Vicente Vallés (Madrid, 1963) pasó por Zenda en septiembre del año I del SARS-CoV-2, al poco de que le concedieran el Premio Francisco Cerecedo. Nos habló entonces de, entre otros asuntos, su infancia en la chabola que construyó su abuelo en un barrio “que había detrás del campo del Rayo Vallecano”, de su vocación periodística o de su faceta de escritor, y nos desveló la gestación de una novela que tenía mucho que ver con sus libros anteriores: los ensayos Trump y la caída del imperio Clinton y El rastro de los rusos muertos. Ahora, el director y presentador de Antena 3 Noticias 2 vuelve a esta casa con su primera obra de ficción bajo el brazo, Operación Kazán (Espasa, 2022), galardonada con el Premio Primavera y en la que convergen los géneros negro, histórico y de espías. La trama tiene tela: resulta que la candidata demócrata a la presidencia de EEUU es una espía rusa al servicio de Putin, digo, de Iván Karlov, que es el malo de la historia. ¿Cómo se llega hasta ahí? ¿Quiénes intentarán impedirlo? ¿Lo conseguirán? La respuesta la hallará el lector en un libro terriblemente adictivo, muy interesante y bien escrito.
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—Señor Vallés, ¿es aconsejable que la ficción supere a la realidad?
—No sé si es aconsejable, pero es inevitable que la realidad supere a la ficción. Creo que en mi libro me he ajustado mucho a un gran número de hechos reales, porque hay mucha historia real en la que se desarrolla la historia de ficción. Luego, terminas escribiendo una historia de ficción, y en la historia real pasa algo como la invasión de Ucrania, que ni siquiera podíamos prever.
—¿Cómo se convirtió en novelista?
—Tenía la idea en la cabeza y un día me senté y me puse a escribir. Y a partir de ahí, me lié (risas). Me lié, me lié, me lié, y acabé escribiendo la novela. Cuando me puse a escribir, para empezar, no sabía si iba a tener un segundo día de escribir la continuación de lo que había escrito el día anterior y, en el caso de que llegara a terminar la novela, no estaba seguro de que me fuera a atrever siquiera a llevarla a una editorial para que la vieran; mucho menos, que ganara un concurso. Para mí, es una sorpresa muy agradable. Me cuesta verme como escritor de una novela, y mucho más, de una novela que ha conseguido un premio.
—Una novela negra, política, histórica…
—Sí, tiene un poquito de todo. Tiene una parte de novela negra, es una novela histórica parcialmente… Soy muy aficionado a la novela histórica. El lector de novela histórica va a encontrar en Operación Kazán algo que le apetezca leer. Hay muchos episodios históricos del último siglo en los que he intentado ser muy detallista, no yendo solamente a la cosa gruesa que todo el mundo conoce o que casi todo el mundo conoce. En algunos casos, he buscado mucho ese detalle. Por ejemplo, hay una escena que se desarrolla en las semanas posteriores al desembarco de Normandía. Claro, yo he leído mucho sobre la II Guerra Mundial, he leído mucho sobre el desembarco de Normandía. Igual que todo el mundo, he visto películas y documentales sobre el desembarco de Normandía. Pero no me parecía suficiente eso y, en el verano de 2019, cuando todavía no había llegado la pandemia, cogí a mi familia, nos fuimos a Normandía, y nos pasamos una semana recorriendo Normandía para conocer los lugares, los pueblecitos, la orografía del terreno, que en Normandía fue fundamental, porque, por ejemplo, las zanjas que separan las diferentes granjas de Normandía fueron una pesadilla para la huida de los alemanes y una pesadilla para el avance de los Aliados, porque no había manera de ir por ahí con los tanques o los blindados. Entonces, esos detalles no son habituales en el conocimiento general que la gente tiene sobre eso, y me ha gustado mucho hacer ese tipo de detallismo. También hay muchos episodios de la época más reciente, de los últimos veinte/treinta años, en los que he querido centrarme, sobre todo, en lugares, fechas o acontecimientos en los que yo mismo he estado como periodista, de manera que los conozco personalmente. Por ejemplo, el Kremlin, que lo conocí por dentro en un viaje de Felipe González, en la última parte de su mandato, cuando estaba gobernando Boris Yeltsin. Estuvimos dentro, en la recepción, en la rueda de prensa de ambos. O cosas que tienen que ver con elecciones americanas que he cubierto. La cafetería de Naciones Unidas es un recuerdo de dos veces que estuve allí cuando se estaba debatiendo, en el año 2003, la posibilidad de que EEUU atacara a Irak. Me pasé un mes entero en Nueva York cubriendo esas discusiones. Y en varios de esos días, acabábamos en la cafetería, donde iban los diplomáticos o los embajadores, como Lavrov. Lavrov era entonces embajador de Rusia en Naciones Unidas, y allí lo conocí personalmente.
—Para escribir Operación Kazán, sus referentes literarios han sido…
—Principalmente hay dos, y me postro ante ellos en la novela de espías. Por supuesto, John le Carré. Ahora estoy leyendo su novela póstuma, Proyecto Silverview. Llevo como cincuenta páginas. Pero, por encima de Le Carré, a quien más he leído en novela de espías es a Frederick Forsyth. Creo que he leído, prácticamente, toda su obra. Y he visto un montón de películas basadas en sus novelas. Para mí, Operación Kazán es una especie de homenaje hacia ellos, con la modestia lógica de quien no se siente en condiciones de igualar el nivel que ellos han tenido. Pero sí que es un homenaje por lo bien que lo he pasado leyendo sus libros.
—¿Cómo le fue durante su gestación novelística?
—La idea básica de la trama de espías empieza a surgir en mi cabeza cuando estaba terminando de escribir mi anterior ensayo, El rastro de los rusos muertos. Este surge, a su vez, de un libro anterior sobre Donald Trump. Este libro se publicó justo el día en el que tomó posesión Trump, el 20 de enero de 2017. Ahí ya se hablaba de la injerencia rusa en las elecciones americanas del año 2016. A partir de ese momento, empezaron las investigaciones, por varias vías, en EEUU. Hubo investigaciones del FBI, de la CIA, del propio Congreso de EEUU y, por supuesto, de varios medios de comunicación importantes, como el New York Times o el Washington Post. De hecho, alguna de estas investigaciones todavía no ha terminado. Yo las seguí muy atento. Sentía que el libro sobre Trump había quedado inconcluso porque no había una, digamos, solución definitiva a la injerencia rusa. Entonces, seguí muy atento a eso y, a raíz de esas investigaciones, empecé a ver muchas noticias inconexas que intenté conectar sobre operaciones extrañas. Por supuesto, Rusia nunca asume la responsabilidad, pero esas operaciones raras te llevaban a un hilo sobre el funcionamiento de los servicios de inteligencia rusos, y así surge El rastro de los rusos muertos. Entonces, cuando lo estaba terminando de escribir, pensaba: “Aquí hay una trama real, que es la de la injerencia rusa en las elecciones americanas. ¿Qué pasaría si en la ficción subimos un par de escalones sobre esta realidad que ya se ha producido? Elevemos el grado de injerencia”. A partir de ahí, surge la idea. Se quedó dando vueltas en mi cabeza durante un tiempo, y un día me puse a escribir. Lo único que tenía claro en mi cabeza era cómo empezar. El inicio de la historia no ha cambiado desde el primer día. Lo demás tiene vida propia. Cuando te pones a escribir, más allá de que tengas una idea general de lo que quieres poner, se te van ocurriendo cosas sobre la marcha; en un momento determinado, lo que has escrito lo revisas al día siguiente y no te gusta, y lo quitas; se te ocurren tramas alternativas o paralelas que quieres ir mezclando, luego las tienes que unir para que tengan cierto sentido…
—En ese sentido, ¿cuál fue su mayor preocupación?
—He tenido varias preocupaciones. La primera, lógicamente, que esto se pudiera digerir por cualquier lector y lo pudiera pasar bien. Me preocupaba mucho algo que he aprendido leyendo muchas novelas de este tipo, mucha novela negra, y viendo muchas películas de este estilo: que no quedaran cabos sueltos. O, por lo menos, que no fueran cabos sueltos muy evidentes. Muchas veces estás viendo una película, un thriller, y dices: “Vamos a ver, si este personaje hubiera hecho esta otra cosa, el resto de la película ya no tiene sentido”. Intentaba que no hubiera mucho de eso. He intentado cerrar todos los cabos que se pudieran abrir.
—Bueno, y ahora, ¿cómo lleva el puerperio?
—Con mucha felicidad. La sorpresa de haber sido ganador del Premio Primavera es… Yo pensaba que una novela de espías no es el tipo de novela que puede ganar un premio como este. Sin embargo, me he llevado una sorpresa muy agradable. Vamos, es una maravilla. Luego, estoy agitado con la promoción: hay muchos viajes, muchas entrevistas… pero es algo que me gusta hacer, porque me permite salir de Madrid, del encierro periodístico que tenemos siempre en Madrid, aunque sean viajes muy rápidos de ida y vuelta. He estado en Sevilla, mañana (la entrevista se hizo el viernes 1 de abril) me voy a Santa Cruz de Tenerife, la semana que viene voy a Bilbao…
—Al leer sobre Richard Banks, uno piensa en Trump; al leer sobre Jeremy Williams, en Biden; al leer sobre Iván Karlov, en Putin. Centrémonos en el último, que es el que, de los citados, y de lejos, tiene más peso en la novela. ¿Cómo construyó al gran villano de Operación Kazán?
—Es verdad que hay varios personajes con su nombre real, que son personajes históricos; hay otros que aparecen con un nombre ficticio, algunos son fácilmente identificables y otros no tanto, y es una parte del juego que yo hago con el lector: “Adivine quién es este, quién puede ser”. En el caso de Karlov, la realidad te permite describir mucho al propio personaje, sus características, su forma de comportarse, pero luego la novela tiene su vida propia, y algunos detalles diferentes surgen porque para el tiempo en el que estás escribiendo ese episodio concreto, te viene bien que ese personaje tenga una característica determinada que no tiene nada que ver con la realidad. Eso está bien porque le da otra riqueza al texto.
—Los diálogos de Karlov con Serkin me parecen muy interesantes. En uno de ellos, el presidente ruso dice: “Ni la política ni la ideología ni el dinero es lo más importante. Son los sentimientos los que condicionan todo en la vida”. ¿Suscribe?
—En cierta medida, sí. Con esa frase, pretendo mostrar cómo un personaje tan villano también tiene sentimientos. Sí, eso es determinante en la vida de todos. También en la de alguien como él.
—Va otra frase de las que Karlov dice a Serkin: “Los occidentales han demostrado ser suficientemente estúpidos como para creerse cualquier mentira que les contamos en las webs y las cuentas falsas de Twitter y Facebook que creamos en Rusia”. Va una pregunta retórica: de nuevo, ¿suscribe?
—Suscribo, sí, sí. Esto nos ha pasado mucho. No suscribo el insulto hacia los occidentales, que es propio de alguien como él, pero sí el fondo de la cuestión. Esto se ha demostrado: se demostró en las elecciones americanas de 2016, cuando gana Donald Trump, o en otros procesos electorales en Europa. El mecanismo de Putin ha generado tensiones en países occidentales, ha alimentado los extremismos de un lado y del otro. Sí, suscribo sus palabras. Es verdad que ahora estamos mucho más prevenidos. Cuando esto empezó hace unos años, pilló, por ejemplo, muy desprevenido a EEUU. Lo de 2016, EEUU no se lo esperaba. Por eso no estaban preparados para un ataque de propaganda falsa como el que se produjo en esas elecciones.
—Su Edward Brooks es un personaje ficticio, pero ¿tiene su historia algún anclaje con la realidad?
—Hay episodios con alguna similitud. Por ejemplo: algo que sí ha ocurrido y que, previsiblemente, mientras nosotros estamos hablando aquí, está ocurriendo, es que en EEUU haya agentes rusos que pasan por ser ciudadanos americanos normales, que tienen una vida normal, con una familia, con un trabajo al que acuden todos los días, y que, cuando consiguen una información, la envían a sus servicios en Moscú. El más grave de los últimos episodios que se ha producido, o el más llamativo, lo relataba yo en El rastro de los rusos muertos. Ocurrió en 2010. El FBI consiguió destapar un grupo de estos espías, llamados “ilegales”. Son ilegales porque no son personal de las embajadas o de los consulados rusos. Trabajan independientemente. Un funcionario ruso que trabaje en el consulado de Nueva York, o de Los Ángeles, o de Madrid, sin ir más lejos, puede ser un agente del FSB, del servicio de inteligencia ruso, pero aquí tiene un cargo de funcionario diplomático. Como tal, tiene cierta inmunidad: si le pillan haciendo labores de espionaje, no lo pueden detener, juzgar y encarcelar. Lo único que se puede hacer con ellos es expulsarlos del país, y eso pasa periódicamente. “Hemos expulsado a tres”. Y Rusia responde expulsando a tres de Moscú. Pero los ilegales no son funcionarios rusos en una embajada o en un consulado. De manera que si los encuentran, a ellos sí los pueden juzgar, condenar y encarcelar. En 2010 ocurrió esto con una ciudadana rusa que se hacía pasar por ciudadana americana en EEUU. El FBI la encontró, la detuvo y, en torno a ella, había un grupo de unos diez espías más. Los pillaron a todos, los detuvieron, los enjuiciaron y los condenaron. ¿Qué ocurrió? Esto era en la época de Obama. Putin había dejado de ser presidente, había vuelto a ser primer ministro a la espera de volver a ser presidente unos años después. Por la Constitución rusa, no se podía presentar otra vez hasta 2012, que es lo que hizo. Estaba Medvédev, que era su anterior primer ministro y que fue presidente durante cuatro años. Entonces, Obama y Medvédev acordaron el primer intercambio de espías posterior a la Guerra Fría. Desde que cayó la URSS, la primera vez que se producía un intercambio de espías fue ahí. Y el episodio es muy curioso: EEUU entregó diez, y Rusia entregó a cinco. Hubo una discusión grande en EEUU: “Bueno, bueno, nosotros entregamos diez, pero los cinco que nos dan son mucho más importantes que los que entregamos nosotros”. Esto se hizo en una pista del aeropuerto de Viena. Uno de los espías que entregó Rusia era Serguéi Skripal, que fue envenenado en una ciudad al sur de Londres hace unos años. Estuvo al borde de la muerte. Los británicos dicen que consiguieron salvarle la vida, aunque nunca más se le ha visto. Ni a él, ni a su hija.
—La misión arranca en 1922 y concluye en 2024. ¿Tienen los rusos una concepción del tiempo diferente a la de los occidentales?
—Es posible. Esto se dice mucho de los chinos, que tienen mucha calma. O del Vaticano: tienen dos mil y pico años de historia, y se lo toman todo con mucha calma. Creo que los rusos también. En cualquier caso, el trabajo de los servicios de inteligencia en general, da igual el país, suele ser tranquilo, con mucho nivel de detalle, a la espera de tomar decisiones teniendo toda la información. No siempre es una cosa de: “Mandemos un espía a no sé dónde y que nos resuelva el trabajo de hoy para mañana”. Hay veces que hay que hacerlo así, porque son cosas muy urgentes, pero lo que es el trabajo a largo plazo es importantísimo para los países. Precisamente, cuando tienes prisa en conseguir un dato, necesitas haber tenido ya una infraestructura bien montada de mucho tiempo. Y los servicios de inteligencia rusos, previamente soviéticos, son determinantes en Rusia. La caída de la URSS, el derrumbe medio controlado de la URSS no se entiende si no es con la existencia del KGB, y con el KGB controlando ese proceso. Y luego, el FSB, heredero del KGB, controla el proceso de sucesión de Yeltsin hacia Vladimir Putin, que es nombrado primer ministro cuando era el jefe del espionaje ruso. Es decir, Yeltsin nombra primer ministro al jefe de los espías, que había sido espía.
—¿Cuál es la parte de la novela que más ha disfrutado mientras la escribía?
—(Piensa) Los episodios históricos de la II Guerra Mundial. Antes hablaba del tema de Normandía: habiendo estado recientemente allí, me ha permitido hacerlo con cierto detalle. He investigado mucho cómo fue el avance de los Aliados por esa zona para detallarlo en el libro. Luego, lo he pasado bien, aunque muy preocupado, con los diálogos. Cuando empecé a escribir la novela, lo que más me asustaba era si los diálogos iban a ser buenos o no. Más o menos te apañas con las descripciones y con el relato, pero luego, cuando tienes que poner a interactuar a dos personajes… He quedado más o menos satisfecho.
—Por cierto, ¿quién es el Charlie al que dedica la novela?
—Charlie es un amigo americano de mi familia. Mis padres lo conocieron antes de que yo naciera. Es alguien al que deberé mucho toda mi vida. Murió hace unos años. Inspira, parcialmente, alguno de los personajes. Gracias a él, pude, siendo bastante pequeño, viajar a EEUU y conocer EEUU. Me invitó él a que fuera. Mi madre trabajó con él y con su mujer. Él era oficial de la Fuerza Aérea Americana y había estado destinado en Torrejón. Estamos hablando de finales de los 50 / primeros 60. Mi madre trabajó como empleada del hogar para ellos, y la trataron de maravilla. Le enseñaron a hablar inglés. Luego, volvieron a EEUU, montaron una empresa y, al cabo de diez años, volvieron de visita y me invitaron a pasar un verano con ellos, cuando yo tenía diez u once años. Y fue una experiencia… imagínate. Años después, pasé allí otro verano, cuando ya estaba en la universidad. Y Charlie me enseñó muchas cosas sobre EEUU y sobre política americana que luego me sirvieron, precisamente, para desarrollar mi trabajo. Soy muy friki de la política americana y, en buena medida, es gracias a Charlie.
—Por curiosidad, ¿cuántas posibilidades tiene el Richard Banks II real, o sea, Donald Trump Jr., de liderar el Partido Republicano?
—Las mismas que cualquier otro ciudadano norteamericano que pueda presentarse a las elecciones. Yo creo que no tiene muchas. Tampoco creo que Trump, si se quiere presentar, como andan por ahí diciendo, tenga muchas posibilidades. Creo que no; luego, puede pasar cualquier cosa. También lo creíamos en 2016, y ganó. Las cosas están feas para Trump padre por el asalto al Capitolio. La responsabilidad que pueda tener se está investigando y, se tarde más o se tarde menos, seguramente, un cierto porcentaje importante de responsabilidad se le va a achacar a él, y eso, creo, le inhabilita para presentarse a unas elecciones y para ganarlas. Creo, cualquiera sabe. Y creo que un “Richard Banks II” no tendría tantas posibilidades como su padre.
—Vamos terminando con un tema sobre el que, estoy convencido, no le habrán preguntado en absoluto: la guerra de Ucrania.
—(Risas) Es verdad.
—El general Fernando Alejandre, hace unas semanas, me dijo: “Ucrania será carne de Putin, es una batalla perdida”. ¿Está de acuerdo?
—No sabemos exactamente cuál es el objetivo de Putin. No tenemos muy claro si el objetivo de Putin es anexionarse Ucrania por completo, si es controlar por completo Ucrania y poner un gobierno títere, como ha hecho en Bielorrusia, o si el objetivo es lanzar una invasión que vaya un poco más lejos del Donbás para, después, quedarse con el Donbás. Eso podría ser, y llegaría un momento en el que diría: “Retiro mis tropas del norte de Ucrania, pero me quedo con el Donbás. O independizamos este territorio, que lo gobiernen los prorrusos y, con un mando a distancia, lo controlo”. Como no sabemos exactamente cuál es el objetivo que se ha marcado Putin con esta invasión, es difícil saber si lo está consiguiendo o no. Si el objetivo era invadir toda Ucrania y quedarse con ella, desde luego, no lo está consiguiendo, y creo que es muy difícil que lo pueda llegar a conseguir; si quiere quedarse con la mitad oriental del país, es un objetivo más factible, pero también muy difícil, porque requiere de un número enorme de soldados para ocupar el territorio y mantenerlo controlado, y no sé si tienen esa posibilidad en Rusia. Parece más realista lo del Donbás. De hecho, ya lo controlaban antes de esta invasión. Ahora, querrán controlarlo todavía más. O que la comunidad internacional lo reconozca como territorio ruso o territorio independiente prorruso. Lo que sí creo es que, consiga o no consiga sus objetivos, Putin nunca más va a ser alguien aceptado por, al menos, medio mundo como un interlocutor válido. Esa parte de la guerra la tiene perdida.
—“Hay misiones en la vida que no deben dejarse a medias”, le dice su Karlov a la viuda de Sorokin. ¿Puede trasladarse esa sentencia a lo que está haciendo Putin en Ucrania?
—Creo que no quiere dejar la misión a medias, no me cabe ninguna duda; otra cosa es que pueda. Los militares suelen decir que no hay estrategia que sobreviva al contacto con el campo de batalla. Tú puedes poner los mapas sobre la mesa y decir: “Vamos a mandar esta unidad o esta división por aquí, vamos a atacar por allá”. Pero una vez que empieza la batalla, no sabes lo que va a pasar. Esto, si lo trasladamos a una cosa más pacífica, pasa igual: el entrenador puede tener una estrategia previa al partido, pero cuando empieza a rodar la pelota, no puedes prever para dónde va a rodar. Putin puede querer una cosa, y luego veremos qué puede conseguir. Y, ya digo, la posguerra va a ser un escenario en el que Putin se va a encontrar con mucha gente que no le querrá reconocer como alguien con el que se puede hablar.
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