Pasa todos los días. Instantes antes de que amanezca, los muertos se recuestan en la hierba de los camposantos, hartos de bailar. Sospechan que pronto llegará el sueño, pero antes se reúnen y se susurran palabras de amor que resuenan como voces estrellándose contra las paredes. Dibujan con sus verbos delirantes el «tiempo de las casas sin hora», que decía Dylan Thomas. Sus figuras fantasmales encuentran su contorno, pues, en la memoria fértil de sus amores vivos, es su única conexión permanente con la tierra que ya no pisan. Algunos de ellos, los muertos más jóvenes, preguntan a los demás sobre esa cuestión invasiva. Su condena es perpetua: no avistaron al amor entonces, ahora carecen de ojos. Aparece entonces el poeta galés —que nunca caminó, ni aun cuando vivía y bebía—, «llega el anatomista del amor con mano de guante solar». Thomas era un susurro fantasmal. Mira a los pequeños, carraspea y dice, con su voz que es un rugido cavernoso: «El amor es la última luz hablada». Y todos permanecen en esa luz.
Esta otra cosa no ocurre todos los días. Dylan Thomas se coloca en el centro y se alza del suelo. Empieza a amanecer, y los muertos siguen tendidos en el césped de los camposantos. Llegamos también los vivos, ¡queremos escuchar al poeta! El poeta habla. «Contemplad el pulso del verano sobre el hielo». Se disipa la escarcha de los días congelados. Lo ha logrado él, «separar día y noche con pulgares de hada», unirlos en conveniente maridaje. Ha ocurrido esa cosa de que el amor se escurre entre las bisagras de la vida y la muerte. Él lo corrobora: «Aunque los amantes se pierdan, el amor, no; / y ya la muerte no tendrá dominio». No quedarían besos sobre la faz de la tierra y seguiría vivo el amor. ¿Cómo es posible que algo siga existiendo en un lugar en el que ya nada existe? Se desdibujan los perfiles de las cosas, las palabras se alargan, «y los mundos colgando de los árboles».
Pero el amor no solo conoce el futuro imposible, sino que también late en un pasado remoto, en el que nuestra carne no era siquiera un atisbo de luz proyectada. «Conocía mi garganta la sed antes de que la estructura / de piel y vena rodeara el pozo / […] / mi corazón sabía de amor, mi estómago, de hambre«, sigue susurrando Dylan Thomas, el susurro más ensordecedor jamás escuchado por una audiencia arrebatada. Porque no solo vive el amor en la sangre de sus palabras, sino también en sus pieles: en esa música de lo que dice, ¡todos los presentes querrían decir esas cosas cuando están enamorados!
Que lo escuchen los más jóvenes, los eternamente ingenuos niños que habitan las piedras del cementerio, ajenos al amor posible: «Un proceso en el tiempo del corazón / convierte lo húmedo en seco». Casi como el génesis de un brotar religioso, se expande el agua por los surcos de la tierra y vuelve después a desaparecer. «¿Quién es entonces ella, / la que me sujeta? / […] / es ella que poseo, / la tumba campestre caja se hizo para el amor, / y elevóse antes de la tiniebla». Tiene razón Dylan Thomas, claro. De repente no puedo parar de pensar hacia dentro. Ella no es otra cosa que la mano que me arrancó de la tumba infantil. El candil anaranjado que iluminó los caminos, que tradujo la caja de madera a sábanas limpias invadidas de posibilidades. «Y permanezco mudo para expresar al viento del tiempo / cómo el tiempo ha tocado el cielo rodeando estrellas».
La presencia de Dylan Thomas se difumina y se transforma en una habitante de las arterias. Recorre mis mundos invisibles y se acerca a «mi ajetreado corazón, que tiembla al oírla hablar«. El poeta adopta su voz imposible, desarraigada de mis oídos por el exterminio del tiempo. ¡Su voz extinta! «Y estos pobres nervios alambrados al cerebro / duelen sobre la carta de amor olvidada, / yo abrazo al amor en mi desnortado garabato». Ese es el susurro que llega ahora desde dentro, porque todos seguimos sobre el césped del camposanto, trazando un círculo, pero ya no hay nadie en el medio. La voz de Thomas se desprende de lo físico, es una voz que es la nuestra. Decenas de personas absortas, mirando al frente, pensando en el amor, «ya que la mitad del amor se planta en lo perdido«. La otra mitad somos nosotros, los que estamos aquí, solos.
Somos yo y yo mismo quienes nos enfrentamos ahora, ambos con la voz lejana del poeta galés, que encarna todos los lados posibles de todas las monedas. Es una voz poliédrica, un aliento múltiple: un escaparse para siempre y un no marcharse jamás. Así que se traza un peligroso equilibrio entre la permanencia física de la memoria, el pensar en ella, la «calma catedralicia sobre la casa demolida», ella «que provocaba altas mareas a la hora de los cuentos»; y el emprender una huida irreversible, el admitir que «tras la primera muerte, ya no hay otra». ¡Ay, el error fatal, el de asumirme a mí mismo entre los vivos que llegan al amanecer! No podría serlo, ya que yo mismo recuerdo las conversaciones y bailes de los muertos: «Me han enseñado a razonar con el corazón, / pero el corazón, como la cabeza, conduce inerme».
Yo ya estaba allí entonces, en los bailes ancestrales de la noche, antes de ella. Se anunciaba: «El roble muerto busca el amor». «Cerca y lejos anunció ella el robo del corazón», y fantaseé entonces con la idea de vivir. «Los ríos de los muertos estaban presentes / cuando yo asía su mano; y veía, / a través de sus ojos cerrados, las raíces del mar». «¡Música de los elementos, fábrica del milagro», había ocurrido la resurrección del que nunca antes podía haber existido! «Tira tus temores a un paquete de piedra», fueron sus primeras palabras. Ahora las recuerdo, sí, con la voz de Dylan Thomas, que ha conseguido levantarme, alzarme del suelo como si la gravedad se uniese a la muerte en su tierno proceso de extinción. Ella «ha llegado poseída / admitiendo la luz engañosa bailando sobre la pared, / poseída por los cielos», y yo, «llevado por la luz en brazos de ella muy a gusto / puedo sin error / sufrir la primera visión que puso fuego a las estrellas».
Hablábamos antes de amanecere. Pues bien: es un incendio, el amor ha quemado vivas a la muerte y la gravedad; ahora ha asesinado al tiempo. Nada existe, solo ese eco profundísimo del poeta que insiste, que imagina, que dibuja incansable. Termina un lápiz y se arma con el siguiente. Está pintando mis recuerdos: «Donde una vez las aguas de tu rostro / giraban hacia mis hélices, tu seco fantasma sopla». Y mi cuerpo se desmonta, abatido por ese viento terrible. «Yo, que era sordo a la primavera y el verano, / que por el nombre desconocía sol y luna, / sentí la caída en seco bajo mi armadura de mi carne». El presente se dobla como una hoja de papel y acaricia los días en los que «éramos extraños para mares con guía», cuando inventamos formas imposibles de caminar.
«Mi nariz percibe el aliento de ella arder como un arbusto», cien mil olores antiguos que hoy regresan y estallan. «Un soplo lanza luna contra sol», y el mundo se extingue definitivamente para posarme en un decorado muerto, a solas con la voz de Dylan Thomas, que sigue susurrándome cosas sobre el amor. A solas con mi memoria, que «ata corto el gesto del aliento». Y, ¿cómo salí yo entonces del cubículo de piedra? ¿Cómo escapé de las garras de lo invisible? «Exiliados en nosotros elevamos la suave, / suelta, desarmada seda y el áspero amor que rompe todas las rocas». ¡Rompiste la roca de mi muerte! «Por qué la seda es suave y la piedra hiere, / se preguntará el niño durante todos sus días».
Ahora lo sé, he regresado entre los muertos. Ella «camina sin herida ni relámpago en su rostro, / sopla un calmo viento, que entiesa los árboles como pelos / donde una vez la sangre suave de la nieve se volvió hielo». Me devolvió a mi cuna solitaria, el lugar donde «estalla un beso sin cantera de amor», donde un «golpe de carne mecánica sobre la mía, / acopla en estos mundos el círculo mortal». Este es un mundo inverso, aunque también comandado por las voces de Dylan Thomas: aquí reina la gravedad. Aquí habita la muerte. Aquí el tiempo es la losa de mármol que se extiende sobre mi pecho. Parte de mí piensa que «aromas de celuloide visten de amores la mentira», aunque otra todavía se pregunta, esperanzada: «¿Correré hacia los barcos, / con el viento en mi pelo, / o aquí me quedaré hasta mi muerte / sin dar la bienvenida a ningún marinero?».
Amanece definitivamente, ya en un mundo ordinario. Los muertos regresamos a las camas frías. Esperando la nueva noche, pienso —o piensa Dylan Thomas—: «Rendirse ahora es pagar dos veces al costoso ogro». «En la dirección final de un pueblo elemental / yo avanzo a lo largo como si fuera para siempre», extendiéndome en mis propósitos iniciales como si fuesen largas alfombras sin fin: el único territorio del mundo que tengo permitido pisar. Siempre pienso que «el balón que lancé jugando en el parque / aún no ha alcanzado el suelo». Queda vida posible por delante, espacio para que el amor «engañe a la casa a prueba de cielo con nubes entrantes«. Así que me preparo todo el día para una noche de bailes inmensos, y digo: «Oh, amor mío, nunca es demasiado tarde, / para que me lleves, como susurraste y me escribiste». Y me dice Dylan Thomas, ahora sí, gritando, emitiendo un alarido que invade toda la tierra: «No entres con calma en esa buena noche / rabia, rabia contra el morirse de la luz«. Rabia, pues, será.
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