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Vicente Monroy: "El mundo no puede ser una excusa para hacer películas"
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Vicente Monroy: «El mundo no puede ser una excusa para hacer películas»

Vicente Monroy (Toledo, 1989) piensa muy rápido pero es capaz de hablar despacio. Acaba de publicar Contra la cinefilia: Historia de un romance exagerado (Clave Intelectual), un ensayo en el que repasa la historia de lo sucedido al otro lado de la pantalla. Mientras buscamos una terraza despejada para hacer una entrevista sobre el libro, me...

Por la noche, mis padres y yo nos sentamos en el salón para ver Mon oncle, la película de Jacques Tati. Mi perra se acomoda en el sofá al principio, mientras bajan los créditos, pero la primera escena la hace sobresaltarse: otros perros juegan en la pantalla. Salta de su asiento y se acerca al televisor, girando la cabeza y mirándonos alternativamente, llorando de una manera suave, como en forma de súplica. Al cabo de un rato, los perros desaparecen por la parte derecha del plano, que se mantiene fijo sobre una carretera vacía. Ella, nerviosa, corre hacia la puerta del salón y trata de abrirla. Aquellos perros deben haberse ido a alguna otra parte.

Vicente Monroy (Toledo, 1989) piensa muy rápido pero es capaz de hablar despacio. Acaba de publicar Contra la cinefilia: Historia de un romance exagerado (Clave Intelectual), un ensayo en el que repasa la historia de lo sucedido al otro lado de la pantalla. Mientras buscamos una terraza despejada para hacer una entrevista sobre el libro, me sugiere que escriba lo que quiera, que haga algo creativo, que no me acartone en el formato clásico de entrevista. Le digo que sí, que claro, que vale. Creo que le estoy mintiendo.

***

—No tengo ninguna intención de hacer una entrevista irreverente. No sé si tú tuviste la intención, en algún momento, de escribir un libro irreverente.

—Ni mucho menos. Este es un libro de amor. Entiendo que es el título lo que está levantando un poco de revuelo superficial, pero el libro en sí… creo que no da margen para enfadarse al lector.

—La lectura más frecuente ha sido la de interpretar el contra como una oposición, pero he leído en otras entrevistas que tú encaras el término desde otro lugar, asimilándolo al sentido que puede tener como prefijo en contraplano. Así, el título sugeriría que el libro es lo que está al otro lado de la cinefilia.

—Desde el principio tenía claro que Contra la cinefilia era un título que iba a funcionar, pero mentiría si dijese que no me surgieron dudas al respecto a lo largo de su escritura. Mis reticencias a la hora de mantener ese contra venían dadas por mi miedo a asimilarme a un tipo de obras últimamente prolíficas que han desarrollado el tópico de los libros contra algo. Sin ir más lejos y sin alejarnos de nuestra generación, ahí tenemos el Contra la posmodernidad de Ernesto Castro. Yo no quería tirar por ahí en absoluto, y si al final lo dejamos fue porque a mí me gustó pensar que podía estar hablando también de esa otra cosa que mencionas, de hacer un contraplano de la cinefilia. De buscar una imagen contraria que articulase ideas sobre la cinefilia.

—Diríamos que esta vía articuló tu justificación para mantener el título.

—En un momento dado también me mantuvo con ganas de escribir el libro, porque también tuve miedo de estar siendo injusto en mi posicionamiento. A través de esa geometría inherente a las palabras fue como conseguí mantenerme en la idea de que no estaba haciendo un libro injusto; de que no estaba siendo injusto ni conmigo ni con los demás. Mi intención no fue en ningún momento la de ponerme a provocar como si fuese un columnista.

—Arrancas con la anécdota de tu catártica salida del cine tras ver El río, de Jean Renoir, y después llevas a cabo una especie de refutación biográfica: te colocas en la posición del cinéfilo y después desmontas las convenciones sobre las que se construye su condición, que al fin y al cabo no son sino las convenciones sobre las que tú mismo te has construido y formado a lo largo de tu adolescencia y tu primera juventud. Me interesa saber cómo te has deshecho de ese embrujo.

—La cuestión del yo, que está bastante presente en el libro —y que me preocupó bastante durante su escritura—, tiene mucho que ver con eso. Yo exijo que haya una relación entre el mundo y yo a través de este análisis de la mirada. Es decir: yo considero que, al analizar la cinefilia, lo que estoy haciendo no es sino analizar la mirada del ser humano a lo largo del último siglo y medio. Así que, a través de esa relación entre el mundo y yo, considero que articulo un problema que sí, es personal, pero también global. Cuando hablamos de que la cinefilia está en crisis no estamos diciendo nada frívolo, sino que nos estamos preocupando por la manera en que la gente ve el mundo. Hay una razón de fondo en la escritura del libro —que actualmente se denominaría con facilidad política— que tiene que ver con lo humano. Me gusta pensar que el problema que me planteo es un problema humanista, relacionado el hecho de asumir que tenemos una serie de problemas a la hora de mirar el mundo.

A lo largo de la historia de la cinefilia, desde los años 60 hasta los años 90, se puede ver una tendencia muy clara en la literatura cinéfila según la cual los autores van dejando de hablar de las películas y acaban hablando de sí mismos. Pienso en Perseverancia, de Serge Daney, que no es sino un texto sobre él mismo: se ve cómo ha personalizado totalmente la cuestión cinematográfica. Ha dejado de importarle lo que está viendo enfrente, solamente se preocupa por sí mismo. Me interesaba exorcizar un poco esa imagen, empezando la escritura de la mano del yo pero rápidamente pasando a hablar de los demás, articulando así ese salto entre lo personal y lo que considero que es universal, que es nuestra manera de ver el mundo.

—Respecto al término cinefilia, que es la materia central de debate sobre la que se construye tu planteamiento, tú aplicas una lectura muy determinada, sustentada por tesis como la de André Bazin. Se da una ruptura en los usos de la palabra: por un lado, el uso baziniano, casi revolucionario entonces en el sentido de que el espectador y el contraplano adquirían una relevancia de la que no habían dispuesto hasta aquel momento; por otro, el tuyo, que sugiere un estatismo radical: planteas que la cinefilia se conserva desclasada y en el mismo lugar en el que la dibujó una revolución que se produjo hace más de 70 años.

—El problema actual es que aquella revolución triunfó. La cinefilia ha triunfado. Si escuchas a André Bazin hablando en la radio entonces, te darás cuenta de que lo que él estaba planteando como el futuro del cine es básicamente lo que hoy tenemos. Considero que el problema que ha llevado a una estatificación de la cinefilia es que toda esa generación cinéfila triunfó en lo que proponía. El problema no es que los preceptos de aquella revolución no se hayan cumplido, sino más bien al contrario: si ahora mismo los cinéfilos se sienten tan cómodos y tan seguros de sí mismos cuando hablan, cuando suben sus pantallazos a Twitter y cuando hacen sus listas, es porque toda esa forma de ver la cultura del cine ha triunfado. Hemos perdido, por ejemplo, la posibilidad de construir una cinesofía en lugar de una cinefilia: sé que es muy pedante proponerlo así, pero creo que me refiero a esto cuando digo que tiene que haber una forma distinta de avanzar hacia el futuro del cine. Pero realmente la cinefilia, con todas sus maravillas —porque no dejó de ser una revolución de la mirada y de la forma de entender el arte—, triunfó en todos sus propósitos.

—Asocias indefectiblemente el concepto cinefilia a la propuesta de Bazin.

—Bueno, más que la propuesta de André Bazin, creo que lo que caracteriza a la cinefilia es la búsqueda constante del cine como objeto de devoción, el haber encontrado un ideal devoto en las películas. Mi opinión es que esta no es más que una de muchas maneras de acercarse a él. ¿Qué ocurre cuando conviertes al cine en un objeto de devoción? Que el objeto demanda unas características. Y cuando empiezas a definir esas características, empiezas también a dejar muchas cosas fuera. De este modo, el cine ya se ha convertido en un mundo totalmente cerrado, en un mundo que se pliega sobre sí mismo: todos sabemos en el fondo lo que es el cine y, sobre todo, sabemos lo que no lo es. Sabemos que muchas formas del audiovisual no son cine. Y todo esto se sustenta únicamente sobre esa cultura devota. Para mí eso es lo que es la cinefilia, o al menos es en lo que se ha convertido.

***

—Hay un juego triangular en el primer capítulo del libro que encuentro divertido: citas a Sartre diciendo que Ciudadano Kane no es cine porque “el cine no puede estar en pretérito”; después a André Bazin refutando esta tesis al introducir una noción impura del cine; finalmente tú mismo hablas de que la presente noción de la cinefilia remite únicamente al pasado y que el cine vuelve a desatender los asuntos del presente. Sé que hago trampa, porque Sartre hablaba del pasado en términos muy distintos a los tuyos, pero atendiendo a esta triangulación se podría decir que te asocias con su mirada sobre Ciudadano Kane.

—Me gustaría pensar que con quien me asocio es con Bazin, pero puedes tener razón. El planteamiento que se lleva a cabo a partir de mediados de los años 40 en París tiene que ver con preguntarse constantemente cuál es el futuro del cine. Hoy en día nadie se pregunta cuál es el futuro del cine. Estamos encerrados en ese círculo que empieza hablando en pretérito y termina hablando en pretérito. Diría, de hecho, que el cinéfilo de hoy se parece un poco a Sartre, pero simplemente porque no para de decir que para que el cine sea cine se tiene que parecer al cine del pasado, o que al menos tiene que estar vinculado de alguna manera a él, y eso es exactamente lo que Sartre recriminaba a Ciudadano Kane: no cumplir con las reglas previstas.

Al responder a su propia pregunta sobre el futuro del cine, Bazin hablaba de la impureza. Uno de sus logros más grandes, desde mi punto de vista, fue defender la existencia de un arte impuro. Es algo que no ha hecho nadie nunca en la historia de la humanidad: defender el ideal de un arte impuro. ¡El arte tiene que ser puro por naturaleza! Todavía hoy hay gente como Pedro Vallín que afirma que el cine no es arte porque es impuro, cuando eso era precisamente lo que proponía Bazin como ideal —¡en el año 45!— para constituirlo como arte. Creo que esa propuesta es revolucionaria incluso leída desde el presente, que ni siquiera nosotros somos capaces de entender el alcance que tiene la idea de un arte impuro.

—En el libro problematizas la idea de plantearse una historia del cine teniendo en cuenta que se trata un arte muy reciente, heterogéneo y difícil de organizar por la forma precipitada en que sus revoluciones se han ido sucediendo a lo largo del último siglo.

—La cinefilia, al empezar a observar el cine como objeto de devoción e intentar construir su propia mitología, se vio obligada a construir la que considero su mayor fantasía. La supuesta historia del cine, que no sería más que entender la historia del medio como una gran unidad o un todo coherente, es la mayor ficción que posee el cinéfilo. Yo no creo que sea posible armar una historia del cine a día de hoy. Se trata de un arte en exceso heterogéneo, compuesto por una serie de fenómenos demasiado amplios y en gran medida desconocidos. Pero insisto en que este es uno de los grandes logros de la cinefilia: el haber conseguido generar la idea de esta unidad coherente que, además, se asimila a la historia del arte, con una etapa primitiva seguida por otra en la que se desarrolla un lenguaje —en blanco y negro, igual que las estatuas de los griegos—, de pronto aparece el color y su descubrimiento nos aproxima a un ideal de relatividad del gusto… es una ficción completamente cogida por los pelos, aunque también tiene sus cosas maravillosas. Sin embargo, creo que en el 125 aniversario del nacimiento del cine estamos en posición de refutarla o, por lo menos, de plantearla de forma crítica, enfrentándonos a algunos de sus preceptos originales.

—También te enfrentas al hecho de que el crítico se aproxime al cine desde un punto de vista que desatiende un poco sus elementos lingüísticos, encaramándose más a una suerte de misticismo; citas constantemente mantras del tipo “el cine todavía no existe”, “el cine ya está muerto”…

—Al lenguaje cinematográfico sí que se le ha prestado atención, ¡quizá incluso demasiada! Lo que sí pienso que se perdió muy rápido del impulso baziniano fue el humanismo: todavía hoy en día se utilizan conceptos asociados a la puesta en escena que a mí me parecen totalmente anticuados; se habla de la semiótica cinematográfica, del análisis de planos, se utiliza la asociación de moral e imagen… pero lo que prácticamente ha desaparecido es aquella vocación escolástica, casi educativa. Bazin era un gran educador que creía en el cine como una potencia social. Ni siquiera como un medio, sino como una potencia capaz de enseñar cosas a los demás, de aproximarse a los demás. Hace poco descubrí una conversación radiofónica en la que participaban Bazin y Georges Sadoul en el año 46: opinaban que ya era hora de dejar de hablar de lenguaje cinematográfico. Consideraban que aquella había sido una discusión importante a lo largo de los primeros 40 años de la historia del cine pero que, una vez su lenguaje estaba formado, se trataba de saber de qué hablar. De cómo tenemos que tratar los distintos temas para educar a las clases trabajadoras, de cómo nos tenemos que aproximar a la gente a través del cine. Es cierto que sobre lenguaje existe muchísima información disponible, pero lo que sí que creo es que aún hoy estamos pendientes de articularla en lo que vendría a ser una gran teoría humanista del cine.

—¿Sientes que esta aproximación más academicista al lenguaje cinematográfico —que puede propiciar esas lecturas aún hoy fundamentadas en elementos de puesta en escena o la semiótica cinematográfica— se pueden haber disociado desde entonces y a lo largo de las últimas décadas de su objeto, es decir, de la realidad?

—La historia del cine está tan ajustada que las revoluciones se han ido sucediendo demasiado rápido. Todo un mundo se encapsula desde finales de los 50 a principios de los 60, cuando Rivette escribe sobre el travelling de Kapò: su texto supone casi el cierre de una época, una época que vincula el gesto de un autor con una moral determinada. A ella la sucede otra época en la que entra en escena el posestructuralismo y se recuperan en Francia las teorías de Einsenstein, que impactan directamente en el cine de autores como Godard. Toda esta serie de revoluciones se producen de una forma tan veloz… De pronto, en los años sesenta Foucault ha matado al autor. Y entonces esa figura, central durante los 50 en los Cahiers, ya no sirve: no podemos hacer nada con ella porque Foucault no solo la ha desmontado, sino que además lo ha hecho bien.

De este modo, ha sido muy difícil generar una gran teoría cinematográfica. De hecho, los que para mí han sido los mejores teóricos de la historia del cine nunca fueron capaces de construirla: Bazin no lo hizo, Einsenstein apenas pudo esbozarla. Lo más parecido que tenemos es lo que hizo Deleuze en los años 80, aunque considero que tampoco se puede considerar que constituya una gran teoría porque, en el fondo, se acerca más a ser una suerte de botánica del cine. Esa gran teoría está todavía pendiente de ser escrita. El cine está casi todavía por inventarse. Por eso hablo siempre de que yo tengo mucha fe cuando escribo Contra la cinefilia; tengo mucha esperanza y cariño puestos en el futuro del cine, pero es que creo que el cine no es de lo que habla la cinefilia. No se puede hacer equivaler al cine con la cinefilia, y la cinefilia ha acaparado totalmente la discusión sobre el cine. Pero sigo pensando que esa gran teoría, igual que la capacidad de recuperar el humanismo baziniano o la forma de entender el cine de Eisenstein… todas esas cosas están todavía en nuestras manos.

—Es curioso: todos los autores y teóricos que referencias están como mínimo a cuarenta años de distancia. Es como si existiese un vacío teórico desde entonces, que no sé si atribuyes a un desplazamiento de la conversación cinematográfica hacia lo industrial a partir de los años 80, provocando que desde entonces la discusión teórica se produzca siempre en un ámbito mucho más marginal.

—Si aceptamos que se pueden establecer metáforas que relacionen la historia del cine con la historia del arte en general, probablemente lo que pasó con la nouvelle vague tendría que ver con el descubrimiento del ser humano como artista, que tuvo lugar alrededor de los siglos XIV y XV en Europa. Y probablemente ahora estaríamos en una etapa muy distinta, que a lo mejor tendría relación con la concepción de la historia de Benjamin o de Warburg. De hecho, lo que se ha producido en la teoría cinematográfica de los últimos 10 o 15 años —aunque esté mucho más escondida, como dices— tiene que ver con eso: con la introducción del palimpsesto de Benjamin, con esa idea de la construcción de una psicohistoria del arte, del cine. Sobre esto están escribiendo un gran número de autores en la actualidad, como puede ser el ejemplo de Adrian Martin.

Contra la cinefilia puede parecer pesimista en el sentido de que se apega demasiado a esos autores de hace más de 40 años, pero lo hace porque yo todavía tengo mucha confianza en lo que están haciendo muchos escritores en activo, y el libro quiere ser más una ayuda que una negación absoluta de toda la historia de la cinefilia —cosa que considero que no tiene lugar y no merece la pena, porque la cinefilia ha dejado cosas muy buenas—. Mi intención era la de trabajar a favor de ciertas cosas que se están haciendo hoy en día, y también de una relectura de la cinefilia que sí que se está efectuando. Puede ser que sea la postura de deshacerte de tus contemporáneos resulte un poco cómoda, pero lo hice porque tengo muchas esperanzas puestas en lo que están haciendo ahora mismo.

—Igual que antes trazaba el triángulo con Sartre y Bazin, quería proponerte otra trampa: a lo largo del libro, la sombra de Éric Rohmer es alargada. En un momento dado reproduces esta cita suya: “En el cine, el clasicismo siempre está por delante”. Más adelante, arremetes contra los cinéfilos de hoy describiéndolos como una suerte de neoclasicistas. No sé si acierto al decir que la cinefilia reivindica una noción no necesariamente disímil de la que reivindicaba Rohmer, pero que lo hace desde un tiempo que quizá no le corresponda.

—No me gusta ser ese tipo de persona, pero creo que Internet ha sido un arma de doble filo en cierto sentido. Ha colaborado a construir una cinefilia bastante acrítica, apegada a las modas y al frameo y a votar películas en las redes sociales. Creo que merecería la pena ver la mitad de películas y dedicar la hora y media restante a leer sobre cine. Mucha gente es incapaz de hacer eso por el simple hecho de que tiene que votar en Filmaffinity o Letterboxd su ratio de 100 películas al mes para ser feliz. Internet es una cosa sobre la que muchos habíamos depositado muchísimas esperanzas: pensábamos que iba a ser el germen de una revolución porque nos permite un acceso a las imágenes totalmente inédito —pero no en la historia del cine, sino en la historia del pensamiento—. Ahora mismo, la forma que tenemos de relacionarnos con las imágenes es extraordinaria y no deja de emocionarme, con lo que no es que sea 100% crítico con sus las posibilidades de Internet. Sin embargo, sí pienso que ha provocado un regreso a los términos empleados en los Cahiers en los años 50, pero de una manera totalmente frívola. No se puede aplicar a nuestro mundo el concepto de puesta en escena como se aplicaba en los años 50. Es imposible, para empezar, porque en los años 50 tenía un sentido sobre todo revolucionario: era un ejemplo total de eso que Adrian Martin llama la cinefilia como máquina de guerra. El tipo de construcción teórica que desarrollaron los franceses en los años 50 directamente se contradecía a sí misma, lo contradecía todo: era una bomba. Hicieron explotar todo un gran ideario sobre el arte fuertemente sedimentado, hasta tal punto de que conseguir que el cine se disociara prácticamente de la misma historia del arte. Hoy en día es imposible aplicar esas ideas, es imposible establecer un gran discurso alrededor de la semiótica y el análisis de los planos, que es lo que hace mucha gente en Internet. Esos trabajos de análisis te pueden parecer más o menos bonitos, pero creo que con eso no se puede hacer nada relevante. Pasa lo mismo al hablar del cine de autor: tenemos un apego a la figura del autor que tampoco coincide con las necesidades de nuestra época.

—Quizá sea que subrayar la revolución la vuelve contrarrevolucionaria.

—Y puede que todo esto también tenga que ver con un desplazamiento de los espacios del cine, de la sala al hogar; o con el hecho de habernos convertido en nuestros propios distribuidores a través de la piratería. Este tipo de desplazamientos han provocado lo siguiente: antes teníamos gran teoría que se proyectaba en una gran pantalla en una gran sala de forma gregaria; ahora, una pequeña teoría que se retroproyecta en una pequeña pantalla en un pequeño salón y para dos personas. Creo que, dado ese cambio de escala, no podemos hacer una metáfora directa con lo que era el cine hace 50 años, y sin embargo es lo que nos empeñamos en hacer una y otra vez.

***

—Retomando lo que decías de que no se puede hablar con propiedad de la figura del autor hoy en día, en el libro arremetes contra Philippe Garrel y Pedro Costa por encallarse en unas búsquedas formales y lingüísticas concretas que, desde tu punto de vista, más que añadir, solo reproducen sistemas anticuados.

—Es que viven de la cinefilia, no viven del cine. Su target es una manera de ser cinéfila, una manera de ver el mundo cinéfila; con esa motivación dirigen sus películas. No es que yo tenga nada en contra de estos autores en concreto ni del trabajo que hacen. Lo que me duele es que hablen tanto de humanidad cuando realmente lo único que les importa es el mundo en tanto que posibilidad para hacer películas, cuando yo estoy convencido de que debe ser al contrario: el mundo no puede ser una excusa para hacer películas, es al revés. Hacer películas debe ser una excusa para llegar hasta el mundo. Además, es un fake muy bien montado: la gran revolución de Pedro Costa la década pasada —que a mí no deja de interesarme: En el cuarto de Vanda o Juventud en marcha son películas que me interesan— en el fondo no deja de ser como un parque de atracciones del viejo humanismo cinéfilo; una reconstrucción de la idea de humanidad a través del cine que me parece completamente falsa. El ejemplo máximo que tenemos ahora mismo en España es Óliver Laxe: ¡que deje de hablar de lo humano, si es obvio que el único humano que le interesa en el mundo es él mismo! Son directores que viven para la cinefilia, que no viven para el cine siquiera. ¡Y tampoco deberían vivir para el cine! Yo creo que deberían vivir para la realidad. Pero entonces el alejamiento ya es doble.

—No sé si tu posición puede ser demasiado categórica a este respecto, en tanto también hay cineastas contemporáneos que llevan a cabo el sistema que tú propones —y pienso en Jia Zhang-Ke u otros cineastas asiáticos como Edward Yang o Hou Hsiao-Hsien, que sí realizan este trayecto desde la realidad hacia lo cinematográfico—.

—Aquí le tomaré prestada a Susan Sontag esta cosa que, en realidad, me parece un poco falaz: creo que el cine no son las películas. El cine no son cuatro películas de cuatro autores, ni por defender a cuatro autores estamos defendiendo al cine.

—Claro, pero tampoco a la inversa, ¿no?

—Ya… pero en el fondo todos estos autores de los que me estás hablando no dejan de ser personas completamente sometidas al modelo de la industria o, más bien, al modelo de los festivales, que también han creado su subcategoría de cinefilia. Les pasa incluso a los mejores, incluso a Hong Sangsoo y a otros directores que de verdad me gustan. No por defenderlos a ellos puedo dejar de ser crítico con esto, porque se trata de una idea del cine que trasciende lo concreto. De todas formas, sí planteas un punto que me ha generado problemas a lo largo de la escritura de Contra la cinefilia. Una vez terminado el libro, me sigo preguntando si no debería haber evitado esa referencia a dos películas de dos autores en concreto que no me han gustado, porque el libro no va de eso, no va de películas, y es posible que haya caído en mi propia trampa. Lo que yo propongo tiene más que ver con lo estructural, con qué vamos a hacer con todo esto, insisto: con una idea del cine más allá de saber si ciertos autores están haciendo cosas buenas o bonitas, o si se están aprovechando del sistema para hacer cosas importantes, que estoy seguro de que sí. A mí lo que me importa es pensar sobre a dónde miramos cuando pensamos en el cine.

—Quería retomar lo que antes me comentabas sobre Internet para engarzarlo con la revolución tecnológica y sobre todo digital que ha modificado también las formas de hacer cine. A raíz de esto, me viene a la cabeza el texto que escribiste a principios de año haciendo un resumen cinematográfico del año 2019, en el que únicamente hablabas de dos películas: una restauración de Queen of Diamonds, de Nina Menkes —originalmente estrenada en 1991— y The Beach Bum, de Harmony Korine, que ni siquiera llegó a distribuirse en España. Esta última propone una mirada sobre el cine puesto al servicio de una serie de recursos digitales devenidos en formas de expresión, empleando un lenguaje vinculado radicalmente al presente y a la forma de mirar que tenemos las personas que nos hemos criado con Internet, apegadas a lo digital.

—Aquel texto tenía una intención bastante perversa que era, como bien dices, destacar dos películas que ni siquiera eran del 2019. Me parece bien vivir en este anacronismo en el que defendemos una película que ni siquiera llega a nuestro país, o que llega cinco años tarde, o que si llega no la ve nadie, porque: ¿hasta qué punto estamos viviendo en una cosa que avanza o seguimos habitando un estado suspendido de las imágenes? Hablamos mucho sobre lo tecnológico, pero creo que en el fondo no estamos hablando de cómo podemos aplicar esta tecnología. La historia del cine es una historia de la tecnología: eso lo vio muy bien Bazin. Su teoría histórica del cine era claramente evolutiva y él consideraba que iba a culminar en una gran reconstrucción de la realidad que iba a superar totalmente la idea de la pantalla, la reproducción, el color y el formato; que prácticamente íbamos a acabar incluidos en una realidad ficticia. Y eso lo iba a producir la tecnología, que era quien nos iba a llevar a una reconstrucción total del mundo. Pero hoy en día ya no es así: vemos Internet como una manera de aproximarnos a una idea pasada del cine. Ahí hay una gran contradicción que nos hace vivir en varios tiempos a la vez, pero nunca en el nuestro. ¡No sé si esto está mal!, pero tampoco sé cuánto tiempo más lo vamos a poder sostener.

—Entonces, dentro de tu noción del futuro del cine como un futuro esperanzador —algo blochiana, en tanto utópica (siempre está ahí, siempre irrealizable)—, ¿cuál es el camino que consideras que puede tomar el cine para conseguir mantenerse vivo? En ese sentido evolutivo que planteaba Bazin, ¿tiene que seguir apegado a las posibilidades tecnológicas a su disposición?

—A ver: en el fondo yo tampoco estoy nada seguro de que el sentido evolutivo planteado por Bazin sea la vía, dado que tampoco deja de ser otra gran ficción. Es una imagen espléndida, eso sí, pero es una gran ficción. De lo que estoy seguro —y en buena medida es por eso que he escrito este libro— es de que el futuro pasa por desarticular esa idea de devoción por el cine, de la sala como iglesia, de la gran historia del cine, del objeto cinematográfico.

—No sé si también hay algo contradictorio entre esta vocación de desacralizar la sala y aquello que mencionabas previamente del salto de una gran pantalla —con su gran teoría— a una pequeña pantalla —con su pequeña teoría—… 

—No, no, no. Lo que creo es precisamente que tenemos un problema al seguir apegados al mundo de la pantalla cuando, en realidad, deberíamos estar volviéndonos, dándole la espalda bastantes veces para mirar el mundo de verdad. Creo que urge reintroducir la historia del cine en la historia del arte, romper totalmente ese límite, esa frontera que los separa. La historia del arte ya se ha convertido en muchas otras cosas, ha superado su vieja historiografía, nos permite fijarnos en culturas de las que no queda prácticamente nada, también especular sobre la evolución del ser humano y de la conciencia humana. Sin embargo, con la historia del cine no somos capaces de hacer nada de eso. La historia del cine sigue siendo como la vieja historia del arte, y además como una historia del arte paralela y desvinculada de ella, repito: creo que urge reintroducir la historia del cine en la historia del arte, y eso solo lo podemos hacer dando la espalda a la pantalla. Cuando yo digo que hay un problema a la hora de hacer esa metáfora entre la gran pantalla y la pequeña pantalla me estoy refiriendo a que nos hemos perdido el espacio intermedio: la salida en el cine y la entrada en el hogar.

—Hablando sobre los usos de la pantalla, me parece interesante recordar lo que hizo Godard con El libro de imágenes, utilizando el espacio de un museo para proyectar la película; también relacionarlo con la anécdota que cuentas en el libro sobre una reunión entre amigos para ver Sleep, de Andy Warhol, en la que la película se convierte en un elemento más del espacio común: esta forma de interactuar con el cine sí se puede relacionar más con la manera en que nos acercamos a las artes plásticas o la literatura, marcando nosotros el ritmo en lugar de hacerlo la obra en sí, como sucede en el caso del cine.

—Es que cuando hablo de humanismo y de reencontrarnos con la humanidad… no sé, puede que suene a veces como un místico, pero en realidad a lo que me refiero es a esa idea tan sencilla de reencontrarnos los unos con los otros. El cineasta tendrá que reencontrarse con el público, el público tendrá que reencontrarse con el cineasta. Cuando hablo de superar la idea del objeto cinematográfico y de la historia del cine para reencontrarnos con el mundo propongo hacerlo a través de ese tipo de experiencias, de hacernos preguntas que tengan que ver a la vez con lo que vemos en la pantalla y lo que vemos en el mundo real, con ese estado dual de estar dentro y fuera del cine al mismo tiempo. Cuando hablo de humanismo me estoy refiriendo a eso.

—Capitulas el libro de una manera muy hermosa, diciendo que el amor al cine nunca se parecerá al amor de una madre.

—Ese final rima un poco —quizá demasiado— con el de Perseverancia de Daney, pero es que existe toda una tradición de cinéfilos que encontraron en el cine al padre que no tenían. Daney hizo de ello una forma de vida, pero también fue la forma de vida de Truffaut. Hablo de esa idea del cine como padre en la que el espectador desarrolla respecto al cine una relación similar a la que el niño de Moonfleet, la película de Fritz Lang que adapta la novela de John Meade Falkner, desarrollaba respecto al pirata como figura paterna. Es también la tesis de Los 400 golpes: encontrar dentro del cine, a través de los planos y de la planificación, al padre que no has tenido. Creo que esa es una metáfora perfecta de lo que ha sido el ideal perfecto de la cinefilia a lo largo del último siglo, y también creo que es precisamente lo que debemos superar.

—O sea que, en cierto modo, reivindicas una idea del cine también como espacio de encuentro con el otro en el mundo real.

—Rossellini decía que el cine no sirve para educar sino para informar, pero que probablemente esa información sea más revolucionaria que cualquier educación posible. El cine ha producido a una serie de generaciones educadas a través de él, de personas cuya educación sentimental se ha construido a través de lo cinematográfico, y en el fondo hemos perdido la capacidad de aprender cosas nuevas a partir de él. Buscamos incansablemente regresar a esa infancia mágica, queremos que nos lleven de vuelta a ese emotivo verano cinematográfico, y hemos perdido la capacidad de aprender cosas nuevas. Actualmente me emocionan mucho más los documentales de la BBC o películas como El legado de la lechuza de Chris Marker, con un entrevistador guiándome y enseñándome cosas, que las pretensiones artísticas de Pedro Costa.

***

—Has estado ligado siempre al cine, pero también has sido arquitecto —de formación— y poeta. Son variaciones lingüísticas bastante contrastadas, y quería preguntarte cuál es tu relación actual con esos lenguajes que te han conformado.

—Es posible que, cuando hablo de que la historia del cine tiene que reencontrarse con la historia del arte, esté proyectando mi propia experiencia. A mí siempre me ha costado mucho ver las diferencias entre un arte y otro, quizá porque me he enfrentado al más unificador, que es la arquitectura: es el arte que integra, después de todo, no solo los escenarios de una película, sino también el sitio donde se proyecta o el sitio donde la vemos, nuestro hogar. Construye el ámbito donde nos reunimos para escuchar música, donde escribimos nuestros poemas. De este modo, no puedo dejar de pensar que todas las artes son, en el fondo, manifestaciones del pensamiento del hombre. Me cuesta mucho ver las diferencias entre unas y otras, y quizá por eso me duele tanto ver la forma en que la cinefilia ha arrastrado fuera de la historia del arte al cine y ha creado una historia totalmente desvinculada; es que ni siquiera los historiadores del arte se atreven a aproximarse a la historia del cine, les cuesta muchísimo. Es muy difícil, porque la cultura cinéfila es orgullosamente emancipadora, y complica mucho las cosas para la gente que no está estrictamente vinculada al cine.

A propósito de la poesía pienso lo mismo: no veo una diferencia muy clara. A lo mejor mi formación me obliga a ser un poco poético de más en algunos momentos, lo cual puede ser un obstáculo como ensayista, pero en el fondo todo tiene que ver más con el siguiente proceso: me planteo un problema y trato de solucionarlo. He funcionado de la misma manera escribiendo este ensayo, mis libros de poesía o diseñando edificios.

—Habiéndote leído como poeta, tengo la sensación de que allí buscas un poco lo mismo: plantear una noción del lenguaje como una cosa permanentemente viva.

—Probablemente me ocurra lo mismo que con el cine. Lo que pasa es que el impacto que habría tenido hacer un libro como este sobre poesía probablemente no hubiese sido el mismo, en el sentido de que no es un arte tan moderno. En el mundo de la poesía han pasado muchísimas cosas, hay muchísimas formas de entenderla y está muy vinculada con lo popular y con las costumbres orales del pueblo, lejos de cuestiones tecnológicas inherentes al cine. Pero claro que se podría escribir un Contra el amor a la poesía, por decirlo de alguna manera. De hecho no solo existe, sino que tengo que reconocer que ha sido una influencia bastante importante en la escritura de Contra la cinefilia. Me refiero a Odio a la poesía, de Ben Lerner, que es un libro que me marcó mucho cuando lo leí y al que he vuelto después de escribir Contra la cinefilia. Incluso creo que incluso compartimos algunos elementos estructurales. Evidentemente Lerner es Lerner, pero me gusta pensar que compartimos ciertos elementos porque realmente su libro va de esto, de cómo es posible que todos los grandes pensadores de la poesía hayan terminado odiándola. De por qué parece que el odio a la poesía la mantiene viva. Fíjate qué manera tan enfermiza hemos tenido de relacionarnos con la poesía que, al mismo tiempo que la convertimos en objeto de devoción, nunca hemos dejado de odiarla.

—En este sentido, casi de una manera perversa y por detrás, se puede asociar al cine con la historia del arte. La poesía avanza a pesar de la poesía y el cine avanza a pesar del cine.

—No soy un gran experto en pintura contemporánea ni en música culta contemporánea, pero imagino que en todos los ámbitos sucede lo mismo. En la arquitectura es así hasta un nivel enfermizo: actualmente el pensamiento arquitectónico se basa en negar su cualidad artística hasta unos límites que, en mi opinión, hacen daño a la figura del propio arquitecto. Es decir: la arquitectura siempre se consideró un arte hasta principios del siglo XX, cuando el funcionalismo buscó emanciparla de esa categorización, pero no puede escapar: al final, lo que define al arte no es más que la exigencia de estar preguntándonos constantemente por su condición, por aquello que es.

Cuando se vuelve incansablemente a la tontería de que el cine no es arte porque hay dinero de por medio se está planteando exactamente esto, y es absurdo. El cine apareció en un momento histórico en el que el pensamiento occidental estaba perfectamente equipado para comprender el vínculo entre la industria y el arte. De la mano de esta relación nos podemos ir hasta la Venecia de Tintoretto. ¡Tintoretto no pintaba sus cuadros! Pintaba algunas cosas de sus cuadros. Por lo demás, formó a un ejército de pintores, tenía un taller y hacía que pintaran muchas cosas por él. ¿Eso invalida el carácter artístico de Tintoretto? ¡Es que entonces el arte no existe! El arte es una manera que tenemos de relacionarnos con el mundo que acepta perfectamente las impurezas. Y volvemos a lo de Bazin: precisamente en lo impuro del arte deberíamos encontrar una historia del arte, pero entera: una historia del arte desde sus orígenes. No sé por qué seguimos apegados a un ideal de pureza, cuando solo desde lo impuro podríamos concebir una historia del arte a la altura de nuestra época.

—¿Y cuál es el rol del espectador, del contraplano, a la hora de reintegrar el cine en esta posible forma de comprender el arte?

—Mi impresión es la de que nos encontramos de lleno en la época del contraplano. La prueba es que una historia del cine escrita ahora apenas removería conciencias. De hecho, estoy seguro de que se editan constantemente y a nadie le interesan. Sin embargo, parece que hablar de una historia de la cinefilia nos pone inmediatamente alerta: lo hace porque nos implica a nosotros. Ahora mismo la cinefilia tiene muchísimo poder, si Netflix hace las series que hace es por una exigencia de nuestra mirada, porque exigimos un tipo concreto de imágenes. Y creo que nuestro papel como espectadores es más importante que el papel de los directores, o incluso que el papel de la industria del cine.

—O que el papel de una suerte de ética convenida. Se me ocurre, a raíz del tema del #MeToo que introduces lateralmente en el libro, hablar sobre el caso de Woody Allen, resuelto con la publicación de sus memorias y con la inauguración del Festival de San Sebastián con su última película: finalmente es el cinéfilo quien marca la agenda y no una supuesta moral ciudadana.

—Hubo un día en que Contra la cinefilia fue el tercer libro más vendido en Amazon en la sección de cine ¿Sabes qué dos libros estaban por delante? ¡Las memorias de Woody Allen y… las memorias de Woody Allen en versión Kindle! El foco de la discusión está tan completamente desplazado… ocurre lo mismo cuando nos enfrentamos a la COVID-19 o a la política; no nos damos cuenta de las capacidades que tenemos ni de lo sencillo que es tener una visión profunda de las cosas. De mi etapa como profesor saqué varias lecciones importantes, y una de ellas fue la de que la gente está realmente dispuesta a aprender, es muy permeable y está deseando que le cuentes cosas. Lo que pasa es que los canales de aprendizaje está acaparados por otros poderes: nos hacen creer que hay que hablar de una manera determinada, que hay que pensar de una manera concreta. Pero estoy seguro de que estamos totalmente preparados para aprender, para cambiar nuestra manera de ver las películas y de ver el arte, ¡no es algo utópico! Bueno, en realidad estoy diciendo una tontería: siempre va a ser utópico, nunca va a suceder. Pero podría suceder en cualquier momento.

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Autor: Vicente Monroy. Título: Contra la cinefilia: Historia de un romance exagerado. Editorial: Clave Intelectual. Venta: Todos tus librosAmazon, Fnac y Casa del Libro.

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Adrián Viéitez

Periodista cultural y estudiante de filosofía. Profesor de poesía contemporánea en el Máster de Periodismo Cultural de la USP-CEU. Antes, en la sección de cultura de El País, La Voz de Galicia, Radio Galega, Jot Down o en el Festival Márgenes. Coordinador de la antología 'Árboles frutales' (Ed. Dieciséis, 2021) y autor de los poemarios 'tratado sobre tu nombre' (Ed. En el mar, 2021) y 'Alta Escuela Musical' (Ed. Dieciséis, 2022).

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