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Volver a la prensa en papel - Zenda
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Volver a la prensa en papel

Un buen día, llegaron los teléfonos inteligentes —hace más bien poco, aunque ahora nos parezcan siglos—, las páginas web de periódicos y revistas eran gratuitas, y comenzaron a llegarnos alertas, y sin darnos cuenta fuimos leyendo esas alertas, y más tarde descargamos las aplicaciones móviles de los periódicos, que comenzamos a leer cada mañana sin...

Volver a la prensa en papel… Hace ya varias semanas que la idea me viene a la cabeza como sin querer, cual letanía, y me acuerdo de los tiempos felices en que devoraba las narraciones, las ideas de periódicos y revistas con glotonería dominguera: noticias, crónicas, reportajes, entrevistas, artículos… Todos ellos eran cuentos, ensayos que caducaban a las veinticuatro horas, aunque uno pudiera devorarlos varios días más tarde, debidamente conservados…

Un buen día, llegaron los teléfonos inteligentes —hace más bien poco, aunque ahora nos parezcan siglos—, las páginas web de periódicos y revistas eran gratuitas, y comenzaron a llegarnos alertas, y sin darnos cuenta fuimos leyendo esas alertas, y más tarde descargamos las aplicaciones móviles de los periódicos, que comenzamos a leer cada mañana sin pagar nada, vanagloriándonos de la modernez y la comodidad de tal hábito…

"El confinamiento perimetral ha provocado el curioso efecto de congregar al conjunto de la sociedad en determinadas calles céntricas a determinadas horas"

Hasta que, también un buen día, comenzaron a saltarnos pantallas pidiendo que introdujéramos nuestras claves de suscriptor. ¿Qué broma de mal gusto era esa, qué ocurría? Ocurría que conforme las tiradas en papel disminuían y los kioscos de toda la vida cerraban, los periódicos nos estaban recordando que existe gente dedicada a escribir todas esas narraciones y ensayos que leemos cada mañana, y que no podían sobrevivir solo con la publicidad.

El sábado pasado me harté definitivamente de las pantallas que me pedían la clave de suscriptor y bajé a mi kiosco —que aún resiste los embates de Internet— para comprar el periódico del domingo, con suplemento y el doble de páginas que cualquier día de la semana.

Las grandes avenidas de la ciudad bullían de gente. El confinamiento perimetral ha provocado el curioso efecto de congregar al conjunto de la sociedad en determinadas calles céntricas a determinadas horas. Sobre todo si el tiempo es bueno. Nadie puede marcharse al pueblo, ni meterse en tiendas o restaurantes, ni viajar a su casa de la montaña… De modo que salimos todos a la calle y nos cruzamos con bandadas de adolescentes en patinete; con ancianos o discapacitados en sillas de ruedas; con padres que intentan hacer volar cometas; con familias numerosas en bicicleta sorteando peatones… Yo pertenecía a este último grupo y vigilaba con cierto estrés que mis hijos no chocaran con nadie, en medio de un pandemonio de pasos de cebra, carriles bici y cedas el paso.

"Resulta curiosa la idea de Sandel de que la enemistad de las clases desfavorecidas ya no se dirige hacia los ricos, sino hacía la élite meritocrática"

Hasta que al fin pude sentarme al sol y abrir mi recién estrenado periódico en papel, ¡no podía creerlo! Leí con fruición la portada dedicada a la pandemia, a la designación de Illa como candidato a la Generalitat, al impeachment de Donald Trump… Sobre esto último, había leído una reseña de Juan Luis Cebrián en Babelia sobre La tiranía del mérito, del profesor de Harvard Michael J. Sandel (Debate, 2020). Sandel advierte de los riesgos de la meritocracia que practican los grandes partidos políticos. Según Cebrián se ha instalado la suposición de que para resolver los importantes y complejos asuntos de la gobernanza, se requieren competencias que el común de los ciudadanos no tiene (). La meritocracia proclama que, si tienes talento y trabajas duro (…) puedes conseguir lo que te propongas. Semejante promesa no se ve corroborada por la realidad. En un mundo (…) de ganadores y perdedores, la frustración de quienes no tienen éxito es simétrica a la soberbia de quienes lo logran. Éstos tienden a suponer que la victoria es fruto únicamente de su esfuerzo, ignorando el contexto social que les favorece y los aportes colectivos a su empeño.

Resulta curiosa la idea de Sandel de que la enemistad de las clases desfavorecidas ya no se dirige hacia los ricos, sino hacía la élite meritocrática. Los ricos, en realidad, nunca han querido mostrarse, les asusta que se casen con ellos por dinero, que les estafen o les pidan prestado, que traten de cobrarles impuestos… Serán quizá estos los motivos de que se oculten y adquieran un cierto halo misterioso. Como escribió Scott Fitzgerald, cuando imaginamos a los ricos algún instinto nos predispone a la irrealidad. (…) El mundo de los ricos en algo tan irreal como el país de las hadas.

Quienes sí son reales son los ministros, los secretarios de Estado y los directores generales. Ellos son los tecnócratas que manejan los hilos, provocando las iras de quienes no obtienen beneficio alguno de sus inteligentes políticas, fruto de brillantes carreras académicas.

"La élite ha gobernado siempre, más o menos en la sombra, a lo largo de la Historia. Si no, ¿cómo fue posible que Calígula nombrara cónsul a su caballo y pese a ello el Imperio Romano sobreviviera cuatro siglos?"

Según Sandel, la ira contra las élites de tecnócratas condujo al Reino Unido al Brexit y puso a los Estados Unidos a merced de Donald Trump. Y yo me permito agregar que la meritocracia gobierna en todas partes, no solo en las democracias liberales, sino también en los regímenes autoritarios como China, o en países en vías de desarrollo como Túnez, donde tras la caída del dictador Ben Alí durante la Primavera Árabe, hace ya una década, se han ido instalando diversos gobiernos de tecnócratas de ideología difusa cuyo único cometido declarado era la prosperidad del pueblo. Por desgracia, el pueblo después de diez años vive peor que con el tirano, y la pobreza y la revolución se extienden.

Pero, al final, nunca sucede nada… La élite ha gobernado siempre, más o menos en la sombra, a lo largo de la Historia. Si no, ¿cómo fue posible que Calígula nombrara cónsul a su caballo y pese a ello el Imperio Romano sobreviviera cuatro siglos? Pues muy sencillo, porque varios tecnócratas de la época —senadores, équites y guardias pretorianos— lo asesinaron y pusieron a su más sensato sucesor, Claudio, al frente del Estado.

¿Es preferible que gobiernen los más preparados y los más inteligentes? ¿Mejorarían las cosas si el poder lo ostentara la gente normal, sin grandes títulos ni ingresos? Me permito dudarlo porque, para empezar: ¿querría la gente normal dedicarse a gobernar?, ¿podría aguantar el lado escabroso, hipócrita y espurio del poder? Insisto: me permito dudarlo. Opinaba Descartes que dudar es de sabios… Lo cual invita a pensar que los sabios nunca podrán ejercer el poder y que todos los tecnócratas que saben bien lo que deben hacer son en realidad ignorantes.

"Es probable que Mr. Witt encarne la sabiduría, que duda tanto del gobierno como de la revolución; pero, al cabo, ¿de qué sirve vacilar de una cosa y de la contraria?"

De lo único que no dudo es del placer de leer el periódico sentado en un banco del parque, mientras mis hijos almuerzan a mi alrededor. El mediano ha dejado su bicicleta cruzada en medio de una calle y la masa humana se hace a ambos lados para sortearla y continuar paseando en este día de sol y de pandemia.

Y yo, entre tanto, sigo pensando en las élites a propósito de la novela que estoy leyendo: Mister Witt en el Cantón, obra maestra de Ramón J. Sender recién recuperada por la editorial Contraseña, que narra la revolución acaecida en Murcia en 1873, la cual deparó la creación del Cantón de Cartagena, territorio federal independiente que desafió al Estado de la Primera República Española, presidida por Castelar y Pi i Margall.

Mr. Witt es un ingeniero inglés, un tecnócrata conservador que no sale jamás de su gabinete y contempla las algaradas desde los ventanales de su casa. En su opinión, Castelar y Pi i Margall han pecado de orgullo, no han sabido comprender las necesidades del pueblo; sin embargo, peor opinión aún le merece el caudillo federalista Antonete Gálvez, a quien Witt considera un iluso, una especie de profeta que desea fundirse con un pueblo desorganizado, cuya única seguridad es la conciencia de su malestar con el poder; pero sin un plan, sin una claridad de cómo solucionar ese malestar que solo es una mezcla primaria e instintiva de hambre, sed, odio, amor, irreflexión y ceguera.

Es probable que Mr. Witt encarne la sabiduría, que duda tanto del gobierno como de la revolución; pero, al cabo, ¿de qué sirve vacilar de una cosa y de la contraria? ¿Tal actitud no puede llevar a la inacción? Y si no actuamos, si nada mejora o empeora, o si mejora o empeora en función de a quién preguntemos, ¿dudar es de sabios?

Ante semejantes dilemas, creo que la mejor acción posible será quitar la bicicleta de mi hijo de la avenida del parque. Si no lo hago, seguro que algún paseante pandémico terminará por tropezar. El raro sol invernal abrasa y la gente se multiplica, todos parecemos habitar las calles y los parques.

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Ricardo LLadosa

Ricardo Lladosa (Zaragoza, 1972). Estudió Economía, Derecho y Lenguaje y técnicas de Vídeo y Televisión en las universidades de Zaragoza y Maastricht (Holanda). En la actualidad es director financiero. Desde 2013 escribe sobre literatura en el suplemento Artes & Letras de Heraldo de Aragón y en Zenda Libros. En 2015 fue finalista del premio de relatos de la fundación Iluminafrica. "Madagascar" (Anorak, 2017) fue su primera novela. Más tarde publicó "Un amor de Redon" (Fórcola, 2019). Su última novela es "Roma en el bolsillo" (Funambulista, 2023). @ricardolladosa

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