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Vigésima segunda sombra: Kioto,1973 - J. C. Pursewarden - Zenda
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Vigésima segunda sombra: Kioto,1973

Un corazón. No el suyo. Pero no era una broma, ni una absurda premonición. Era una visión desde el centro, porque el arquero es la pura idea de centro, el punto desde el que todo se alcanza. Tomoe tuvo que desistir de aquel disparo. Algunos de los maestros presentes la miraron en silencio, sin expresar...

Nunca olvidará aquel día. Tomoe se preparó, tensó la cuerda del arco como miles de veces antes. Ya no era una chiquilla. Maestra de Kyudo, el camino zen del arco, sabía alcanzar al instante la concentración total que precisaba para realizar un disparo perfecto: latir con la respiración del mundo, visualizar el lugar donde la flecha hendería sin error posible. Por eso aquel día, que ya no podrá olvidar jamás, sintió un escalofrío y se desconcentró. Había visto un corazón al final del camino de la flecha. Sabía.

Un corazón. No el suyo. Pero no era una broma, ni una absurda premonición. Era una visión desde el centro, porque el arquero es la pura idea de centro, el punto desde el que todo se alcanza. Tomoe tuvo que desistir de aquel disparo. Algunos de los maestros presentes la miraron en silencio, sin expresar la sorpresa que sentían. Solo mantenían su mirada, que encarna la de la tradición. Ella no quiso mirarlos. Hizo una leve reverencia con ojos ensimismados, bajó el arco y salió lentamente, caminando sin elevar los blancos calcetines del suelo. Deslizándolos parsimoniosamente.

Como mejor arquera de aquel dōjō no dejaba ni un solo día de perfeccionar su dominio del largo arco, o yumi. Durante veinte años había ganado en aquel recinto y por derecho propio un espacio reservado a los grandes. Delgada y ágil, no demasiado alta, con el pelo corto casi como un chico, tenía una belleza andrógina, pura, inexpugnable. Aún no era vieja, mediada la treintena, pero estaba muy lejos de los primeros disparos que realizó como una niña inocente con apenas catorce años. Había ganado en sabiduría y precisión. Su viejo maestro estaba muy orgulloso de ella, pero el sensei Sugawara aquel día no evitó una cara de extrañeza. Nunca antes había ocurrido algo parecido allí. Retener un disparo cuando ya casi había nacido. El viejo sensei no movió una ceja. Aceptó la reverencia de Tomoe pero fue el único que se había dado cuenta de que acababa de asistir a un momento realmente peligroso.

"Cuando se alcanza el objetivo de la gran doctrina, el disparo perfecto, en comunión con el universo, dar en el blanco ya no es lo importante"

Tiempo atrás había llegado aquel muchacho tímido, Haruki, alto y delgado. Cómo temblaba durante las primeras clases en el dōjō que Tomoe podía recordar. Ni siquiera era capaz de llevar el arco a la máxima tensión. Los primeros meses Tomoe sonreía cuando le escuchaba explicar tímidamente a su maestro las sensaciones —en realidad los dolores— que sentía cuando intentaba realizar los ocho pasos del Hassetsu. El disparo (hanare) en Kyudo no es algo sencillo, interviene todo el cuerpo perfectamente armonizado con el entorno y con el cosmos. El hanare espiritual acontece antes que el disparo físico, inexorable. Si está perfectamente tirada, la flecha espiritual nunca fallará. Encontrará su blanco perfecto sin posibilidad de error. Por eso los mejores disparan en completa oscuridad, con ojos vendados o de espaldas, y no yerran. Cuando se alcanza el objetivo de la gran doctrina, el disparo perfecto, en comunión con el universo, dar en el blanco ya no es lo importante. Fallar no es algo realmente posible, ni importa acertar a la perfección.

Con el paso de los años, Tomoe empezó a observar la evolución de Haruki con nuevos ojos. Algo atraía su atención, y cuando el muchacho era ya un joven universitario decidido, destacó por la disciplina y la manera impecable en la que realizaba sus disparos. Cada día. Verle era asistir a una danza milenaria, en su aliento y fuerza podía sentir el aliento y la fuerza de la creación. Parecía una secuencia de baile su manera de preparar el Ashi-bumi que coloca al arquero en posición tras un leve balanceo. A Tomoe le estremecía especialmente admirar su cuerpo poderoso cuando ya se había estirado en perfecta armonía (Do-zuruki), puesto arco y flecha en posición ante sus ojos (Yu-gamae) y cuando sus brazos largos y fuertes transportaban el arma hacia arriba, hasta la posición correcta, como ofreciéndosela al dios de los arqueros, elevándose por encima de la cabeza (Uchi-okoshi).

"Sintió un flechazo imaginario atravesando el aire del recinto de entrenamiento, lanzado por la alegría del joven. La vida en un latido. La vida en un disparo"

¿Cómo olvidar la nuca, esa nuca curvada hacia el infinito, como está curvado el yumi, en la que Tomoe puso su mano excitada la primera vez, cómo olvidar lo alta que estaba su boca mientras le besaba totalmente seducida por su esplendorosa juventud? El muchacho se la había quedado mirando, después de que ella repitiese uno de los disparos más perfectos de su vida. Absolutamente quieta, estaba en un éxtasis profundo de agradecimiento y humildad, lejano de cualquier celebración, cuando elevó la mirada y contempló aquella sonrisa tan perfecta como un disparo que hizo blanco en su alma madura.

Sintió un flechazo imaginario atravesando el aire del recinto de entrenamiento, lanzado por la alegría del joven. La vida en un latido. La vida en un disparo. ¿Cómo era posible caer así abatida, rendida en la primera herida? Tomoe se dirigió a la salida y por primera vez amontonó apresuradamente sus cosas sobre la mochila en dirección al coche. ¿Quería huir? Las metió hechas un burruño en el pequeño maletero del pequeño Toyota. Se quedó pensando… y entonces suspiró. Decidió algo así como tensar la cuerda lentamente: volvió sobre sus pasos para esperarle. Tomó aire. Entonces se ofreció a llevarle a casa.

Hablaron poco durante el viaje, sobre los maestros, los pasos del Hassetsu y los disparos perfectos de los antiguos. Haruki tenía una viva mirada que brillaba de un modo especial ante la cercanía de Tomoe. Le comentó sus impresiones ante las viejas fotografías del dōjō. Los maestros, la imperceptible evolución del Kyudo, tan difícil de comprender como la del monte Fuji. El pelo del joven era muy corto por los laterales y la nuca. Tenía un flequillo de cantante, una piel límpida y pálida. La nariz huesuda, los labios gruesos, el mentón irresistible. Las viejas fotos de las que le hablaba Haruki eran para Tomoe aquella tarde una revelación. Rostros perdidos, ausentes, vidas apagadas, dando en el blanco cada vez. Disparos espirituales, eran las representaciones de lo que el arco del cosmos puede hacer con las almas humanas. Rectas, afiladas, emplumadas, dispuestas para un vuelo breve y certero. Inolvidable. Inolvidable. Inolvidable… Tomoe fue errando el rumbo del coche lo mismo que el pensamiento hasta que condujo a ambos hasta su propia casa. Le invitó a pasar y seguir charlando un momento. Él dijo que tenía exámenes. Pero aceptó.

"La disciplina nada tiene contra el amor que perfecciona la vida humana, pensó"

Nada más cruzar la puerta sus bocas se encontraron. La mano en la nuca que no olvidaría. Sus lenguas chocaron en un disparo perfecto que hizo que sintieran sus almas expandirse. Ir perdiendo la ropa era como dejar unas alas enormes y maravillosas salir de un escondite carnal. «La disciplina nada tiene contra el amor que perfecciona la vida humana», pensó. En uno y otro sexo, la pasión es un ejercicio que permite después ejercitar una mayor fuerza para la concentración. Es el apego lo que puede percutir en los momentos de perfección, se dijo. Por eso cuando sus dos cuerpos disciplinados se abrazaron, duros, fibrosos, semidesnudos, la armonía de todo —los cristales y el jardín, las calles y las nubes, la suave brisa y la arena de las lejanas playas, la música de las estrellas y el silencio donde nace el sol, o el cosmos, según sintieron entre besos y jadeos— vibró con ellos.

Tomoe le empujó sobre el futón. Le arrancó los calzoncillos con un gesto que solo alguien entrenado en artes marciales puede realizar de manera tan elegante y fuerte al mismo tiempo. Después introdujo su sexo en la boca. Haruki estaba tan excitado que puso sus dos manazas en la cabeza para impulsar sus movimientos, al principio suave, pero después intensamente. El chico tenía los ojos en blanco y ella sentía el glande golpeando en el fondo de la cavidad bucal, causando arcadas que soportaba, mientras con los ojos desorbitados miraba el tórax hermoso y depilado, los pectorales esculpidos con el ejercicio y los pequeños pezones como puntas de flecha. La nuez de Adán subiendo y bajando con los jadeos, enorme, pronunciada. Los hombros y el cuello formando una T maravillosa. La piel brillaba, y ella sentía la polla dentro de la boca, cada vez más grande, cada vez más babosa, mientras sus manos recorrían las nalgas, los muslos y los testículos en el escroto retraído del muchacho.

"Después se puso de espaldas sobre él y siguió un movimiento incesante, cada vez más rápido"

Con una última arcada, ella extrajo el pene de su boca, aunque un hilo denso de babas y flujos quedó colgando un momento, uniendo sus comisuras con el glande. La tomó de las caderas y la giró para penetrarla por detrás. Ella se puso de rodillas sobre el futón y Haruki comenzó lentamente a golpear, hendiendo su sexo hasta el fondo. Tomoe estaba muy excitada, húmeda, se arqueó mientras él alargaba la mano y le acariciaba el pelo a lo garçon y le daba pequeños tirones que la excitaban aún más.

Se dio la vuelta y le tiró sobre la cama de nuevo. Quería cabalgarle. Se puso encima, primero de frente, para admirar la intensa belleza de aquellos ojos enigmáticos que verían el mundo en ese momento a través de ella y del roce de su piel y de su lengua jugando con las tetillas —casi le hizo correrse— y subiendo por el cuello hasta las orejas, que mordió. Después se puso de espaldas sobre él y siguió un movimiento incesante, cada vez más rápido. Las manos del muchacho ya no llegaban a sus pechos pequeños y se pusieron a recorrer las nalgas, masajearlas, metiendo la mano entre los dos. Alcanzó el clítoris, que Tomoe tenía entonces a punto de estallar. Haruki dio un tirón fuerte y la hizo desmontarse y acercó el coño hasta su boca.

El chico comenzó a comerla de una forma tan desaforada que le sorprendió. La lengua y los labios oprimían con besos y lametones el recóndito botón, a un ritmo que le llevó a entregarse absolutamente, mientras sentía varios dedos deslizarse en su vagina y acariciar el vello liso de su pubis. No podía más de excitación. Entonces Haruki empezó a follarla con la lengua, dentro, muy dentro, mientras le acariciaba el clítoris rítmicamente. A veces sentía los dientes del muchacho en los bordes de las caricias, pero no le hacían daño, le impelían para moverse frenéticamente. Llegó a notar entonces un dedo abriéndose paso por el ano, lúbrico, sorpresivo. Ella se acarició los pechos y miró hacia arriba, estirando el cuello, mientras sentía la cercanía de un orgasmo gigante, abrumador como la gran ola de Kanagawa, que iba a cubrirles por completo con ese placer salado y salvaje de un naufragio delicioso, con la espuma contenida y disciplinada durante todos los años de su entrenamiento.

"Abrió la boca y comenzaron las convulsiones. Una, dos, tres, cuatro, los jadeos, como si no hubiera pulmones suficientes para tanto placer"

Primero fue una quemazón, después un fuego en los muslos y el sexo. Su cuerpo pasó a vibrar como la cuerda del arco tras el disparo, en una onda cuya música era el placer infinito de todos sus órganos, de todos sus poros, de sus cabellos y sus labios donde la sangre bombeaba con tal dulzura que parecían flores donde algún animal mágico podría libar. Abrió la boca y comenzaron las convulsiones. Una, dos, tres, cuatro, los jadeos, como si no hubiera pulmones suficientes para tanto placer. El corazón se le salía del pecho y pasó de pellizcarse los pezones a sentir sus latidos mientras el mar de su cuerpo se calmaba.

Debajo de su sexo, Haruki casi se ahogaba, entre risas. Ella desmontó de su cabeza. Le besó con los labios rojos y ardientes, de manera profunda, animal, y dulce. Después volvió a meterse su glande en los labios mientras sus manos le masturbaban. La polla se arqueó, dispuesta para el disparo. El muchacho puso un brazo sobre los ojos y abrió la boca antes de exhalar tan fuertemente el aire que toda la habitación vibró con su jadeo grave y desesperado como de guerrero. Entonces un chorro blanco, espeso, borboteó sobre los labios de Tomoe. Una fuente sutil que manaba sin parar gotas cálidas en su lengua y que ella bebió mientras besaba. Se quedó con el pene en la boca y apoyó la cabeza en el muslo izquierdo de Haruki. La lengua, de vez en cuando, pasaba muy despacio sobre el glande, provocando un movimiento, una pequeña convulsión de placer. Hasta que todo se calmó. Hasta que la realidad volvió a sonar en sus oídos, que habían estado absortos, atentos a la música del otro.

Tomoe no quiso repetir aquel encuentro nunca más. La disciplina de veinte años se impuso al deseo de gozarse nuevamente. Haruki descubriría en las jóvenes de su edad nuevos paraísos. Había que regresar al equilibrio. Él trató de encontrarse con ella varias veces, sin lograr cruzar más que un saludo protocolario entre una maestra y un aprendiz de Kyudo. Ambos se imaginaban sin el uniforme, sabían que debajo de las faldas y el kimono latía una pasión cuyo control era un nuevo aprendizaje que serviría a su dominio de sí mismos en el momento del disparo.

"Mandó apagar las luces. Fue lentamente avanzando hasta que tenía el arco delante de los ojos. Miró la oscuridad"

Pasaron los meses y Haruki solo miraba a Tomoe desde lejos en el dōjō. Admiraba sus disparos con ojos de deseo. Ella hacía como que no lo notaba. Y todo parecía normal, hasta aquel día que ya jamás olvidará. Cuando vio un corazón al final de la flecha y supo que era el del chico. No debía permitirlo.

Al día siguiente decidió cambiar su horario. Entró en el dōjō al atardecer. Los alumnos ya se habían ido. Caía la noche y eso le permitiría estar a solas. Medir bien sus movimientos, la respiración, realizar los ocho pasos del Hassetsu como un único acorde con el universo. Mandó apagar las luces. Fue lentamente avanzando hasta que tenía el arco delante de los ojos. Miró la oscuridad. Era como mirarse a sí misma y aceptar el orden de las cosas. Comenzó el hiri-wake, fue tensando la cuerda con la derecha mientras sostenía el arco con la izquierda y la flecha iba acercándose a su pómulo derecho. Fue el movimiento más perfecto jamás logrado por ella hasta entonces, los brazos relajados, la columna hundida hacia la espalda por la tensión. Ni una vibración. Llegó al kai, al momento de máxima tensión en el que los párpados se baten como pájaros a la espera del disparo, cuando no se mira al blanco, pero se puede sentir, se ve. Cuando la flecha lo encuentra. Un momento mágico, el que invoca las fuerzas del cosmos desde el arco afinado con ellas para que conduzcan el tiempo detenido como una flecha.

Llegó el hanare. El disparo nació. El brazo derecho se retrajo y la flecha voló hacia la negrura. La brisa se contuvo. Pero el blanco no produjo su vibrante percusión. Sonó en su lugar un silencio, uno nuevo, un silencio que nacía con este disparo perfecto. El silencio de un corazón. Nadie sabía que, desde las sombras de la noche, a 60 metros del arco, del centro, un joven espiaba a la maestra en el momento de su máxima perfección.

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J. C. Pursewarden

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