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Vuela, vuela lejos del sucio bulevar - Zenda
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Vuela, vuela lejos del sucio bulevar

El mar de Varna es uno de ellos. Varna, ciudad búlgara a orillas del Mar Negro, confluencia de culturas, religiones y exilios, no demasiado alejada de esa hoy rumana Constanza en la que Ovidio, el más triste, escribiera desesperadas cartas en hexámetros perfectos tratando, sin conseguirlo, el perdón del marmóreo emperador. De exilios y tristezas,...

Hay libros con títulos tan evocadores, sonoros y significativos que nos interrogan, seducen y atrapan desde que los oímos mencionar. Este espejismo de seducción, como la aguja de una catedral que aparece detrás de la bruma, o el vergel a través de la calima del desierto, marca en parte la lectura que de ellos hacemos, como buscando en sus páginas la confirmación de ese señuelo de su magia.

El mar de Varna es uno de ellos. Varna, ciudad búlgara a orillas del Mar Negro, confluencia de culturas, religiones y exilios, no demasiado alejada de esa hoy rumana Constanza en la que Ovidio, el más triste, escribiera desesperadas cartas en hexámetros perfectos tratando, sin conseguirlo, el perdón del marmóreo emperador.

De exilios y tristezas, geografías interiores y reconocimientos nos habla el denso poemario de Álvaro Hernando Freile (Madrid, 1971), estructurado en cuatro partes, El mar de Varna, que da nombre al libro, Tapias, Ab imo pectore y Cicatrices.

"El dolor convierte al poeta en un ser salvaje, entregado a fuerzas inconexas que se lo disputan"

Instalado en un presente hosco, sometido a las inclemencias de la pérdida y la desorientación, la primera de sus partes eleva la queja desde el presente, un presente endurecido, basáltico, salino, que le devuelve a menudo el eco de sus versos como una bofetada. No hay conmiseración, no hay un febril lamerse las heridas, no hay lírica maquillada de máscara y coturnos: Nos enmarañan esas ramas / clavadas en el limo / a punto de incendiarse. // La lumbre obliga al árbol al suicido silencioso, / como si la certeza fuera la fidelidad del barro, / no la ceniza, / ni la voracidad del fuego. // El árbol es más fuego que barro.

Hay aves (Hay poemas de estorninos / en los que las palabras repican), exilios, torpezas, trenes, grutas, vómitos. El dolor convierte al poeta en un ser salvaje, entregado a fuerzas inconexas que se lo disputan: No quiero olvidar, no quiero / sin escuchar el refulgir de la historia, / susurrada en la noche aislada, / la noche airada, / la noche muerta, afirma con temblor lorquiano en No hay tren a Casariego.

Pero hay tiempo también, en la borrasca, para la contemplación serena y el verso largo, como en Varna, construido sobre estructuras como esta: Hay tantos gritos en las palmas de tus manos, tanta sal de / ese, tu mar, que oscila y dobla el tiempo, que no queda / nada sosegado en el acto del amor, / en el quedarse dentro.

"En Ab imo pectore, regresada ya la voz poética de las regiones algodonosas de la infancia, el tono se endurece, ya no tantea, constata"

En Tapias, su segunda parte, hay una regresión al adentro y al afuera. Un repasar ese muro perimetral que recorre como un espinazo los territorios que configuran una infancia, los límites de una identidad: La tapia era el reloj de Kant, / la frontera, la cortina y el misterio, / el perro y los orines previos, / el sulfato, / la rata muerta.

Ese muro gigantesco, hipostasiado, deificado casi, vigila el vuelo de los pájaros-niños: Y revoloteábamos como vencejos jóvenes, / rozando con la sangre de los nudillos / los ladrillos viejos de una tapia.

Esa infancia, ese muro que depara momentos a lo Lewis Carroll que escapan a la lógica del sentido: Un día escribió un verso con esdrújulas, / que a todos nos pareció muy bello, / y abrió un agujero minúsculo, / como la punta de un alfiler de luz, / por el que se coló, Nicolás, / para desparecer, como su lapicero, / desgastado contra el barro cocido.

"Algunos de sus fragmentos fueron concebidos y escritos en época de pandemia, y reflejan la incertidumbre de aquellos días líquidos y fantasmales"

En Ab imo pectore, que podría traducirse como «Desde el fondo de mi pecho», regresada ya la voz poética de las regiones algodonosas de la infancia, el tono se endurece, ya no tantea, constata. Metálico, lapidario, brinda, en nuestra opinión de lectores, los mejores momentos líricos del poemario. Brillan los escenarios de los poemas, sus correlatos se concretizan: Miré a los ojos del fuego / y vi todas aquellas / calaveras bajo las pavesas. // Una miente. Acunado por la soledad, dejándose ir, el poeta nos ofrece reflexiones con tintes antropológicos: Y todo, por fin, se apaga. / Una suerte de leña seca se hace lecho; / el fuego nos conduce a nuestros padres. / Los sordos creen en su dios, o estampas llenas de piedad retrospectiva hacia el padre fallecido: He sanado las heridas de los pies de mi padre. / No las he curado, pero las he sanado. / Hemos hecho juntos el camino largo / de la estación al crematorio. / Sus piernas temblaban, como llamaradas heladas al viento, / y cada paso le devolvía un recuerdo.

Y llegamos al final del poemario, como esos grandes y dolientes ríos, llenos de paisajes, de música y memoria, que entregan las aguas, las armas en las riberas del Mar Negro.

"Celebramos haber navegado El mar de Varna, habernos asomado a sus abismos y percibido los destellos de la buena poesía colándose por entre las grietas del dolor"

En Cicatrices, su parte final, Hernando Freile ensaya la crónica lírica, el poema en verso libre, el poema en prosa. Algunos de sus fragmentos fueron concebidos y escritos en época de pandemia, y reflejan la incertidumbre de aquellos días líquidos y fantasmales: Hoy he recordado el vuelo de los estorninos. Esa danza tenebrosa y llena de belleza. Un recuerdo que me ha llevado a otros bailes multitudinarios, llenos de giros y cambios en apariencia inesperados […]. Vamos todos tan en bandada, ciegos, presuponiendo el destino.

Aquella deleuzana implosión del sentido que mencionábamos anteriormente al referirnos a Tapias, emerge aquí otra vez con serena claridad: Vivo en un lugar en el que el tiempo precede siempre a la cicatriz, al dolor y al filo que causa el corte. Las virutas llegan antes del árbol, del tronco, antes del tallo de la flor que lo germina. De ahí vengo.

Su incrédulo asombro aún le permite regalarnos un fragmento como este, tal un nuevo guiño a Lewis Carroll, y atravesado por la dolorosa carcajada del sarcasmo: Un conejo gigante quiere la corona de un imperio. Ya no quedan zares en la boca de los lobos, ni con bocas de lobo, así que, ahora, los conejos se pasean por las calles de Budapest, afilándose los dientes con peines de nácar antiguo y burgués. Marchan con sus dientes puntirromos y con teas encendidas con llamas cortantes. Y nosotros presenciamos, rumiando, sus desfiles. Y reímos.

Y celebramos haber navegado El mar de Varna, habernos asomado a sus abismos y percibido los destellos de la buena poesía colándose por entre las grietas del dolor.

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Autor: Álvaro Hernando Fraile. Título: Mar de Varna. Editorial: Baile del Sol. Venta: Todos tus libros, Amazon y Casa del Libro.

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Xavier Rodríguez Ruera

Xavier Rodríguez Ruera (Barcelona, 1975). Poeta y crítico cultural. Colabora en publicaciones como Kopek, Quimera y Malarrassa. Autor de los poemarios 'Suburbio y Lejanía' (Ed. Oblicuas), 'La vida enorme' (Témenos) y 'El ocio nocturno de los pájaros' (Témenos).

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