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Versión original, de Lilianna Lunguiná - Zenda
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Versión original, de Lilianna Lunguiná

Me llamo Lilia Lunguiná. Desde los cinco hasta los diez años, mientras viví en Alemania, me llamaban Líli Márkovich. Luego, entre los diez y los catorce, en Francia, me llamaban Lilí Markovích. Y cuando actuaba en las representaciones del teatro de marionetas de mi madre, era Lili Imali. Imali era el nombre artístico de mi...

Lilianna Lunguiná (Smolensk, 1920 – Moscú, 1998) fue una importante traductora al ruso de obras en alemán, francés, noruego, sueco y danés durante la época soviética. Entre otros, tradujo a Astrid Lindgren, August Strindberg, Henrik Ibsen, Heinrich Böll, Michael Ende, Colette, Friedrich Schiller, Christian Andersen, Boris Vian, Knut Hamsun y Romain Gary. En estas memorias literarias narradas a Oleg Dorman —publicadas por primera vez en español— con el título de Versión original (Automática Editorial), Lunguiná no solo recupera y reivindica su figura y su trabajo, sino que además constituye en sí mismo un documento histórico único, ya que su relato permite adentrarnos en la cotidianidad de la vida bajo el régimen soviético, y es, también, una crónica narrada por una mujer que perteneció a los círculos intelectuales de la época (conoció a Pasternak, Brodsky y Solzhenitsyn, entre muchas otras figuras de la literatura rusa del siglo XX), tanto al oficialista (fue miembro de la Unión de Escritores) como al paralelo (la resistencia que se creó frente a la rígida y censora postura cultural del régimen). Por eso Versión original es también una ventana al no tan conocido mundo literario ruso, su activismo y, sobre todo, sus persecuciones políticas. Como escribió Lilianna Lunguiná: «Mi trabajo de traductora literaria, pese a su carácter modesto, sí que ayudaba a crear agujeros en el telón de acero que nos separaba del resto del mundo. Después de todo, quien ha leído a Boris Vian o a Colette ve el mundo con otros ojos».

Zenda publica varias páginas y un álbum de fotos del libro.

Me llamo Lilia Lunguiná. Desde los cinco hasta los diez años, mientras viví en Alemania, me llamaban Líli Márkovich. Luego, entre los diez y los catorce, en Francia, me llamaban Lilí Markovích. Y cuando actuaba en las representaciones del teatro de marionetas de mi madre, era Lili Imali. Imali era el nombre artístico de mi madre, una palabra del hebreo antiguo que significa «mi madre». Así que he tenido muchos nombres. Y también muchas escuelas. Fui alumna —una vez las conté— de doce escuelas. Pero esta larga vida —el 16 de junio (de 1997) cumplo setenta y siete, da miedo incluso pensarlo, jamás creí que pudiera llegar a esta edad— no ha sido suficiente para aprender a presentarme con mi patronímico. Debe de ser un rasgo propio de nuestra generación, nos sentíamos jóvenes durante largo tiempo, nos llamábamos por los nombres de pila sin más, nos tuteábamos.

No obstante, setenta y siete años son muchos y ya toca hacer balance. Y no un balance provisional, como tituló la última parte de su libro mi marido Sima, sino uno definitivo. Aunque, por otro lado, ¿cómo hacer balance de una vocación? ¿Cuál sería el balance de una vida? Creo que el balance de una vida es la vida misma. La suma total de todos los instantes vividos, felices, difíciles, desgraciados, deslumbrantes y oscuros; todo el conjunto de los minutos, horas y días; la esencia, digamos, de la vida, ese es el balance, no hay otra cosa que pueda resumir una vida. Por eso ahora me apetece recordar. Y mirar las viejas fotografías.

Recuerdo muy bien el momento en el que por primera vez comprendí que yo soy yo, es decir, que soy una unidad particular con respecto al resto del mundo.

Guardo una fotografía en la que estoy sentada sobre las rodillas de mi padre, la imagen reproduce ese momento preciso. Quería mucho a mi padre, me mimaba muchísimo; hasta aquel instante yo me había sentido parte inseparable de él, del mundo entero, y de pronto fue como contraponerme a él, a todo lo que había alrededor. Supongo que esa fue mi toma de consciencia, la comprensión de que soy una individualidad, de que poseo una personalidad. Hasta ese momento, crecía sin más, digamos, siguiendo el programa genético, conforme a lo que me fue concedido desde el nacimiento. En cambio, desde aquel momento, en cuanto adquirí consciencia de mi contraposición al mundo, este empezó a influirme. Y lo que había en mí poco a poco comenzó a modificarse, a labrarse, a pulirse bajo el influjo del mundo exterior, de la grandeza de la vida que había a mi alrededor. Dicho de otra manera, en mi experiencia, en aquello que vivía, en las situaciones en las que me encontraba, en las elecciones que hacía, en las relaciones que surgían con la gente, en todo ello se sentía cada vez más la presencia del mundo que bullía en torno a mí. Por eso he pensado que al relatar mi vida no hablo de mí, no tanto de mí… Porque de entrada la propuesta me ha parecido absurda: ¿a santo de qué voy a hablar de mí? No me considero, por ejemplo, más inteligente que los demás…, y en general, no entiendo por qué debería hablar de mí misma. Pero de mí como de un organismo que incluyó, absorbió, elementos de la vida exterior, de la compleja, contradictoria vida del mundo circundante, así tal vez cabría intentarlo. Y es que en este caso se perfila la experiencia de otra vida, de la vida en grande, pasada por el filtro individual, es decir, de algo objetivo. Y siendo objetivo, tal vez resulte valioso.

La verdad es que a veces pienso que ahora, a finales del siglo, con tanta división y tantos bandazos por doquier, cuando nuestro país rueda hacia quién sabe dónde, la sensación es que se precipita a marchas forzadas hacia un abismo, por lo que quizás valga la pena salvaguardar el máximo de vestigios del pasado, de la vida que hemos vivido: del siglo xx e incluso, a través de los padres, del xix. Tal vez cuanta más gente deje testimonio de aquella experiencia, más se logre salvar y finalmente pueda armarse con aquellos fragmentos un cuadro más o menos completo de una época a pesar de todo humanitaria, de una vida con rostro humano, como se dice ahora. Esto aportaría algo, serviría de alguna manera de ayuda al siglo xxi. Me refiero, claro está, a la suma de testimonios; el mío ni siquiera es una gota, sino una centésima parte de una gota. De pronto siento el deseo de participar como sea en esa gota. De esa manera sí que puedo intentar relatar algo de mí, de lo que he vivido y de cómo lo he vivido.

Si, como dicen (bueno, yo, en cualquier caso, así lo creo), una obra artística, un libro, una película, debe transmitir un mensaje —y, probablemente, un testimonio también tendría que comunicar algo—, me gustaría formular mi «mensaje» ahora mismo. Antes que nada, quisiera subrayar que se ha de tener esperanza y creer, que incluso las peores situaciones pueden mostrar inesperadamente su otra cara y conducir a algo bueno. Les mostraré cómo en mi vida y más tarde en la nuestra, la que compartimos mi marido Sima y yo, muchas desgracias se volvían una suerte increíble, una riqueza, trataré de enfatizarlo para recordarnos que no podemos rendirnos a la desesperación. Porque sé cuánta desesperación habita actualmente en las almas. En definitiva, que hay que creer, hay que tener esperanza, y con el tiempo muchas cosas pueden desvelar que, en realidad, tienen un signo distinto del que aparentan.

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Autor: Lilianna Lunguiná. Título: Versión original. Editorial: Automática. Venta: Amazon 

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