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Expreso nocturno Madrid-Lisboa, 1983 (Una precuela) - I. Adler - Zenda
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Vigésima quinta sombra: Expreso nocturno Madrid-Lisboa, 1983 (Una precuela)

El compartimento era pequeño pero confortable. Dejó la mochila sobre la litera y salió al pasillo. Apoyado en la ventanilla, con el Player’s humeando en los labios, observaba la oscuridad exterior con una extraña sensación de felicidad. Cinco años de viajes y de guerras le habían dejado, a pesar de la juventud, una mirada singular...

El joven reportero aceleró el paso. Quedaban exactamente siete minutos y de ninguna manera podía perder aquel tren. Cruzó la estación desierta y salió por fin al andén. La noche caía, helada, sobre la ciudad dejando jirones de nubes oscuras en el horizonte. Subió de una zancada a su vagón, saludando al soñoliento revisor. A lo lejos se oyó una campanilla, las puertas automáticas se cerraron y el paisaje, al otro lado, comenzó a moverse con lentitud.

El compartimento era pequeño pero confortable. Dejó la mochila sobre la litera y salió al pasillo. Apoyado en la ventanilla, con el Player’s humeando en los labios, observaba la oscuridad exterior con una extraña sensación de felicidad. Cinco años de viajes y de guerras le habían dejado, a pesar de la juventud, una mirada singular curtida en pérdidas, intuiciones y supervivencia. La aparición repetida de su firma en primera plana, el recuerdo cálido de alguna mujer y unos pocos, leales amigos, constituía todo su patrimonio que, dicho sea de paso, no era en absoluto desdeñable.

"Apoyado en la ventanilla, con el Player's humeando en los labios, observaba la oscuridad exterior con una extraña sensación de felicidad"

Sin dirigirle una mirada, el revisor cortó el billete de ida y se alejó, desganado, por el mal iluminado pasillo. Al otro lado de la ventanilla, la luna competía en alocada carrera con el vagón por alcanzar una meta todavía lejana. El joven reportero había planificado una noche tranquila de lectura y descanso antes de la llegada a Lisboa, donde tendría que apresurarse al aeropuerto para alcanzar el primer vuelo en conexión con Asmara. Entró en el compartimento y se echó la mochila al hombro. De su contenido dependía, en buena medida, su vida: libros, algunas cosas de aseo, ropa limpia y documentos en regla; un par de visados y algo de dinero en efectivo proporcionado generosamente por su periódico (una generosidad directamente proporcional a la reputación del periodista y la peligrosidad del lugar en el que solía trabajar) era cuanto tenía para poder cruzar las líneas vigiladas hasta llegar a Eritrea. Una guerra lejana, un reportaje por escribir, historias pobladas de personajes que recordar. Miró el reloj. Justo a tiempo para cenar algo.

A mediados de los años 80, el vagón-restaurante del Expreso nocturno Madrid- Lisboa no era precisamente el del Orient-Express, pero aún había manteles blancos y un par de buenos vinos en la carta. El primer turno de comensales ocupaba casi todas las mesas. Al fondo quedaba un asiento libre junto a una chica que leía un libro.

—¿Me permite?

—Por favor —respondió levantando un momento la vista—. Acabo de terminar de cenar.

Pelo corto, piel bronceada, ojos color uva recién lavada, camiseta blanca, tejanos azules. Le sonrió dulcemente, cerrando el libro y usando el dedo índice de marcapáginas. Un rápido vistazo le bastó al joven para identificar el título: Claudius Bombarnac, en la popular edición de Hachette ilustrada por Faivre. Diablos, pensó asombrado, no podía ser casualidad. Aquella novela de Julio Verne había sido una de las razones por las que él se había hecho reportero. Y también el primer libro que le enseño a entender los trenes como lugares perfectos para el misterio y la aventura. La chica y su libro desaparecieron tras la puerta de cristal, dejándole con una extraña sensación de irrealidad. Con la copa de vino en la mano, miró, curioso, al resto de los pasajeros. Se sentía como Poirot en el escenario de un crimen. Observó con disimulo a la pareja que ocupaba la mesa de al lado porque le resultaba familiar; ella rubia, uñas lacadas en rojo sangre y sofisticado escote que dejaba bien visible un tatuaje con forma de flor de lis en el hombro; él, bigote recortado y guantes negros de piel, la escuchaba, serio el rostro, cruzado por una fea cicatriz. En susurros comentaban algo sobre Alejandro Dumas y sobre un misterioso club. Junto a ellos una extraña pareja jugaba al ajedrez; ella demasiado joven, él demasiado gris. En el último movimiento, el ajedrecista la miró a los ojos: “Vámonos a Pénjamo, con dos haches”. Acto seguido, guardó con lentitud la dama negra en el bolsillo de la arrugada chaqueta y encendió un cigarrillo, mirando la noche. El joven reportero masticaba despacio su filet mignon. No quería perder detalle de aquellos personajes ni de aquel momento extraordinario.

"A su lado, un anciano de porte altivo y maneras exquisitas sostenía un cigarrillo con la delicadeza firme del que se prepara para un combate de esgrima"

En la mesa del fondo distinguió a un grupo de comensales que charlaba animadamente. Parecían viajar juntos o conocerse desde hacía tiempo: una hermosa mujer madura de intensos ojos negros y fuerte acento mexicano sonreía a un apuesto caballero con aspecto de hidalgo cervantino, gran bigote y mirada glauca, al que acompañaba un muchacho, tal vez su hijo. A su lado, un anciano de porte altivo y maneras exquisitas sostenía un cigarrillo con la delicadeza firme del que se prepara para un combate de esgrima, mientras en el otro extremo de la mesa, un sacerdote con aspecto de galán de cine escuchaba concentrado a una chica delgada, muy hermosa, de pelo castaño y cuerpo de gacela que parecía contarle una historia triste acerca de una batalla, un pintor y una torre abandonada.

El joven reportero apuró la copa de vino, dejando un billete sobre el mantel. Caminaba, concentrado, por el largo pasillo fumando el segundo Player’s, arrastrando la extraña sensación de que aquellos desconocidos le resultaban tremendamente familiares, como si se hubiese cruzado en un sueño con un puñado de viejos amigos de la infancia.

La rubia abundante del tatuaje en el hombro también se había levantado. Le seguía tan de cerca que su presencia le hizo volver la cabeza.

Hola —le dijo con voz ronca, manteniendo el equilibrio sobre sus zapatos de tacón—. Me suena su cara ¿nos conocemos?

Él le sonrió tranquilo mirándola muy despacio con el cigarrillo en la boca. Ojos azules, labios carnosos, escote infinito.

Creía que estaba acompañada —le dijo sin dejar de sonreír.

Lo estaba, pero ahora estoy sola.

¿Fuma? —se interesó el hombre ofreciéndole un Player’s.

Depende de la compañía —ella clavaba sus ojos cobalto en los de él. Se acercó un poco más y eligió uno, esperando, solícita, el fuego. El joven sonreía casi divertido detrás de la llama del encendedor.

¿Qué le parece la mía?

Me puede ser útil esta noche.

"El vestido negro, ceñido, marcaba el lugar por donde empezar la táctica de aproximación, y la cremallera hasta el final de la espalda facilitaba notablemente el acceso"

Caminaban por el pasillo desierto de primera clase hacia el compartimento de ella, que precedía con voluptuosidad la marcha. El vestido negro, ceñido, marcaba el lugar por donde empezar la táctica de aproximación, y la cremallera hasta el final de la espalda facilitaba notablemente el acceso, pensó él.

El compartimiento no era demasiado espacioso, pero a ellos no parecía hacerles falta más espacio. Tampoco palabras. Con violencia, ella le mordió los labios mientras apretaba el trasero masculino, duro, contra su pubis, clavándole las uñas rojas por encima del pantalón. Él la sujetaba del pelo echándole la cabeza hacia atrás, besándole el cuello y los hombros, el escote, la flor de lis y el arranque de los senos. Ella rugía de placer, y como una pantera en celo se arrodilló sigilosa y flexible deshaciendo de un zarpazo la ropa del hombre, lamiendo su carne excitada, disfrutando con la violencia con la que él se clavaba en su garganta, desdibujando con la saliva el carmín de los labios. Con fuerza la levantó, empujándola boca abajo sobre la cama, deslizando lentamente la cremallera del vestido. Al comprobar que no llevaba ropa interior, el hombre tiró de sus hombros, obligándola a sujetarse con los brazos y las rodillas sobre el estrecho colchón. Ella le ofrecía, obscena, las nalgas abiertas, la cabeza un poco girada hacia un lado para que él pudiese ver que sonreía de puro placer salvaje. Pero él no miraba su sonrisa, precisamente. Atento al deseo, recorría con el miembro duro la curva de la espalda, mientras le acariciaba el clítoris húmedo con profesionalidad y eficacia, retrasando, mientras ella se retorcía de gusto, su propio placer. Tras varios espasmos, finalmente él penetró en aquel coño inundado y hambriento de su carne y su semen, derramándose en lo más profundo con un gruñido de placer.

Regresaba sigiloso, exhausto y triunfante, la chaqueta sobre los hombros, fumando el último Player’s de la noche, o el primero de la mañana, envuelto todavía en el olor a hembra de la rubia generosa cuando, casi a la altura de su compartimento, aquella chica le salió al encuentro.

—Me gustan los trenes —le dijo sin más.

Él la contemplaba, divertido

—¿Por eso leías en la cena esa aventura del Transasiático?

La joven le sostenía la mirada sin decir nada. Sus ojos verdes sonreían extrañamente, iluminando las sombras

—No. Lo leía porque ese libro esconde las claves de una vida.

—Nunca lo había visto así.

"Entonces la joven, con infinita ternura o con infinito cansancio, se volvió y le besó suavemente los labios"

Ella guardó silencio, mirando con aplomo el rostro de aquel joven guapo en el que azulaba una barba que delataba la noche en vela, como si midiese la capacidad del reportero lector de Verne de estar a la altura del juego. Pegó la frente al cristal de la ventanilla que enmarcaba la primera, débil luz rosácea del amanecer. Ambos estaban tan cerca que casi se rozaban, mecidos por el sonido de los bogies. Entonces la joven, con infinita ternura o con infinito cansancio, se volvió y le besó suavemente los labios. El hombre sintió un latido singular, como si le removieran algo desconocido, doloroso y dulce en su interior. Ninguna de las decenas de besos apasionados de la ajetreada noche le habían hecho sentir aquello.

Tal vez un día —le dijo él sin saber muy bien por qué— nos crucemos en otro viaje y otro tren, acompañados por los personajes de las novelas que aún no he escrito.

Tal vez —dijo ella con sonrisa de diablo enamorado—. Tal vez.

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