En El oficio de las armas (2001), el gran Ermanno Olmi nos presenta una de las mejores agonías que se hayan visto en una pantalla. No es otra que la de Giovanni de Medici, el último de los grandes condotieros, interpretado por Christo Jivkov con sumo acierto. Capitán del ejército papal, en campaña contra los lansquenetes del Sacro Imperio Romano Germánico, en noviembre de 1526 fue alcanzado por una bala de cañón en una pierna. Al parecer, esa herida puso fin a toda una era en el arte de la guerra. A partir de entonces, las armas de fuego empezaron a imponerse sobre la caballería pesada de los condotieros. Aunque se le amputó la pierna en Mantua, la gangrena del capitán siguió avanzando. El poeta Pietro Aretino —amigo del último condotiero—, pese a haber hecho historia con sus versos sicalípticos, nos habla del aplomo con que De Medici se enfrentó a la Parca. Ermanno Olmi también nos lo presenta en ese último trance. Eso sí, el Giovanni del cineasta exhala su aliento postrero evocando la entrega de su última amante, última imagen de la vida antes de que la Camarada Seca se lo llevase.
Cabe pensar que Veronica Lake —sin las efusiones que evoca el capitán, o acaso sí, pues la imaginación provee de dulces ensueños con largueza— también fue la última imagen de la vida que se llevaron muchos de los caídos en la Segunda Guerra Mundial. Al menos esta actriz encantadora, a la que acababan odiando cuantos conocían personalmente, fue una de las pin-ups favoritas de las tropas estadounidenses en aquel conflicto. Sus fotografías iluminaban las taquillas de los soldados que no tenían novia; sus dibujos decoraban la proa de los bombarderos. Las sospechosas llenas de embrujo, a las que daba vida en las películas que protagonizaba junto a Alan Ladd en aquellos años, nunca fueron óbice para que participase en las giras de venta de bonos de guerra cuando fue reclamada para ello. Más aún, cuando se lo pidió el Pentágono, incluso contribuyó al esfuerzo bélico de su país cambiándose el peinado. En efecto, se recogió ese mechón de pelo con el que se tapaba el ojo derecho, su principal seña de identidad, su principal atractivo. El peek-a-boo, que llamó ella misma a aquel tocado, surgió por casualidad, al despeinarse mientras interpretaba a una “borracha simpática”. Se popularizó tan rápidamente que, unas semanas después, todas las chicas lo lucían. Sin embargo, para las que trabajaban en las fábricas de material bélico era una lata: les impedía rendir todo lo que se esperaba de ellas, puesto que no las dejaba ver bien.
Dicen que fue entonces, cuando Veronica Lake se recogió su legendaria melena según las ordenanzas militares —valga la expresión—, cuando comenzó su declinar. Pudiera ser. Lo rigurosamente cierto es que, en 1973, cuando llegó la hora de la última imagen para Veronica Lake, nadie se acordó de ella. Ya hacía mucho tiempo que había dejado de interpretar a borrachas simpáticas para convertirse en una de esas borrachas que escandalizan y molestan. Su estrella dejó de brillar a comienzos de los años 50. Frente a los diez años del ascenso, hubo veinte de caída. Un final lento e inmerecido para una de las reinas del noir de los 40.
Nacida en Brooklyn en 1922, Veronica abandonó su Nueva York natal cuando, tras un segundo matrimonio de su madre —viuda del padre de la futura actriz—, fue enviada interna a un colegio católico de Montreal que siempre odió. Ya entonces dio las primeras muestras de cierto desequilibrio. De hecho, de vuelta a casa de sus padres y tras un periodo en Florida, cuando se instalaron en Beverly Hills su madre la matriculó en la Bliss-Hayden School of Acting, una de las más conocidas escuelas de interpretación del lugar, para que superase ese desequilibrio. La joven Constance —tal era el verdadero nombre de Veronica— solo tenía dieciséis años.
Debutó en el cine en Sorority House (1939), un drama de John Farrow. Este realizador precisamente fue el primero en reparar en el magnetismo del peek-a-boo. También fue Farrow quien llamó la atención sobre la joven actriz de Arthur Hornblow Jr., el productor de la Paramount que la cambió el nombre.
Ya como Veronica Lake, se inició como intérprete de reparto en títulos como Vuelo de águilas (Mitchell Leisen, 1941). Tanta era su fotogenia que siempre que aparecía en una secuencia magnetizaba de inmediato la mirada de todos los espectadores. Fue así como empezaron a odiarla sus compañeros. Ese mismo año 41, Preston Sturges, uno de los grandes maestros de la comedia estadounidense, confió a Veronica su primer protagonista. No es otro que el de la chica de Los viajes de Sullivan, una de las genialidades de Sturges, amén de toda una reflexión sobre esa alegre colonia de Hollywood que acabaría renegando de Veronica cuando empezó a pasarse con las copas.
El destino habría de unirla a Alan Ladd en la fatalidad que reservaba para ambos. Frank Tuttle lo hizo antes en El cuervo (1942). También conocida como Contratado para matar, su asunto —basado en un cuento de Graham Greene— gira en torno a la peripecia de un asesino a sueldo, apellidado Cuervo e interpretado por Ladd, al que le gustan los gatos. Denunciado por quien le ha contratado, en su huida conocerá a la maravillosa Ellen Graham (Veronica Lake). La gran pareja del cine negro, junto a la formada por Humphrey Bogart y Lauren Bacall, acababa de nacer. El mismísimo Raymond Chandler escribió para ellos La dalia azul, dirigida por George Marshall en el 46, y el novelista también pasó a integrar esa legión de los enemigos que la estrella tenía tras las cámaras. La llamaba idiota sin contemplaciones, y como a tal la trataba cuando tenía que dirigirse a ella. Fredric March, su partenaire en el reparto de Me casé con una bruja (1942), una deliciosa comedia estadounidense del francés René Clair, fue el más miserable con ella. Decía que era una “zorra”, porque en todos los planos que compartían el público la miraba a ella.
Para quienes nos conocen íntimamente, todos somos mucho menos de lo que aparentamos. Pero en el caso de Veronica Lake, esto llegó a ser un problema serio. En la misma medida en que su imagen se iba a convirtiendo en uno de los iconos de la guerra, la envidia y el consiguiente odio de Hollywood iba en aumento. No sirve eso de que personalmente fuera insoportable. En pocos sitios como en Hollywood están tan acostumbrados a aguantar el mal carácter de las estrellas. Con ella no fue el caso. Estaban esperando que cayera en lo más mínimo para acabar de derribarla. Hay un punto en esa ironía que aún ahora, con o sin peek-a-boo irradia su belleza que parece demostrarnos que ella lo sabía.
El tropezón vino dado con The Hour Before the Dawn (1944), un drama bélico de Frank Tuttle que no satisfizo las expectativas puestas en él. Aun así, Veronica mantuvo el tipo unos años. Casada en 1944 con el gran André de Toth —autor de Los crímenes del museo de cera (1953), La última patrulla (1954), Pacto de honor (1955) y tantos otros títulos de culto cinéfilo—, la filmografía de la actriz comenzó a ir a menos. Empezó a beber en serio en el 45, tras el nacimiento de su hijo. Su marido volvió a unirla a Joel McCrea, su compañero en Los viajes de Sullivan, en el 47, en el reparto de La mujer de fuego. Ya en el 49, De Toth volvió a dirigirla en Furia en el trópico. Pero los años venideros no habrían de serle favorables. Se despidió del cine en el 52, cuando la Fox no le renovó el contrato, como había hecho la Paramount en el 48. Ya andando los años 50, a Veronica Lake no la quería nadie. La primera en demandarla por cuestiones de dinero fue su propia madre. En el 53 se separó de André de Toth. No mucho después, el fisco, totalmente ajeno a la antigua contribución de la actriz al esfuerzo bélico, le reclamó unos impuestos atrasados y la dejó en la ruina.
Y a todo esto, la gran Veronica Lake bebía, siempre bebía. Aun así, entre 1952 y 1954 hizo toda la televisión que pudo. Y eso que, para ella, una de las grandes estrellas del Hollywood de los 40, emplearse en la pequeña pantalla era ignominioso. Tras romperse un pie en una caída, muy probablemente estando borracha, quedó imposibilitada para la interpretación. Se separó de su último marido, el músico Joseph A. McCarty, en 1960.
Sin casa y sin nadie que esperase su regreso en ningún otro sitio, Veronica volvió a su Brooklyn natal, alojándose en esos hoteles mugrientos y baratos que dan albergue a los borrachos. Detenida en varias ocasiones por los escándalos que protagonizaba estando ebria, nadie la reconoció en ninguno de ellos.
Cualquiera que haya bebido y lo haya hecho frente a una camarera bonita, sabe que eso es uno de los mayores placeres que depara la ebriedad. Imagine pues el lector lo que sería beber frente a Veronica Lake cuando la antigua musa del Hollywood clásico, por muy demacrada que estuviera, servía las copas en la barra del Martha Washington Hotel de Manhattan. En ello estaba cuando fue reconocida por un periodista. Volvió a la televisión como presentadora porque alguien se apiadó de ella. Incluso hizo una película sobre la que cumple correr un tupido velo. Los años de embriaguez y vida turbia habían minado la salud física y psíquica de la gran Veronica. Desvariaba. Fue recluida en una casa de salud en Florida.
Semirrepuesta, consiguió publicar una autobiografía. El dinero que ganó entonces lo empleó en la producción de su última película. Fue una nueva ruina. Trasladada al Reino Unido, aseguraba haberse casado allí con un marino inglés. En el 73 volvió a Estados Unidos para morir. “Siempre fui rebelde, y seguramente podría haber llegado mucho más lejos si hubiera cambiado de actitud. Pero cuando lo piensas bien, has llegado lo suficientemente lejos sin el cambio de actitud. Eso me basta para ser feliz”. ¿Cuál sería esa última imagen que la maravillosa Veronica Lake se llevó de la vida?
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