Vincent Price, tan amante del gran Edgar Allan Poe como Roger Corman, en 1960 se mostró entusiasmado cuando se le planteó encarnar al obsesivo, decadente y perverso Roderick Usher. Y así dio comienzo uno de los ciclos más importantes del cine de bajo presupuesto y del cine fantástico en general. Al cabo, uno más de los grandes mitos en torno al fénix de la literatura de terror y detectivesca. Algo así como las traducciones al francés del maestro estadounidense debidas a Charles Baudelaire; o como La esfinge de los hielos (1897), escrita por Julio Verne a modo de continuación de Las aventuras de Arthur Gordon Pym (1838), la única novela de Poe. O, sin ir más lejos, otro mito como las magníficas versiones españolas de los relatos del estadounidense que Julio Cortázar llevó a cabo para la Universidad de Puerto Rico en 1956, esas que el lector en nuestra lengua lleva descubriendo desde 1970, con sumo deleite, en una memorable edición de El Libro de Bolsillo de Alianza Editorial.
Siempre conviene recordar que el malditismo de un creador, artístico o literario, no obedece a las circunstancias bajo las que conciba su obra. Muy por el contrario, el estigma surge en base a la inspiración de la que emana la creación. Así, podemos hablar de Edgar Allan Poe como de un poeta maldito porque dedicó sus versos más célebres a un pájaro de mal agüero que a modo de estribillo repite “nunca más”, cuando la poesía al uso se extasiaba con las avecillas de bello trino revoloteando alrededor de la muchacha más dulce.
El maestro de Boston prefería a las bellas muertas, y Price, que lo interpretó mejor que nadie, ha quedado, en esa entelequia que llamamos “memoria colectiva”, como la representación más genuina de semejante apetencia. Recuérdense las dos entregas del doctor Phibes, que Robert Fuest dirige en 1971 y 1972, respectivamente. Demasiado escabroso para no pocas sensibilidades, y a la par potente, tanto como para estigmatizar por extensión a cuantos interpretasen sus personajes. No acabo de descubrir si esas supuestas adaptaciones de Netflix son una faena o una broma. Lo que sí tengo claro es que nadie nos mostró la altiva decadencia de Roderick Usher como Price. Fue entonces cuando se asoció a este antiguo “villano taimado” de la Fox a los nobles arruinados, perversos, comidos por la enfermedad, que recreó en el cine de terror de los años 50 y 60. Un sambenito que el actor —que en los comienzos de su filmografía quiso ser shakespeareano— nunca logró superar. Eso sí, se lo tomó con buen humor. Lástima que Bela Lugosi, avocado al mismo destino, no estuviese para bromas. En cierto sentido, la sombría majestuosidad de Lugosi fue heredada por Price. Mientras, los zombis dejaban de ser esos muertos que Legendre —el personaje de Lugosi— revivía en La legión de los hombres sin alma (Victor Halperin, 1932) para emplearlos como trabajadores esclavos, hasta degenerar en esos autómatas antropófagos de la pantalla de nuestros días que, como ya no asustan a nadie, buscan dar o risa o asco.
En su momento, el éxito de El hundimiento de la casa Usher no se hizo esperar. Si hubo algo más sorprendente que sus extraordinarios beneficios, eso fue su plástica. Totalmente ajena a las sombras del expresionismo, que hasta entonces habían marcado la pauta en lo que al cine de terror se refiere, Floyd Crosby —el director de fotografía— retrata los delirios de Poe con una luminosidad próxima a la comedia. Y sin embargo, el terror funciona. Las acciones barrocas, con las que Corman resuelve sus secuencias, magnetizan al espectador como a Poe el alcohol y las drogas. Por su parte, la interpretación de Price es más que barroca. Algunos críticos no dudan en calificarla de rococó.
Así las cosas, todo es celebración, epifanía, cuando el mismo equipo técnico y artístico vuelven sobre Poe en El péndulo de la muerte (1961). Aquí ya queda claro que la obra original no va a ser más que una vaga referencia. Con estos planteamientos, las obsesiones que agobian a Nicolás Medina (Price) —ser enterrado en vida por su esposa— son las que, en el relato original, abruman a Roderick Usher.
Historias de terror (1962), es una antología de Poe integrada por tres cortometrajes basados en cuatro relatos: Morella (1835), El gato negro (1843), El extraño caso de M. Valdemar (1845) y El tonel de amontillado (1846). Aquí se incorpora a la serie otro de los grandes del terror de antaño: Peter Lorre, quien ya de antiguo viene parodiando a esos personajes perversos, pervertidos y malvados que le dieron fama treinta años antes. Ese tono de broma, que gravita en todo el metraje, no obsta para que la sonrisa se congele ante el emparedamiento de El gato negro o la putrefacción del cadáver de Valdemar al revertir su hipnosis. Es como el gesto que los torturadores muestran a quienes martirizan.
Cuando acude a su ventana el pájaro de mal agüero, en los primeros versos de El cuervo, Poe consulta unos libros de antigua sabiduría, intentando así aliviar el dolor causado por la muerte de Lenore. Dichos volúmenes no aparecen ni por el forro en la cinta que se supone basada en el célebre poema. Esa constante de utilizar sólo el título y el espíritu del maestro de Boston alcanza el paroxismo en El cuervo (1963). Otro de los grandes del escalofrío pretérito, Boris Karloff, se incorpora aquí al ciclo de Poe. Encarna a Scarabus, el autor del encantamiento.
Price sigue siendo el protagonista en La máscara de la muerte roja (1964): el príncipe Próspero, quien, exultante de esa sombría majestuosidad perdida por Lugosi, se jacta ante la Parca de crear su propio paraíso e infierno. La tumba de Ligeia también data de 1964 y se desmarca aún más del resto del ciclo. Además de las nuevas ausencias de Crosby y Matheson —la fotografía es de Arthur Grant y el guión del prestigioso libretista y realizador Robert Towne—, su localización, en escenarios naturales de la campiña inglesa, da una imagen mucho más gótica a la propuesta, lo que no deja de ser curioso, habida cuenta de que los espacios principales de la novela gótica —Maturin, Lewis, Radcliffe— suelen ser Italia y España. Quizá sea mejor apuntar que es la que resulta más acorde con las iluminaciones y texturas del cine de terror.
De todos los grandes poetas que amaron a las muertas tal vez fuera Poe —que tenía en el cadáver de una mujer hermosa su ideal estético— el más entregado. Más allá de los poemas que dedicó expresamente a bellas perdidas entre las ánimas —Lenore (1831), Annabel Lee (1849)—, las sombras de su madre y de su esposa, Virginia Clemm, otras dos bellezas destinadas a la muerte prematura, estigmatizaron toda la obra del fénix de la ficción diabólica. Con estos antecedentes, nada más lógico que el Verden Fell (Vincent Price) de La tumba de Ligeia —como el propio título indica— sea otro hombre atormentado con la muerte de su esposa, si bien su viudedad no le impedirá casarse con una joven vecina, lady Rowena Trevanion (Elizabeth Shepherd), en la que, por supuesto, volverá a ver a lady Ligeia.
Aunque se anunciaba como una adaptación más de Poe, el autor del relato en el que se basa The Haunted Palace, que Corman dirige en 1963, un año antes de viajar a Inglaterra para rodar La tumba de Ligeia, es Howard Phillips Lovecraft, el más grande de los innumerables discípulos del maestro de Boston. De Poe no hay más que el título, tomado de uno de sus versos. No seremos nosotros quienes vengamos ahora a enmendarle la plana a nadie y apuntaremos que The Haunted Palace es una cinta más del ciclo Poe-Corman-Price. Bien es verdad que el guión ya no es de Matheson, sino de Charles Beaumont, que aportará una impronta propia a la serie, pero la fotografía de Crosby hace que se nos antoje más del ciclo que La tumba de Ligeia.
Llama la atención el hecho de que la adaptación de El caso de Charles Dexter Ward sea mucho más fiel al relato original que las sugeridas por las ficciones de Poe. Ward (Price), el tipo en cuestión, se traslada a Arkham —ciudad mítica imaginada por Lovecraft en el estado de Massachusetts— en compañía de Ann (Debra Paget), su esposa, para hacerse cargo de una mansión que acaba de heredar. Ya instalado en su nuevo domicilio, Ward descubrirá la maldición que pesa sobre el lugar.
Antes de dar vida a François Delambre en La mosca (Kurt Neumann, 1958) y El regreso de la mosca (Edward Bernds, 1959), antes también de incorporar a Robur en El amo del mundo (William Witney, 1961), Vincent Price, durante más de 15 años, representó a la perfección el prototipo de mezquino al gusto de la 20th Century Fox. Para dicho estudio fue el Shelby Carpenter de Laura (Otto Preminger, 1946) y el inquietante señor de Dragonwyck en El castillo de Dragonwyck, dirigida por Joseph L. Mankiewicz aquel mismo año. Condenado a encarnar a tipos perversos, dio vida al cardenal Richelieu en la versión de Los tres mosqueteros que George Sidney rodara para la Metro en 1948. Paralelamente, no fueron pocos los papeles al margen de maldades que interpretó antes de pasar a integrar el trío Poe-Corman-Price.
Su vocación original fue la enseñanza. Licenciado en Historia del Arte por la Universidad de Yale, mientras ampliaba estudios en Inglaterra unas dificultades económicas —inusitadas en la que hasta entonces había sido una plácida existencia— le llevaron a la escena londinense. De nuevo en Estados Unidos, finalizaban los años 30 cuando Price ya era uno de los principales actores del Mercury Theatre de Orson Welles. Así las cosas, se inicia en el cine en 1939 de la mano de Rowland V. Lee, quien le contrata para encarnar a un personaje episódico en Service de Luxe.
Tal vez fuera Michael Curtiz el primero en reparar en las dotes de Price para dar vida a personajes siniestros y distinguidos al incluirle en el reparto de The Private Lives of Elizabeth and Essex (1939). Pero sería Lee, el primero de esos grandes de la serie B con los que el actor alcanzaría los mejores registros de su carrera, quien habría de descubrir las aptitudes de Price para la inquietud gótica en Torre de Londres (Roland V. Lee,1939), mucho más próxima al ciclo de terror de la Universal que al Ricardo III de Shakespeare en que se basaba.
La actividad interpretativa del hombre que estaba llamado a ser algo así como el caballero del escalofrío discurre entre personajes secundarios hasta que encabeza para André de Toth el reparto de Los crímenes del museo de cera (1953), encarnando en sus secuencias al primero de sus grandes dementes. A partir de entonces dará vida a algunos de los desequilibrados más memorables que la historia de la gran pantalla registra.
A diferencia de lo que hubiera cabido esperar en el rey de la inquietud de bajo presupuesto, sus aportaciones al giallo italiano se limitan a Le spie vengono dal semifreddo (Mario Bava, 1966). Con posterioridad, la carrera de Vincent Price —como la de tantos grandes del horror— discurre principalmente entre parodias de los personajes que le han llevado al parnaso cinéfilo. Eduardo Manostijeras (Tim Burton, 1990) pone punto final a su filmografía.
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