Mircea Elíade, al hilo de una reflexión sobre las dificultades del historicismo, dice en El mito del eterno retorno que «la justificación de un acontecimiento histórico por el simple hecho de ser un acontecimiento histórico, dicho de otro modo, por el simple hecho de que se produjo de ese modo, encontrará grandes dificultades para librar a la humanidad del terror que los acontecimientos le inspiran.» En este sentido, Kanada —la última novela de Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984)—, por medio de un prisionero de Auschwitz que vuelve a su casa en Budapest tras ser liberado, no sólo se enfrenta a la gravedad del Holocausto, sino también a la de un determinado patrón histórico que no cesa de imitarse a sí mismo y de reproducir sus horrores en la memoria colectiva. El relato interpela directamente al lector a través de una segunda persona capaz de situar la mirada del personaje principal fuera de sí, lo cual —a pesar de lo arriesgado de la propuesta— resulta ser un acierto formal que acentúa una voz distorsionada y subjetiva y refleja con fidelidad la alienación crónica del protagonista. Así, en un libro denso y breve, el autor entierra y silencia deliberadamente la presencia constante de dos realidades —el nazismo y el estalinismo— que en la narración se solapan, se confunden y se entrelazan; y nos muestra los mundos que el protagonista ve, imagina y recuerda, que en el fondo son el mismo mundo repetido.
Gómez Bárcena realiza, en Kanada, el retrato inocente de una realidad perversa observada de reojo. A través de un caleidoscopio que amplía y enmaraña la propia vida, el escritor aborda un tema que, pese a particularizarse en esta ocasión para contar un episodio vastamente estudiado de nuestra historia reciente, es una piedra de toque en cualquier cultura o civilización humanas: la incidencia de la locura en la comprensión del universo. En este sentido, la sombra de un protagonista a quien podríamos considerar un anti-flâneur no sólo planea sobre su propia personalidad, sino que también se hace evidente en los diferentes modos de ser de los espacios narrados. De esta manera, la huella indeleble que el campo de concentración deja en los supervivientes traspasa la piel del antiguo profesor para calar en los dos escenarios en los que transcurre la trama: por un lado está la ciudad, el espacio exterior, el afuera, que representa el temor del protagonista a un inevitable reencuentro consigo mismo, con su vida antes de Auchwitz, con una libertad que ya no asume como propia; por otro, el despacho, el espacio interior, el adentro, que perpetúa un confinamiento en el que se siente seguro y que le permite perderse en una miríada de fantasías geométricas, teorías científicas y recuerdos difusos. Cabe recordar aquí, en virtud de la reflexión espacial que se plantea en el libro, estas palabras de Jesús Carrasco en La tierra que pisamos: «Y tú, qué otra cosa podías hacer, has terminado pensando que tu ausencia es el único refugio, y tu piel, la única frontera.»
Kanada empieza por un final que es un principio, y termina con un principio que es, de nuevo, un final. La idea de «eterno retorno» atraviesa toda la obra, pero se hace especialmente patente en las últimas páginas de la novela. En ellas, en una suerte de «viaje a la semilla» —a la manera en que lo entendió Alejo Carpentier en su relato homónimo—, Gómez Bárcena modifica el sentido vectorial del tiempo, y esta operación se traduce en una inversión semántica, en un cambio sustancial en la dirección del relato: así, es posible resignificar el horror y abrir, al final del túnel, una mínima rendija de luz que deje entrever un nuevo comienzo.
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Autor: Juan Gómez Bárcena. Título: Kanada. Editorial: Sexto Piso. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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