Niños mártires, asaltos de trenes, indómitos guerrilleros, vías férreas pobladas de ahorcados, poderosos masones, brigadas de valientes mujeres con voto de silencio, emboscadas en sierras desérticas, Caballeros de Colón antimasónicos, el Ku Klux Klan y grandes traiciones de un gobierno anticlerical… Son protagonistas, hechos y elementos rigurosamente históricos que jalonan la guerra religiosa más dramática, sangrienta y desconocida de la historia de América. Una tragedia que fue prácticamente borrada de los libros de historia, en la que los combatientes luchaban bajo el grito de ¡Viva Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe!
Este año que entra se cumplirán 90 años del fin de la desconocida Guerra Cristera (1926-1929), la guerra católica mexicana. Una excelente ocasión para abordar el ingente trabajo del francés Jean Meyer (Niza, 1942), La Cristiada/Historia de la guerra mexicana por la libertad religiosa, publicada desde 1973 con ininterrumpidas ediciones en diferentes lenguas. La última, en 2015 en el Fondo de Cultura Económica, incorporando un interesantísimo archivo documental.
Conspiración de silencioLa Guerra Cristera fue tabú hasta 1980 en los estudios históricos y políticos mexicanos. La historia oficial —en las raras ocasiones que los llegaba a mencionar— los calificaba como «rebeldes al gobierno». Se intentó borrar de la memoria colectiva y se transmitió casi en secreto entre los miembros de las familias que vivieron el enfrentamiento.
Pocas veces un hecho puntual cambia el devenir de un hecho histórico como el libro de Meyer, considerado una obra maestra de la historiografía del siglo XX. Fue un revulsivo que forzó al pueblo mexicano a reescribir su propia historia. En una lucha titánica contra el tiempo, Meyer pudo recuperar la memoria de cientos de ancianos de las milicias cristeras y testigos directos de este conflicto sangriento enterrado por decisión política en una conspiración de silencio.
El famoso Emiliano Zapata luchó con diez mil hombres, y Pancho Villa con veinte mil en su apogeo, pero los desconocidos cristeros consiguieron movilizar a cincuenta mil combatientes. Fue una guerra por la libertad que se convirtió en un verdadero martirologio, ya que, en esa persecución cruel y salvaje, cientos de religiosos y laicos católicos fueron asesinados por su fe. Un capítulo bélico recogido en cientos de fotografías blanquinegras que siguen sorprendiendo con fuerza magnética.
El conflicto entre la Iglesia y el estado mexicano ahondaba sus raíces en el poder de la élite gobernante de corte liberal y librepensadora, que consideraba al clero católico el enemigo más peligroso del país, un estado que quería distanciarse de la tradición hispánica y especialmente del catolicismo para imponer los principios democráticos y anticlericales propagados por la Revolución Francesa. Todo ello muy en consonancia con el contexto del surgimiento del carlismo español.
La Ley Calles. Paralelismos con el carlismoLa anticlerical Constitución mexicana de 1917 había incluido medidas draconianas contra la Iglesia, negaba su reconocimiento legal, prohibía la educación religiosa, nacionalizaba las propiedades de la Iglesia e ilegalizaba la celebración de ceremonias fuera de los templos. Sin embargo, dada la mayoría católica, nunca se aplicó de forma estricta hasta 1926. Ese año, el presidente Plutarco Calles promulga la Ley Calles: multas y cárcel por negarse a disolver comunidades religiosas, por enseñanza de la religión, el uso de sotanas, por realizar publicaciones piadosas y por expresar públicamente las creencias. También decretaba la expulsión de sacerdotes extranjeros y la incautación de iglesias, conventos y monasterios con sus bienes. Obligaba a la quema de todos los documentos eclesiales, incluidas las fes de bautismo. Todo culto y acto católico es prohibido y pasa a ser clandestino, como en la época de las catacumbas.
La resistencia de los fieles y la jerarquía a la Ley Calles se concretó en la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa (LNDLR), promotora de protestas, con dos millones de firmas de petición de su abolición, un boicot económico… hasta agotar todas las medidas legales. El Gobierno inició una política de arrestos e intimidaciones, y comenzaron las ejecuciones y la violenta represión por parte del ejército.
Ante la dramática situación, el pueblo empezó a armarse de forma espontánea. Entonces aparecen las primeras guerrillas, compuestas por campesinos que comienzan a sublevarse al grito de: «¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!«. Fueron conocidos desde entonces, despectivamente, con el nombre de Los Cristeros.
La rebelión cristeraLa rebelión comenzó en Jalisco con levantamientos esporádicos, hasta que se difundió por todo México. El gobierno declara la guerra a la Iglesia Católica. Se convierte en una auténtica guerra civil.
La Liga organiza la lucha y da el mando al general Enrique Gorostieta, experto en guerra de guerrillas y estrategia militar. Pasarán de ser una tropa espontánea y desharrapada a ser un ejército disciplinado de 50.000 hombres, divididos en regimientos y con jefes legendarios, como los curas-generales Padre Vega y Padre Pedroza.
Las brigadas bonitasLas brigadas femeninas de Santa Juana de Arco (BB) se crearon para suministrar municiones, pertrechos y dinero, provisiones, informes, refugio, cura y protección a los combatientes cristeros, con algunas actividades muy similares a las de las mujeres falangistas y margaritas carlistas en la Guerra Civil española. Llegaron a ser 25.000 mujeres que trabajaban en total clandestinidad, con un juramento de obediencia y secreto. La mayor parte eran célibes, para evitar dejar huérfanos o evitar el chantaje si eran capturadas. Transportaban municiones en chalecos o en carros cubiertos de maíz o cemento hasta las zonas de combate, donde a lomo de mula las hacían llegar a los cristeros. El ingenio y la audacia de aquellas jóvenes fueron legendarios y llegaron a abastecerse directamente en las fábricas militares de la capital, mediante la seducción o la connivencia de operarios católicos y de algunas autoridades.
Un enfrentamiento desigualLos 80.000 hombres del ejército de Calles —bien armado, comido y vestido— eran llamados por el pueblo «los federales» o «comecuras». Frente a ellos, la mayoría de los insurrectos eran campesinos humildes y mal equipados, pero esto no detuvo a los cristeros. Su profunda fe en Cristo les daba una gran fuerza moral. En las zonas donde la rebelión parecía ser aplastada, a los pocos días resurgía con más fuerza. La ferocidad de la milicia y el ensañamiento con los campesinos hizo que los cristeros fueran apoyados por la población. Siempre portaban el estandarte de la Virgen de Guadalupe y cada soldado en su pecho exhibía una gran cruz, cual fresco epopéyico carlista de Ferrer-Dalmau, “el pintor de batallas”.
Ante la imposibilidad de controlar la insurrección, el gobierno organizó concentraciones. Se obligaba a los campesinos a reunirse en poblados determinados. Si esto no sucedía, las gentes eran fusiladas sin juicio, lo que ocasionó gran pérdida de cosechas y por lo tanto hambre para la población civil. Los sacerdotes que permanecieron en el campo estuvieron en gravísimo riesgo y tuvieron que quedarse escondidos con la protección de los fieles, que en muchos casos fueron también ejecutados por darles cobijo. El británico Graham Greene viajó poco después de la guerra a México y recogió muchos testimonios directos de la rebelión cristera: «Todos los curas eran perseguidos y muertos, excepto uno que subsistió durante diez años en las selvas y los pantanos, aventurándose solo de noche», escribe Green en El poder y la gloria, una novela que fue llevada al cine por John Ford en El fugitivo, protagonizada por Henry Fonda. Dado el interés político en ocultar el episodio, se prescindió del marco espaciotemporal y la narración en off sitúa el relato en una esfera alegórica.
Tácticamente, la guerrilla cristera era superior a las milicias regulares. En pequeños grupos, atacaban por sorpresa y huían con rapidez a las montañas gracias a su conocimiento del terreno y destreza como jinetes. El ejército gubernamental, mucho más desarrollado en la infantería, difícilmente podía perseguirlos y lo compensaba utilizando una política de terror contra las poblaciones insurrectas y las sospechosas de serlo. Una acción habitual fue el ataque cristero a trenes, que obligó al ejército federal a posicionar efectivos en estaciones, túneles y puentes. Ahí se produjo el único crimen de guerra atribuible a los cristeros: el incendio de un tren antes de su completa evacuación.
Una cruel represiónLos prisioneros cristeros eran pasados por las armas, al igual que quienes ayudaban a los rebeldes, bautizaban a sus hijos, asistían a las misas clandestinas o se casaban por la Iglesia. Muchos civiles sucumbieron, en ocasiones víctimas de matanzas colectivas. Los lunes había fusilamientos públicos y muertes en la horca. La tortura se practicaba sistemáticamente, no sólo para obtener informes, sino con complacencia en el suplicio, para intentar obligar a los católicos a renegar de su fe.
«Caminar con las plantas de los pies en carne viva, ser degollado, quemado, deshuesado, descuartizado vivo, colgado de los pulgares, estrangulado, electrocutado, quemado por partes con soplete, sometido a la tortura del potro, de los borceguíes, del embudo, de la cuerda, ser arrastrado por caballos… Todo esto era lo que esperaba a quienes caían en manos de los federales». (Jean Meyer, La Cristiada, tomo III).
Turistas norteamericanos denunciaban en la prensa americana la presencia de ahorcados en los postes telegráficos a lo largo de las vías férreas y carreteras, y los Caballeros de Colón, asociación católica antimasónica, llegaron a recaudar un millón de dólares en Estados Unidos para ayudarles, lo que fue contrarrestado por un Ku Klux Klan que ofreció a Plutarco Calles multiplicar por diez esta cifra, por la gran presión de la masonería, más poderosa en el México de entonces que en ningún otro estado.
Los arreglos y el engañoEn 1929, el ejército federal estaba formado por 100.000 hombres. Las milicias cristeras por 50.000, pero controlaban la mitad de los 30 estados de México. Ante las inminentes elecciones presidenciales, Calles pide la mediación de Estados Unidos, que necesita la paz por el petróleo mexicano. La Santa Sede, presionada por los Caballeros de Colón, impone entonces la necesidad de una salida política que se consigue con los arreglos.
Con ellos, la Ley de Calles se suspende pero no se deroga; se otorga amnistía a los rebeldes, se devuelven las iglesias y el permiso para celebrar los cultos. Los cristeros empiezan a deponer las armas, pero fue una trampa. Calles rompió los compromisos y 5.000 cristeros fueron hechos prisioneros y ejecutados, junto a medio millar de sus líderes.
Canonizaciones, el libro de Meyer y la película CristiadaAunque cada vez existe más bibliografía, en esta década tres hechos fundamentales han apoyado la difusión de este apasionante capítulo. El primero y capital fue la citada obra de Meyer. El segundo fue el reconocimiento de la Iglesia Católica de los mártires en 1988, la canonización de 25 de ellos en el año 2000 y la beatificación de 13 en 2005. En 2016 el Papa Francisco santifica al Niño José, un niño cristero que fue ajusticiado defendiendo su fe tras sufrir terribles torturas.
El tercero fueron las películas Los últimos Cristeros, de Mateo Meyer; y, sobre todo, Cristiada For Greater Glory —con actores muy conocidos como Peter O’Toole, Eva Longoria, Rubén Blades y un Andy Garcia probablemente en el mejor papel de su carrera—. Un film cuya visión, desconociendo el episodio histórico, se asemeja a un cuento fantástico y maniqueo pero que, con licencias, es completamente riguroso. El capítulo de José el Niño cristero y su camino al cadalso pudiera parecer toda una fantasía hagiográfica, pero existe contrastada información documental.
Héroes contrarrevolucionarios y la correccíón política en la historiografíaDurante décadas el PRI fue abiertamente hostil a la Iglesia. De hecho, México no mandó embajada al Vaticano hasta finales de los 60 y no reconoció su status jurídico hasta 1990, con Salinas de Gortari. Hasta 2010 se necesitó permiso gubernamental para celebraciones religiosas.
Con la pérdida del gobierno vitalicio del PRI, y tras el trabajo de Meyer, el episodio cristero adquirió visibilidad, pero se ha desatado una situación incómoda en la historiografía mexicana. Las Guerras Cristeras fueron silenciadas antes, pero se desvirtúan hoy siguiendo la vigente línea ideológica de la destrucción de los pilares de la gestación de la identidad mexicana: el hispanismo y el catolicismo.
Para enfrentar lo español contra lo indígena se difundió —y se sigue difundiendo— la anacrónica e imperiofóbica leyenda negra, utilizando los medios y la educación. Porque un análisis más profundo deja ver que La Cristiada fue una guerra defensiva y religiosa, pero también un movimiento con raíces sociales y políticas, una manifestación de hispanidad que se opone a lo jacobino y revolucionario del estado, a la modernidad que oprime a los más humildes, al imperialismo americano y a la protestantización y laicización de la sociedad.
Y, para difuminar el catolicismo como patrimonio identitario de México, tampoco encaja el heroísmo del martirologio cristero, y se alienta su rechazo por ser «contrarrevolucionarios antimodernos». Se carga las tintas en las pretensiones económicas de la iglesia, que intentaba no perder sus riquezas y abordar la rebelión como simple bandidaje. Curiosamente, estas razones son esgrimidas a menudo en la historiografía para abordar las guerras carlistas.
Pero la supuesta incorrección política de las Guerras Cristeras no sólo afecta a México. La película Cristiada tuvo problemas en España y llegó a boicotearse su distribución por sus posibles paralelismos con la Guerra Civil española. Era muy inconveniente que estos héroes anónimos mexicanos sacrificaran su vida por el mismo motivo y al mismo grito que miles de españoles del oprobioso bando de la trágica contienda.
Y es que la defensa de la libertad, uno de los derechos fundamentales del hombre, se pondera y valora, pero se cuestiona cuando la libertad supone ejercer la religión católica. Los cristeros, valientes davides contra el Goliat totalitario del estado nacido de la revolución, protagonizaron una gesta epopéyica: la Cristiada, en la que una sociedad campesina, tradicional y católica peleó hasta la muerte por defender lo que para ellos era lo más sagrado de su existencia: la fe en Dios, simbolizada en su santo y seña, ¡Viva la Virgen de Guadalupe!, en el identitario ¡Viva Cristo Rey!
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