Imagen de portada: Vientana de Helios Pandiella, foto de Fernanda Burón
Hay miradas que pueden modificar una pintura, como hay lectores que pueden cambiar un libro. También hay lienzos que pueden modificar una mirada y su manera de percibir el mundo, así como libros que pueden cambiar los anhelos de un lector. Uno de los ejemplos más conocidos de esta compleja relación, de este intercambio perceptivo y sensorial, se encuentra en la vinculación establecida entre Johannes Vermeer y Marcel Proust, o si se prefiere entre Vista de Delft y alguna de las páginas de oro de En busca del tiempo perdido, donde se describe la muerte de Bergotte ante un fragmento de pared amarilla que, desde las minuciosas pinceladas de Vermeer, reverbera al lado de los torreones de la desaparecida puerta de Rotterdam.
No por conocida resulta menos aleccionadora esta ficción proustiana, lo que hace que muchos lectores —entre los que me encuentro— vuelvan a releer y comentar, una y otra vez, este memorable pasaje de La prisionera. He dicho ficción, y no estoy seguro, ya que la monumental obra de En busca del tiempo perdido, si no biográfica sí es autográfica, aunque en este pasaje concreto con ribetes de mayor intensidad. El personaje de Bergotte adquiere mucha relevancia en la hora de su muerte, al desdoblarlo Proust en diferentes planos, a través de los cuales la verosimilitud literaria alcanza y transciende la propia realidad. Bergotte, en la Recherche, es el alter ego de Anatole France, gloria nacional de las letras francesas y rey de los salones literarios de la época de meritoriaje, y de diletantismo literario, de Marcel Proust. El asmático de la rue Hamelin ha querido homenajear en estas páginas a Anatole France y al genio holandés, al escritor declinante que empieza a ser preterido y al pintor olvidado, cuyo arte ha vencido el paso del tiempo. Pero en esta recreación, el fragmento de pared amarilla se transforma en un veraz espejo que no nos devuelve la máscara de Bergotte, sino el pálido rostro de Marcel Proust. Es él quien directamente nos habla, sin intermediarios —después de seguirlo por el largo camino de Swann, hasta alcanzar el cuadro de Vermeer con sus develadores reflejos—, y no el escritor de El crinen de Sylvestre Bonnard.
Desde el mismo día en que este lúcido parisino —que por entonces estaba dándole vueltas a La Prisionera— asistió a una exposición de pintura holandesa en el museo de Jeu de Paume, el 24 de mayo de 1921, un año antes de su muerte, el cuadro de Vermeer ya nunca volvió a ser el mismo. La mirada de Proust reinventa la panorámica de Delft —más bien el fragmento de pared amarilla— al transformarla en toda una poética, en un preciso sistema de pesas y medidas, en una fiel balanza en las que pesar y sopesar las cualidades estéticas de una obra de arte y los valores morales de una vida.
Desde entonces, muchos lectores de Proust y admiradores de Vermeer, peregrinan al Mauritshuis para repetir la experiencia de Bergotte ante el fragmento de pared amarilla de Vista de Delft. Yo también acudo con cierta frecuencia, pero no a La Haya, sino a la pinacoteca municipal Eduardo Úrculo de Langreo. Un antiguo edificio construido en 1919 por los arquitectos Francisco Casariego y Enrique Bustelo, entonces como macelo y ahora reconvertido en museo local. En una de sus paredes se encuentra colgado una tabla pintada al óleo por Helios Pandiella, titulada con el neologismo —entre viento y ventana— de Vientana, aunque el título original era el de Vientana, vista parcial de La Felguera. Los cuadros de Helios Pandiella se han convertido entre sus conocidos en una leyenda, ya que en plena vigencia y proyección de su pintura —a una edad muy temprana— dejó de pintar. Los poseedores de sus cuadros los atesoran celosamente, por lo que su pintura resulta prácticamente inaccesible para el espectador, lo mismo que sus encomiadas plumillas. Pero Vientana, una de sus obras más destacadas, permanece afortunadamente expuesta y accesible en un espacio público.
Suelo visitar con cierta frecuencia la pinacoteca Eduardo Úrculo, donde casi siempre tengo el privilegio de ser su único visitante. Cuando me introduzco por sus galerías y espacios expositivos me voy cruzando con cuadros de Bernardo Sanjurjo, de Jesús Díaz Zuco, de Manuel Beltrán, de Úrculo, de Lombardía, de Rubén Darío, de Guillermo Morales, de Vicente Pastor, de Melquíades Álvarez, de Antonio Gil Morán y de Ricardo Mojardín, junto a otro largo elenco de destacados pintores. Obras pictóricas, la mayoría de ellas sumamente interesantes, que en mí desencadenan la ilusión de componer un camino imaginario, una senda iniciática que siempre me lleva ante la Vientana de Helios Pandiella.
Vermeer pintó su famoso cuadro, según señalan los estudiosos de la obra, mirando por la ventana de un segundo piso. Helios Pandiella pintó su panorámica de La Felguera desde la suya. Desde luego el viento del arte se detuvo en sus pinceles, en los del holandés y en los del felguerino, demostrando una vez más, como decía nuestro secreto y socrático Eugenio Torrecilla, que «la tierra más sólida es la que el arte ha vislumbrado».
Sí, hay cuadros que pueden modificar una mirada y su manera de percibir el mundo. Muchas veces, después de recorrer las galerías de la pinacoteca Eduardo Úrculo, me detengo ante el cuadro de Helios Pandiella, para pesar y sopesar en su Vientana las preseas de mi vida, hasta que —como Bergotte, o mejor como Marcel Proust— me tambaleo.
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