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Visiones del amor: Ida Vitale - Zenda
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Visiones del amor: Ida Vitale

¡Cuéntame, Ida, cómo puedo detener el tiempo! Dime si este vértigo que martillea la soledad conoce bálsamo posible. Cántame con tus luces musicales, en el estertor de este día que es ya el crepúsculo de todas las cosas, cántame cosas sobre «caminar despacio, a ver si, tentado el tiempo, hace lo mismo». Ida Vitale y...

Estoy encerrado y tengo miedo. Las paredes son estrechas y están hechas de cristal. Me desplazo en un cubo que viaja a toda velocidad, siempre hacia adelante, y lo único que recuerdo ya es el vértigo. Estoy pegado al presente de una forma enfermiza, de tal manera que la única voz que consigo escuchar es la de la poeta uruguaya Ida Vitale, ganadora del Premio Cervantes y la primera en hablarme del amor desde el mundo de los vivos. Pero aquí, en este encierro acristalado tras el que ya sólo veo noche, las palabras se difuminan como los recuerdos de los amores lejanos. «Yo soy bajo otro cielo. / Éste lo miro / como desde una mirilla subrepticia». Ida Vitale me observa, escondida en las tinieblas. Y prende una luz en medio de la penumbra: «Un pájaro revisa / en este anochecer / la breve historia de su día, / mientras / la luz que enciendo / flota / sobre el vidrio. / Como flota la vida, / en el vacío».

"Puedo, lo descubro, / en medio de mi estrépito, / parecer una callada playa / sin sonidos, / que atiende, suspensa, / el grito permitido de un pájaro / que llama a amor / al filo de la tarde"

¡Cuéntame, Ida, cómo puedo detener el tiempo! Dime si este vértigo que martillea la soledad conoce bálsamo posible. Cántame con tus luces musicales, en el estertor de este día que es ya el crepúsculo de todas las cosas, cántame cosas sobre «caminar despacio, a ver si, tentado el tiempo, hace lo mismo». Ida Vitale y yo, dos pajarillos muertos de miedo alumbrados por una luz titilante: dentro del cubo, «el pájaro / canta a solas su miedo / de estar solo»; fuera de él, otro «pájaro / que espera para cantar / a que la luz concluya». Pero de momento se sostiene, aguanta la luz. Y la luz siempre dibuja tu rostro.

«Con el trino de un pájaro / vuelven dos a ser uno». Qué dulce tacto el de tu regreso imposible, querida mía. Ida Vitale te observa, atónita, observa tu entrada, observa cómo «lo bello, lo que se ha de mirar / y no tocar, entra en un tiempo / que no desgasta su sentido». Y el cubo detiene su desplazamiento. «Entonces, / contra lo sordo / te levantas en música, / contra lo árido, manas». El misticismo plateado de la escena lo ilumina todo, cubre las paredes de un candor inefable: «esperábamos algo: / y bajó la alegría, / como una escala prevenida». Estamos, tú y yo, arrancándole versos de júbilo a Ida Vitale y entonces «puedo, lo descubro, / en medio de mi estrépito, / parecer una callada playa / sin sonidos, / que atiende, suspensa, / el grito permitido de un pájaro / que llama a amor / al filo de la tarde».

"Y ahora que el tiempo vuelve a correr, ya me siento mucho más cerca de la poeta. Ambos entendemos ya que el veloz trayecto que recorremos es un laberinto / donde sólo tienes la luz / unos minutos"

¡Qué felicidad tan fácil! Tú y yo «nos vaciamos a cántaros», víctimas de un «fuego / que debería servirnos / infinito alimento». Y «la noche resuena como la infancia en cuentos, / como un viento detrás de catedrales«, y me giro y miro alrededor y encuentro la extinción de la oscuridad, porque «a veces tiene el color / del atardecer de un parque, / la melancolía que acompaña siempre / a la belleza». Querría, en este momento en que nuestras vidas se disuelven en un mismo cuerpo ante el espectáculo del tiempo inexistente, «transfundirme esa sangre / que aún golpea / y, amor, enamorarme eternamente: / en torno de ti». «Hoy / eres un escándalo / aquí, / en la ciudad que acostumbra el silencio». Y comprendo, gracias al contacto visual de tu verde iris con el mío, ambos deshaciéndose en el aire en espirales, el canto más hermoso de Ida Vitale: «Sólo el amor detiene / las paredes veloces, / suspende / el derrumbe».

Pero siempre se rompe el tiempo. Siempre se quiebra todo, y es que «ay de mí si pretendo, / paloma, paz. / ¿Quién, yo en guerra, / tú en frío, / nos valerá?» Y en medio de ese «callar como precipitarse, / mientras arde / la ansiosa fiesta del efímero otro», en ese universo cerrado en el que coexistimos, «algo gritó muy lejos de nosotros / y se partió la tierra / en dos mitades». Y por un instante, «nosotros, imperfectos, / ante esta paz comparecemos, / la turbamos», y yo «no veo más allá / de un nombre que he llamado / letra a beso a caricia / a rosa abierta a vuelo ciego a llanto». No veo más que a ti, primero adherida a mi sangre; después desposeyéndome mientras grito, desesperado, que «había que proteger esta luz, / guardarla, así astillada / del resplandor más alto». Pero Ida Vitale regresa, mientras tú desapareces. Y regresa la oscuridad. Ella susurra, con un hilo de voz casi inapreciable: «Cuando se alejan / queda un color suavísimo tendido / sobre este mapa irregular / que no querría perder, / que el corazón dichoso reconoce». Y ahora que el tiempo vuelve a correr, ya me siento mucho más cerca de la poeta. Ambos entendemos ya que el veloz trayecto que recorremos es «un laberinto / donde sólo tienes la luz / unos minutos».

"Te brindan el fuego deformado / de sólo solitarios recuerdos. ¡Solitarios no son los recuerdos, solitaria es mi vida sin ti!"

Y lo que viene después de ti está vacío. Es una pura cáscara negra. Mis manos se enfrían, se cuartean, se hacen viejas. Me estoy haciendo viejo en este cubo veloz, y ya no sé cómo pararlo desde que «perdí un mágico doble / de mi nombre, / […] / Perdí la paz, / la guerra». La posibilidad de asir mi propio destino se extiende, cada vez más, en una lejanía brumosa, e Ida Vitale posa la mano sobre mi hombro para sentar nueva cátedra: «La vida así se engaña / hacia la rama alta / para allí desplomarse». ¡Se ha desplomado toda la tierra! «Alguien siente que el aire / es algo más que el aire: / lugar de ti, / desnudo sitio de tu ausencia». Y tú quieres que yo respire aquí.

«Pero la luz acecha / aun para lo enterrado. / Insiste en dar con ella». El cubo sigue corriendo, notando a veces cómo sus aristas emiten pequeñas chispas al sentir su veloz contacto con las paredes. Y algo extraño sucede, algo se sacude misteriosamente en el interior de ese cubículo amortajado, preparado y empaquetado para la eternidad. Sucede que «sigues penetrando / en la floresta silenciosa, / aunque la veas cerrarse / tras tus pasos». Ida Vitale me advierte: «te brindan el fuego deformado / de sólo solitarios recuerdos». ¡Solitarios no son los recuerdos, solitaria es mi vida sin ti! Porque el chispazo de vida incipiente con el que detuvimos el transcurso del tiempo se fue «para no irse, / para quedar encapsulado / en un pasado imaginario, / páramo del nunca olvidar». Es «tan perfecto este diálogo, este lento / juego de acompañarse y no entenderse / a solas cada uno con su sueño«, que Ida Vitale, absorta, me mira de cerca y me dice: «En tu corazón debería haber cenizas: / hay sangre, todavía».

"Te ibas / o te habías ido ya, / dejándonos sólo un trazo: / tu estatua deformada / que velan voluntariosamente / mis recuerdos de ti / en un jardín del tiempo detenidos"

Llueven razones para escapar del cubo que avanza. Convendría huir de él porque «de los días de gloria / la memoria es espuma / a orillas de una playa donde canta / la belleza que muere, que renace / pájaro, que se disuelve en el cielo», y, lo que es mucho peor, porque «puede lo bello ser un hueco: / las desoladas quemazones / sobre una tierra distraída / de lo que un día hubiera sido». Pero «una espina es una espina es una espina / y dura mucho más que la rosa precaria», e Ida Vitale me da la clave definitiva: «Un árbol es un árbol pero es / todos los árboles». Qué árbol más hermoso fuiste.

Es inútil tratar de anteponerse en el discurrir implacable del cubito transparente —»un metrónomo sobre el tiempo, / como un gas inflamable sobre el agua»—. Su velocidad se incrementa cada día, y el vértigo otrora insoportable se ha convertido ahora en un agente velado de la situación, quizá porque «anda de arrebato en arrebato la sinrazón», aunque es muy probable que lo que haya ocurrido sea algo diferente, algo así como que «te ibas / o te habías ido ya, / dejándonos sólo un trazo: / tu estatua deformada / que velan voluntariosamente / mis recuerdos de ti / en un jardín del tiempo detenidos». Y ya no me importa aquello de «saber que nada es tuyo / para siempre». Contigo, querida, sé que «siempre hubo quien / y siempre faltó cuando».

"Crearíamos una materia fervorosa, un hálito / estallante que no muera en la muerte. Así que ahora vuelvo, lejos de ti, como andando entre piedras, / hacia el andén de espera de la muerte"

«¿Logré guardar un punto de ese sol / contra el deshielo de la nada, / contra todo?» Lo cierto es que no lo sé, no sé si alguien «guardó caricias para cuando no haya», así que, en un útimo grito aferrado a la vida tangible, exclamo, siempre de la mano de Ida Vitale: «Voces oídas no las oigo, / manos ceñidas ya no están; / labio de amigo, amor amigo, / también debieron despertar / de ser un sueño. Entonces pido / que todo vuelva a comenzar». Una cosa te digo: «Hay que subir al cielo con los ojos cerrados, / tocar tu nombre nada más y apenas / y arrancando una pluma del corazón de ayer / hacer nacer el ramo azul de la alegría».

Y avanzando rápido, con Ida Vitale cerca, me asomo vertiginosamente a la ventana de la extinción. Pero da igual, pienso, porque me moriré habiendo parado el tiempo. La poeta me observa una última vez y me dice: «Tu indolencia tiene la edad / de unas páginas inconclusas / y ése es todo tu reino». Pero, ¡ah!, ¿por qué «se jactará siempre la palabra de decir cosas / que el silencio, simplemente, entiende»? Es cierto que «el peso de la corona del amor / es arduo. / Es rey y muere», pero no creo que la muerte sea algo tan terrible si es contigo. ¿Sabes una cosa secreta? Creo, de hecho, que hemos extendido un manto de inmortalidad ante nosotros, «una materia fervorosa, un hálito / estallante que no muera en la muerte». Confío en esa pálpito oscuro, que es ya la única luz que ilumina el discurrir veloz de este cubo hacia la nada.. Esta es mi conclusión, mientras «vuelvo, lejos de ti, como andando entre piedras, / hacia el andén de espera de la muerte». Sentado en él te recuerdo, inscrita en mi sangre, y susurro al viento, retándolo: «me ha quedado / tu labio sobre el cuerpo / para ofrecerme muerte / en signos dulces». Así que ofrécemela.

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Adrián Viéitez

Periodista cultural y estudiante de filosofía. Profesor de poesía contemporánea en el Máster de Periodismo Cultural de la USP-CEU. Antes, en la sección de cultura de El País, La Voz de Galicia, Radio Galega, Jot Down o en el Festival Márgenes. Coordinador de la antología 'Árboles frutales' (Ed. Dieciséis, 2021) y autor de los poemarios 'tratado sobre tu nombre' (Ed. En el mar, 2021) y 'Alta Escuela Musical' (Ed. Dieciséis, 2022).

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