Fotografía de portada: Sara Esteban
Anda Vicente Gallego (Valencia, 1963), en plan Juan Ramón, revisando, corrigiendo y recomponiendo su obra poética reunida. La exigencia que se ha impuesto no es chica. De hecho, tuerce el gesto con la mayor parte de los poemas que se mencionan en el cuestionario. Premio de la Crítica Literaria Valenciana, Premio Loewe de Poesía, como me cuenta Antonio Lucas, “dejó los estudios de letras para emprender aventuras más intensas”. Curró como gogó de discoteca, segurata, podador de pinos, repartidor, despachante de aduanas y, una vez sacada la oposición, funcionario en el vertedero de residuos sólidos urbanos del término municipal de Dos Aguas, en la provincia de Valencia. Cultiva el cuento, la crítica literaria, el ensayo y el verso. Zenda le entrevista para hablar sobre su obra, sobre psiconáutica y para descubrir, entre otras cosas, qué quiere decir eso de que “hay un mediodía en la justicia”.
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—Señor Gallego, ¿por qué escribe?
—Si lo supiera, no escribiría.
—¿Y para quién escribe?
—Quitaría el “yo” de la ecuación. La escritura nace de sí misma y tiene una vida propia. Eso es lo que debemos descubrir como poetas… siempre que la poesía nos lo revele.
—¿Ha escrito siempre lo que ha querido?
—Jamás, nunca (risas). Para empezar, el poeta no sabe escribir poesía realmente. Si supiera, escribiría un millón de libros. El poeta depende de la propia poesía, de la propia palabra. La palabra tiene que revelarse, tiene que mostrar que hay algo que decir, y decirlo con fuego, que es como dice todo la poesía. Aunque pueda ser en un tono más apagado, siempre hay un fuego que está circulando por los versos. Cuando realmente el poema te cumple, uno siente que eso que no quería decir él, sino la poesía, es lo más importante que tenía que decir en ese momento determinado.
—¿Es peor poeta el que escribe al dictado del político, de la moda de turno, de lo que toca, que el que no lo hace?
—El que escribe al dictado de cualquier cosa que no sea el amor, no es poeta. Es un señor que escribe al dictado de alguien. Y sólo se puede escribir al dictado de la poesía.
—En su poema “Compromiso”, leemos: “Es un arduo trabajo amar el mundo, / porque el mundo a menudo no se deja querer”. ¿Qué es lo que menos le gusta de este mundo?
—Ese poema lo escribí hace un millón de años. De hecho, ya no forma parte de lo que será mi obra poética reunida. Ahora mismo, no me reconozco en esa formulación. Era un poema muy flojo. Respondiendo a tu pregunta: no se trata de gustos y no se trata del mundo, sino de abrir los ojos y ver lo que tenemos delante de nosotros. Esa es la cuestión.
—En el “Canto XIX”, incluido en Ser el canto, escribe: “Hay un mediodía en la justicia”. No sé qué quiere decir exactamente, pero le confieso que me gusta mucho.
—(Risas) Pues quiere decir lo mismo. Esa justicia, para mí, consiste en abrir los ojos. ¿A qué? A nuestra propia insignificancia absoluta. Cuando uno se da cuenta de que no es nada, entonces, es uno con todo. Había una película muy hermosa, El increíble hombre menguante. Es una película de los 50, muy divertida. Parece como para chiquillos: el protagonista mengua, se hace muy pequeñito, tiene que pelear con una araña y al final se hace tan pequeño que, mirando por un agujero, ve la noche estrellada fuera, hace un razonamiento poético y, cuando él se reduce hasta la inexistencia, la infinitud se abre en él. Ojo, no hay uno que es pequeño y ese pequeño se convierte en la infinitud: desde siempre, lo único real es el infinito.
— En su último libro, Dylan lamenta que en las canciones que se hacen ahora “no hay matices, sombra, misterio”. ¿Suscribe? ¿Se puede extender esta opinión a la poesía?
—El gran Bob Dylan me parece un hallazgo de la música. En esto, no sé si estoy del todo de acuerdo con Dylan. Es un pronunciamiento un tanto abstracto. Habría que ver de qué poesía hablamos, etcétera. Lo que sí te puedo decir es que poetas hay muy pocos. Poetas verdaderos hay muy pocos, porque nadie puede ser poeta: la poesía te elige para eso y, si no, no hay manera. Ahora mismo se publica más que nunca, hay un millón de libros circulando, pero poetas hay pocos. Es decir: en todo el siglo XVIII y casi todo el XIX, en España no tuvimos un poeta. En el Siglo de Oro, escribió mucha gente pero, al final, te quedan 20 o 25 poetas. Y, de ellos, en primera fila hay seis o siete, más o menos. La belleza que se nos da a través de la palabra, de la pintura, de la música, etcétera, siempre es sorprendente porque es inhabitual. La belleza, aquí, quiere decir autenticidad. Esa es la cuestión.
—¿Sigue pensando que “el amor es un juego donde cuentan / mucho más los faroles que las cartas”?
—Mi concepto del amor se ha amplificado muchísimo. El amor del que hablaba en ese poema es una mota, un punto minúsculo dentro del amor que nosotros somos. El amor es conciencia y la conciencia es universal. No es la conciencia de Pepe o de Juan. Entonces, el amor es universal y la única realidad es esa. Lo dijo en un verso maravilloso Emily Dickinson: “El amor es lo único real. Eso es cuanto sabemos del amor”.
—En “Mi homenaje”, incluido en Santa Deriva, canta a la amistad, “sosegada pasión que bendices mi vida”, y se extraña de que se hable tan poco sobre este concepto, en general, en la poesía.
—Ese poema mío era muy malo.
—¡No salva uno de los que he seleccionado!
—(Risas) Como declaración, es una realidad; como poema, era un poema retórico, un poema que no encontró su voz. La amistad es un tema muy complicado de tratar en poesía y no sabemos exactamente por qué. La poesía misma es amistad: un poema es un ofrecimiento de amistad. Pero la amistad, como tema, no ha sido frecuente en la poesía, aunque sí lo ha sido como dedicatoria. El 80% de mi obra está dedicada. Creo que los poemas no son míos, que son para compartirlos y para ofrecerlos. Pero sí, no sé sabe por qué razón la amistad, como tema, no ha aparecido mucho en la poesía.
— Hablemos de algunos de esos amigos suyos a los que ha dedicado poemas. Por ejemplo, si yo le digo Francisco Brines, usted me dice…
—Que a estas alturas diga algo sobre Francisco Brines… Ha sido muchas cosas: un padre literario, un amigo para todo, un camarada y un maestro. Paco ha sido fundamental en mi vida.
—Si le digo Carlos Marzal…
—Un hermano de mi misma edad. Hicimos los primeros pinitos juntos. Pateamos el mundo haciendo conferencias, pasándolo muy bien… Es uno de mis tres o cuatro grandes amigos.
—Por cierto, ¿me podría contar qué le ocurrió, cierta noche, a usted con Marzal y Miguel Ángel Velasco en la discoteca 69 Monos?
—Fue una pequeña desgracia. Se metió con nosotros un grupo de señores que parecía que jugaban todos al rugby: el que menos, medía un metro ochenta. Intentaron pegarle a Miguel, yo salí a defenderle y se lio una gresca. Y, bueno, con un resultado nefasto: dentro conseguimos permanecer íntegros, pero, en la puerta, en la salida, nos persiguieron, nos dispersaron, cogieron a Miguel entre dos o tres y le rompieron una pierna. Estuvo meses con la pierna jodida.
—Vamos con otro nombre: Felipe Benítez Reyes.
—Un gran amigo, alguien a quien conozco desde que empecé a escribir. Aunque estén lejos nuestros lugares de residencia, hemos coincidido en mil sitios y hemos pateado mucho mundo juntos.
—Por cierto, alguien me dijo que conoció a Antonio Escohotado…
—No lo llegué a conocer. Escohotado era muy amigo del poeta Miguel Ángel Velasco, que era íntimo amigo mío. Sí he sido lector de Escohotado. El trabajo que hizo sobre las drogas o, mejor dicho, las mal llamadas drogas, desde mi punto de vista, ha sido esencial para guiar a muchos espíritus y para poner los puntos sobre las íes de esta política absurda que tenemos no sólo en cuanto a las drogas, sino en cuanto a absolutamente todo.
—Escohotado no abogaba por la legalización, sino por la “normalización”.
—Creo que ni siquiera habría que hablar de “normalización”. Si fuéramos normales, entenderíamos que no se puede meter en la cárcel a un señor porque, en su terraza, cultiva una planta, pacíficamente, y luego coja, la seque, se la líe y se la fume sin molestar a nadie. ¿Por qué, no sé, prohibimos un millón de cosas más: el café, esto, lo otro…? Es un prejuicio absurdo, y está demostrado por todos los ejemplos históricos que, cuando hay una prohibición, lo que se fomenta es el mercado negro, el crimen, los desastres, etcétera. Acuérdate de la Ley Seca, por ejemplo. Han cogido a chiquillos y los han metido en la cárcel porque llevaban no sé cuántas pastillas para repartirlas. Mire usted: así no vamos a ningún lugar.
—Escribe en “La razón ebria, LSD-25”: “Para saber de mí he llegado a un mundo / donde más y mejor me desconozco”. ¿Cómo es ese mundo?
—Es el mundo de la realidad. En el mundo de la realidad, uno no se conoce a sí mismo: uno sólo se puede conocer como el fantasma mental que hace de sí mismo. Esto lo han dicho todos los sabios, poetas tan grandes como Pessoa, que decía: “Hay días en los que me desconozco. Esto les ocurre a los que se conocen”. Lo que queremos conocer de nosotros es todo falso. Absolutamente, de principio a fin. Y esto lo muestra el trato con estas sustancias, a las que yo no llamo drogas, sino profetas vegetales. Y no hablo, ahora mismo, de cosas tan burdas como la cocaína o el crack, sino de aquello que tiene que ver con lo vegetal. El LSD es un producto químico, pero su efecto es muy similar al que producen los hongos psilocibios. Cuando tú tienes un trato con estas sustancias, ves que todo aquello que piensas de ti mismo, las explicaciones que te das, etcétera, son todas falsas.
—Para usted, ¿qué es un psiconauta?
—Así, como tal, es una pregunta un tanto amplia (risas). Un psiconauta es alguien que, de pronto, por la circunstancia que sea, encuentra un camino en esas sustancias tantas veces llamadas “drogas” y que nos enfrentan con nuestra propia sinceridad. Escohotado repetía siempre que el ácido no se aviene con la hipocresía. Y ahí está todo resumido: cuando uno es capaz de sincerarse, se produce un cataclismo universal. Esa es la cuestión. Nadie se da cuenta de que si uno es capaz de sincerarse, el mundo se convierte en otra cosa. Y para esa posibilidad de sincerarnos, que está más allá del ego y de la mente, estas sustancias son una ayuda. Como lo es la meditación para algunos o la reflexión honesta.
—Vamos acabando, Vicente. A corto plazo, ¿qué proyectos literarios tiene entre manos?
—Llevo bastantes años corrigiendo mi obra poética reunida. Me he encontrado con que, mientras revisaba todo lo que escribí, se han caído montones y montones de poemas. Me ha ocurrido algo que no esperaba, y me ha ocurrido pocas veces: al hilo de esa revisión, ha venido la escritura. Ahora, mi obra poética reunida son solamente cinco libros, pero casi el 70% de eso es completamente inédito. Luego, estoy preparando un nuevo libro de poemas que se titula Dice hoy el amor.
—Antes de que se me olvide, ¿qué me puede contar del próximo libro de nuestro amigo Enrique Bunbury?
—Sorprendente. Primero, no sabía que era poeta, no conocía su libro anterior. Y me ha sorprendido. Es un poeta muy inusual en sus procedimientos, en lo que busca a través de la palabra. Ha hecho un libro con frescura, desde la honestidad. Además, trata temas como la relación con los hongos psilocibios, que está muy poco tratado en la poesía, y aporta libertad de espíritu. Creo que eso es algo importante.
—Y, para finalizar, ¿continúa coleccionando fósiles?
—Ya no los colecciono en el sentido de que antes iba a Madrid, me gastaba el dinero y tal, pero conservo una pequeña colección de fósiles. Tengo un ammonites muy grande, casi del tamaño de un plato normal. Tenía dos partes: una se la llevó Miguel Ángel Velasco y la otra me la quedé yo.
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