Cantan de Sevilla que tiene un color especial y que mantendrá intacto su duende, su magia, su color, sus calles vibrantes llenas de arte y de baile. Ciudad también que ha dado luz a varios poetas, mientras que de Madrid suele decirse que siempre tiene sus puertas abiertas para dar la bienvenida a hombres y mujeres, artistas y escritores sin tener en cuenta su lugar de procedencia. Eso importa. Únicamente que, si pasas por Madrid, tengas en consideración quedarte. ¿Qué tendrá entonces la capital de este país, que tantos jóvenes con ansias de reconocimiento o de materialización de sus sueños no dudaban —ni dudan hoy día— en hacerse con una pequeña valija en la que, allá por el siglo XIX, sólo necesitaban guardar poemas e ilusiones? Con esto era más que suficiente y así lo fue para la efeméride que hoy se recuerda: Gustavo Adolfo Bécquer, el poeta nacido el 17 de febrero de 1836, que bebió de Poe, Byron, Hugo, Garcilaso o Espronceda y se atrevió con el teatro, la ópera y la zarzuela.
Bécquer fue el poeta romántico que con 18 años hizo las maletas dejando atrás su amada Sevilla, rica en colores, vida, músicas, folclore, crepúsculos y balcones, para adentrarse en aquel Madrid de 1854 que un chaval con mayoría de edad contempla con cierta nostalgia y pesadumbre en su alma; con titubeo y a veces también con desagrado, porque lo que había imaginado, e idealizado, nada tiene que ver con lo que se presenta ante él. Un escenario apagado, confuso y algo turbio, del que nada sabe y sobre el que se pregunta cómo encajar. Sin embargo, con ese primer viaje de Sevilla a Madrid, que nace del distanciamiento que debía poner entre su tierra y él, la misma tierra que le vio nacer y que se le quedó pequeña porque, a menudo, llegada la noche, y acompañado de la lumbre de la hoguera, el pequeño con alma de poeta no podía evitar soñar a lo grande, comienza a imprimirse en su carácter romántico la lucha interna que le acompañará durante toda su vida y toda su obra: el conflicto entre lo excelso y lo terrenal; entre lo dionisíaco y lo apolíneo; entre la idea, la imagen, la fantasía y la realidad más cruda y verdadera. No fue fácil para Bécquer equilibrar la balanza entre lo que se desea y lo que se posee. Entre lo que se atrevía a poetizar y lo que después le sucedía, experimentaba y vivía por sí mismo, sufriéndolo en propias carnes. Aunque siempre fue siervo del ensueño.
Bécquer escribió, principalmente, sobre el amor, la incertidumbre que le despertaba la muerte y el miedo a perder la inspiración; a no ser capaz de escribir, a que las musas le abandonaran por siempre. Miedo padecía y al miedo tuvo que enfrentarse para crear, para componer o para encontrar la musicalidad que tanto quería que tuviesen sus Rimas, en las que declamaba no saber qué podría darle a la amada —que era la musa— por un beso, y en las que, tras el desgaño, únicamente encontraba sosiego escribiendo. Y entonces rompía, otra vez, los límites de la realidad y se dejaba llevar, siendo guiado de nuevo por sus musas, mujeres inefables, que perseguía sin cesar con tal de dulcificar el amor, superar la muerte y vencer el miedo. Así lo dejó por escrito en sus Cartas literarias a una mujer, Cartas desde mi celda e incluso en algunos de los artículos que legó como muestra del periodista que también habitaba en él, pues ejerció como cronista político en el periódico madrileño El Contemporáneo. Aun así, a pesar de sus inseguridades y sus temores, las musas siempre se mantuvieron cerca, susurrándole al oído durante el día y la noche lo que más adelante conformarían las Leyendas, narraciones que reúnen la impronta de los mitos en los que se reconoció y reencontró.
Importante es la obra de Bécquer, pero más importante es que podamos llamarle “nuestro poeta”. El que dejó plantada a Sevilla para cortejar a la gata madrileña, y lo logró, porque en ella encontró el amor llamado Casta Esteban Navarro, aunque años más tarde se acabarían separando y compartiendo la custodia de sus tres hijos; el que impuso una moda, la de poeta desenfadado de pelo revuelto y perilla recortada que muchos jóvenes —y no tan jóvenes— de hoy, tan modernos ellos, tan bohemios ellos, imitan sin conocer el origen de ese estilo, ni la marca Bécquer.
Es suya la imagen del poeta introvertido, enamoradizo, tímido, que buscaba la inmortalidad y elevaba su espíritu para sentir en sí la eternidad. El que idolatró la idea del amor por encima de todo porque era lo único que le hacía rozar, casi con la yema de los dedos, la divinidad. Esa fue su máxima, pero también su destrucción —además de la tuberculosis que acabó con su vida— pues ningún amor carnal ni terrenal le fue suficiente, ni le colmó. Y he aquí su mayor error, la espera de la oscura golondrina que jamás volvió y que sólo en su recuerdo quedó.
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