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Visita al Museo naval de Madrid - Eduardo Martínez Rico - Zenda
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Visita al Museo naval de Madrid

Busco a Tintín en estas salas con galeones, cuadros, banderas y altos mástiles. Mi historia está en ellas, mis barcos, la derrota y la victoria, la cultura del oleaje y el último amor. Es la historia de mi ignorancia, mi pasión Y un libro que va escribiéndose solo. La Historia de mi país, de mi...

Busco a Tintín
en estas salas
con galeones,
cuadros, banderas
y altos mástiles.

Mi historia
está en ellas,
mis barcos,
la derrota y la victoria,
la cultura del oleaje
y el último amor.

Es la historia
de mi ignorancia,
mi pasión
Y un libro
que va escribiéndose
solo.

La Historia
de mi país,
de mi civilización,
el sueño
de todos los poetas.

El mar enseña grandeza
y humildad,
y yo busco
en este museo
aquella fiesta
del capitán Haddock,

tras el tesoro
de Rackham el Rojo,
con uniforme de gala.

Qué grande
y qué humilde
me siento aquí,
envuelto en mi tierra.

(En el Museo Naval)

Este poema lo publiqué en octubre de 2009 en la Revista General de Marina. También lo publiqué en el Blog de profesores-poetas de Segovia en el que escribía poemas entonces. Lo incluyo aquí con el ánimo de darle alguna difusión más, aparte de porque creo que enriquece este artículo.

“En el Museo Naval” se lo dediqué en su momento a mi amigo Santiago Yáñez, oficial de la Armada Española, al que veo muy poco pero cuya amistad se mantiene siempre intacta.

De niño quise ser Tintín. Después el capitán Haddock. Luego otras cosas, muchas otras cosas. Tal vez ahora sea “un Tintín”, como alguna vez me ha dicho mi amiga Laura Aparicio.

Recuerdo una visita, hace años, que hice al Museo Naval de Madrid con mi primo Joaquín. Después vine con un alumno de IE University, Manu Ciarreta, y con el capitán de navío retirado José María Blanco Núñez, sabio marino, muy capaz de iluminar al máximo este Museo Naval, desde luego para mí. Siento que este museo, aparte de naval, es un museo que cuenta sobre todo la historia de mi país.

Blanco Núñez es marino de guerra, no marino mercante, y yo tal vez esté superando la edad con la que Hergé inmortalizó a Tintín —que por lo visto era algo así como un alter-ego suyo—, si no he superado ya con creces dicha edad, pero he llegado a pensar que en este museo Blanco Núñez podría hacer un buen Haddock, con mucho mejor carácter y costumbres, por supuesto, y yo un buen Tintín.

Dejo que Blanco Núñez me guíe. Me pierdo en el museo. No sabría salir de él llegado un punto. Confío en mi guía, dejo que me conduzca por las salas mientras escucho sus sustanciosas explicaciones. El museo ha sido remodelado hace poco. Blanco Núñez me explica que con la remodelación se ha procurado que el visitante siga un orden cronológico en el relato de la Historia y de las piezas, respetar esa cronología todo lo que ha podido.

El Museo Naval se me antoja muy grande cuando lo visito, lleno de amplias y preciosas salas, cargadas de lo que para mí son joyas, tesoros. Cuando no vas con un guía a un museo, a no ser que sepas mucho del tema, ves pero no entiendes, no comprendes, no te enteras dicho llanamente. Gracias a Blanco Núñez yo comprendo muy bien, me entero muy bien. Y disfruto mucho. Con el presente texto pretendo, más que nada, trasladar una sensación, transmitir una impresión, más que un recorrido, paso a paso, que sería muy largo, poco práctico y menos literario, pienso ahora.

El capitán de navío retirado —no retirado de sus trabajos intelectuales, artículos, conferencias…— responde a mis preguntas, a mis “curiosidades”, como él dice, pero sobre todo yo le dejo hablar, escucho atentamente todo lo que se le ocurre decirme, estimulado por lo que las piezas del museo le hablan a él mismo. Y a mí a través de él, con todo el aprendizaje que llevan consigo, grande, maravilloso.

Grabo toda la visita, todas las explicaciones de Blanco Núñez, y luego en casa oigo la grabación. Para mi sorpresa se ha grabado con una calidad bastante buena. Tengo una muy buena grabadora. La compré para escribir un libro, para realizar entrevistas, y siempre se ha portado muy bien conmigo. Es una compañera fiel, generosa, segura. Les cojo un cariño especial a estos aparatos, la grabadora, la cámara de fotos, el ordenador… como se lo tengo, por ejemplo, a una pluma muy querida.

Barcos, banderas, mapas, maquetas, uniformes, cuadros, mascarones de proa… El Museo Naval me parece extraordinariamente rico, con un lujo muy especial, ese lujo que se desprende más de las esencias que de las apariencias. Al escribir ahora sobre él lo revivo, revivo mi visita, y ahora descubro que esto me gusta por lo menos tanto como visitarla.

Siempre me gustaron los barcos, mucho. Es posible que esta afición vaya en paralelo, o casi en paralelo, con mi pasión por los libros, aunque al final, si es que había competición, ganaron los libros. Sin embargo hay libros de barcos, claro… y barcos en los que se pueden leer libros. O escribirlos.

El propio Museo Naval es como un gran libro en el que leer la historia del mar y de los barcos, y los españoles buena parte de nuestra historia. Ahora pienso que uno lleva en el corazón un libro y una pluma, pero también un barco para viajar y descubrir, para disfrutar del mar, de otros barcos y otros marinos.

Siempre he pensado que la gente mayor me enseñaba mucho, mucho más que la gente de mi edad. Desde luego, en este Museo, y fuera de él, escribo a Blanco Núñez con este convencimiento. Él sólo es, haciendo un guiño a Borges y a Quevedo, una grande y caudalosa biblioteca. Una biblioteca náutica sobre todo. Sabiendo como sabe de otros temas, porque es un curioso lector, como me dijo en una ocasión, tras enseñarme el Museo Naval de Ferrol: “Yo no tengo mérito —por saber—, porque he leído.” Magnífica y reveladora humildad.

El barco está asociado a mis recuerdos infantiles. En el colegio, de pequeño, en Plástica siempre dibujaba barcos. Algunos llevaban hasta helicópteros. Recuerdo de que cuando la profesora decía “tema libre” yo dibujaba un barco. Elegí mi primer libro de Tintín, muy niño, con muy pocos años cuando apenas sabía leer, porque tenía un barco en la portada: El secreto del Unicornio. Mi padre tuvo un pequeño bote de madera, el Rami, y yo compartí un catamarán con mis hermanos. Mi abuelo paterno era muy amante del mar, y sus hijos, mis tíos, también muy marineros, uno de ellos, Joaquín, marino mercante profesional durante mucho años.

El mar, como podría decir Arturo Pérez-Reverte, es una cultura, una mitología, una literatura, para leer, para vivir, para escribir. En el mar no sólo navegamos; algunos escribimos en él, en sus olas, en sus perfiles. En los márgenes de sus ricos párrafos. Para escribir este artículo he recordado y releído partes de La carta esférica, el gran canto de amor de Pérez-Reverte al mar, a los barcos, a los marinos.

En el Museo Naval los barcos, los marinos, las piezas navales, parecen inertes, en exposición, pero en realidad ni siquiera se han detenido —esto es sólo una apariencia—, porque no dejan nunca de sugerir maneras de vivir y de escribir la cultura, la mitología, la literatura del mar. En nuestra memoria, memoria viva, entre otras razones porque la memoria es una herramienta, poderosa, indispensable para vivir, un instrumento de identidad, además.

Este museo se me antoja muy vivo al visitarlo. Es un museo magnífico, pero para disfrutarlo plenamente creo que nosotros debemos aportar algo, como una varita mágica: nuestro amor por el mar, por los barcos, por los marinos. Por nuestro país. Ese amor y afición lo transforma todo, lo revitaliza todo. Entonces cobran vida los marinos españoles de hace siglos, quietos en sus cuadros, pero atentos a susurrarnos sus vidas al oído. Sus grandes gestas, su alta sabiduría náutica, alta, pero no altanera. Los galeones, los navíos de línea,  todos los barcos vuelven a surcar los mares como yo soñé de niño, bien despierto sin embargo, al leer El secreto del Unicornio y El tesoro de Rakham el Rojo, de Tintín. Aprendí a navegar en esos libros y ahora vuelvo a hacerlo en las aguas de este museo, para mí entrañable, como aquellos álbumes.

Hace años escribí que buscaba a Tintín en estas salas, hermosas de mi vida y de mis recuerdos. Hoy puedo decir que lo he encontrado, y con él todo un mundo, tan feliz, en el que refugiarme quizá cuando vengan días en que necesite hacerlo. Y siempre acaban llegando dichos días. Acaso así sean los paraísos: humildes, maravillosos, asequibles, infinitos.

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Fotos del artículo: Eduardo Martínez Rico.

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Eduardo Martínez Rico

Nació en Madrid en 1976. Se licenció en Filología Hispánica en 1999 por la Universidad Complutense de Madrid, y se doctoró en Filología, por la misma Universidad, en 2002. Es autor de 17 libros publicados, de novela, biografía y ensayo. Entre sus obras se pueden citar las novelas históricas Cid Campeador y Fernando el Católico. El destino del rey, su ensayo La guerra de las galaxias. El mito renovado y su biografía Pedro J. Tinta en las venas. Ha sido profesor del Instituto de Empresa y de la Universidad de Mayores del Colegio Oficial de Doctores y Licenciados en Filosofía y Letras de Madrid (Literatura Española).

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