron, e incluso intentaron saquear el puerto de Santa María (Panamá), el Cinque Ports había quedado maltrecho. Así las cosas, cuando atracaron frente a la playa de Más Atierra, Selkirk instó a su capitán a tomarse allí el tiempo necesario para las reparaciones. Como Stradling no lo consideró oportuno, su segundo le insistió aduciendo que, de no hacerlas, preferiría quedarse en la isla. Ni corto ni perezoso, Stradling le tomó la palabra.
Para que su subordinado tuviese tiempo para reflexionar sobre los problemas que acarrea poner en duda a bordo de un barco la autoridad del capitán, lo bajó a tierra provisto de unas mantas, un mosquete, un hacha y un cuchillo. Completó el lote una Biblia, para que sus enseñanzas se uniesen a las reflexiones del infeliz.
De esta manera, Selkirk también tuvo tiempo de penar el primer pecado que se le recuerda, aquel que le valió la expulsión de Lower Largo (concejo de Fife), entonces una pequeña aldea escocesa en la ribera del Mar del Norte, su solar natal, “por conducta indecente en la iglesia”. Aquella falta fue la que le abocó al mar, entonces una de las pocas salidas, dentro de la ley, que les quedaban a los proscritos como él. Eso sí, la vida a bordo, por muy corsarios que fueran los barcos, era tan dura como en las filas de la Royal Navy. En sus casi mil quinientos días de soledad, Alexander Selkirk tuvo tiempo de pensar en ello, así como de leer y releer varias veces las Sagradas escrituras.
Al principio imaginaba que el castigo habría de durar unos días, después unas semanas, luego meses… Lo que fuera con tal de convencerse de que en el Cinque Ports no se habían olvidado de él. Apenas cuenta su historia a la tripulación del Duke, le dicen que es un hombre con suerte: el Cinque Ports se hundió pocos días después de abandonarle a consecuencia de los daños que no quiso reparar el capitán Stradling.
Pero además de afortunado, Alexander Selkirk es un hombre singular. Perdido en los cuarenta y siete kilómetros cuadrados de su isla, ha llevado a cabo toda una gesta que habrá de hacerle pasar a la posteridad. Porque ha demostrado que al hombre civilizado le es posible volver a la Naturaleza y vivir en comunión con ella, enfrentando por sí solo los peligros. Su dieta era casi completa: peces, nabos silvestres, crustáceos… La carne y la leche las obtenía de las cabras silvestres que encontraba en los montes del lugar. Tuvo que abandonar la playa cuando los leones marinos la tomaron para aparearse. Sin embargo, ese abandono de su primera cabaña le vino bien. La segunda que se construyó ya estaba a resguardo de las miradas de los españoles que, esporádicamente, atracaban en las playas para abastecerse de agua dulce en el interior. Temió por su vida cuando las ratas, en más de una ocasión, se lo quisieron comer. Se libró de ellas amaestrando gatos.
En fin, al volver al Reino Unido su historia cobra notoriedad en las gacetas de la época. Tan es así que, a decir de no pocos eruditos, será la peripecia de Alexander Selkirk la que sirva de inspiración a Daniel Defoe para la que, a decir de esos mismos sabios, puede considerarse la primera novela en lengua inglesa: La vida y extrañas aventuras de Robinson Crusoe, marinero de York. Impresa por primera vez por W. Taylor, en el Londres de 1719, la soledad de su protagonista —náufrago, que no abandonado por su capitán— se prolonga bastante más que la del segundo del Cinque Ports. Durante veintiocho años para ser exactos. Pero todo parece indicar que, en efecto, la experiencia de Alexander Selkirk fue la inspiración de Daniel Defoe. De hecho, la isla de Más Atierra desde 1966 se llama oficialmente Isla de Robinson Crusoe.
Casi dos siglos antes, en 1526, Pedro Serrano, capitán de un patache español, sobrevivió a un naufragio en el Caribe permaneciendo durante ocho años en un atolón. Allí se alimentó de peces y tortugas. Sin más bebida que la sangre de estas últimas y la poca agua de lluvia que podía almacenar, a su regreso a España Serrano cobró notoriedad y ganó mucho dinero contando su historia en los salones más distinguidos. Aunque llegó a escuchársele en algunos rincones del resto de Europa y el Inca Garcilaso de la Vega nos habla de Serrano en sus Comentarios Reales de los Incas (1609), cuesta creer que la historia de este capitán fuese tomada en cuenta por Defoe, máxime considerando la constante rivalidad que enfrentó a Inglaterra y España en los mares del Nuevo Mundo.
Casi resulta más atinado admitir esa influencia, señalada igualmente por los estudiosos, de El filósofo autodidacta (siglo XII), la novela original de Ibn Tufail (1110-1185), el poeta, filósofo y médico andalusí que, en algún momento de su vida, fue visir del sultán almohade Abu Yaqub Yusuf. Mediante la suerte de un niño asilvestrado, criado por una gacela en una isla solitaria del Índico, Ibn Tufail, entre otras grandezas, nos habla del autodescubrimiento y de la búsqueda de la verdad mediante un proceso razonado. A Crusoe, el encuentro con la soledad absoluta tampoco le conduce a la locura, el silencio o la desesperación. Antes, al contrario, para comunicarse con su yo civilizado, comenzará a escribir un diario.
Con Crusoe ya convertido en uno de los personajes más famosos de la historia de la literatura universal, no le faltarán exégetas. En el amado siglo XX, vendrán las primeras dudas sobre las enseñanzas del náufrago a Viernes, el indígena a quien salva del apetito de sus pares para tener compañía.
Alguien que otro dos de febrero, el de 1922, verá publicada su obra capital —Ulises—, alguien tan dado a los escepticismos como James Joyce, será el más lúcido de esos intérpretes de Robinson Crusoe. A su juicio, el náufrago será el prototipo del colonialismo y el puritanismo británicos. De ahí que Crusoe siempre considere la isla de su propiedad, de ahí su apatía sexual, su perseverancia y su autocontrol.
Acaso pueda seguirse de lo antedicho, y de lo conmemorado hoy, que un corsario inspiró un a quintaesencia del imperio británico. Desde luego, así se escribe la historia.
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