Julio Verne es uno de los autores más leídos y traducidos de todos los tiempos. Fue un visionario, un adelantado a su tiempo que navegó entre las ciencias y las letras con una maestría inigualable. Padre de la ciencia-ficción, —compartiendo custodia con H.G. Wells, si me lo permiten—, hizo suyo el siglo XIX. Es más, podríamos afirmar que Julio Verne creó el siglo XX con su magnífica anticipación de hallazgos científicos, difícilmente superables.
Jules-Gabriel Verne nace el 8 de febrero de 1828 en Nantes, en un islote enclavado en el río Loira. Fue el mayor de los cinco hijos de Sophie y Pierre Verne, y tuvo en su hermano Paul, sólo un año menor, a su mejor compañero de juegos y de vida. Sus padres fueron el arquetipo de burguesía provinciana que buscaba lo mejor para sus hijos, educándolos en un estricto convencionalismo que le caló muy profundamente. Demasiado, tal vez, para su propia felicidad.
Su infancia transcurre apacible a orillas del Loira. A los seis años comienza sus estudios en el internado de Madame Sambin, viuda de marino, que le cuenta historias maravillosas sobre el mar. Después acude al colegio Saint-Stanislas y al Liceo Real de Nantes, donde destaca en Geografía, Latín, Griego y Música. En sus ratos libres lo encontramos siempre con su pequeño telescopio, viendo pasar a los barcos, que le apasionaban, o leyendo compulsivamente a Walter Scott, Defoe, y Dumas. El Robinson suizo, de Wyss, era su obra favorita.
Pasa los veranos en el campo con su familia, en casa de un familiar apodado “Tío Prudente”, que les habla siempre de sus viajes a América mientras se entretienen con juegos de mesa. Más adelante, inventará las normas de alguno de estos juegos. Allí conoce a su gran amor de juventud, su prima Caroline Tronson, por la que se siente capaz de realizar cualquier hazaña. Quiere casarse con ella, pero la decisión de ésta de hacerlo con Émile Dezaunay fuerza su marcha a París para estudiar Derecho, obedeciendo los deseos de su padre. Fue su primer gran desengaño amoroso, pero no el último.
De vuelta en Nantes, se enamora locamente de Herminie Arnault-Grossetiére y es correspondido, pero la familia de ella se interpone y manifiesta su disconformidad con el enlace: él es un simple estudiante de Derecho sin futuro asegurado, y ella una auténtica beldad que merece un buen partido. Se lo buscan, lo encuentran, y Verne regresa a París, desconsolado.
Estamos en febrero de 1848 y el tímido estudiante llega a la ciudad exactamente en el momento en que estalla la Revolución. La tía que lo iba a acoger ha huido asustada, y él se instala en una pequeña buhardilla con su amigo Eduard Bonamy. Malviven con la pequeña asignación que le envía su padre y el joven, con una sed de conocimiento infinita, comienza a asistir a tertulias literarias. Es asiduo de la de Madame de la Barrère, donde conoce a los Dumas, y se forja entre ellos una maravillosa amistad. Abandona unos estudios que nunca le habían convencido y de resultas se queda sin asignación paterna. Su situación económica llega a ser tan desesperada que comparte un solo traje con su compañero de piso, y ambos lo utilizan para acudir al Salón de La Barrère, aunque nunca juntos, como se pueden imaginar. Invierte su menguante capital en leer y su voracidad es tal, que para poder comprar más libros deja de comer, alimentándose sólo con pan y leche, lo más barato que había en el mercado. Consume bibliotecas enteras y devora artículos científicos con una curiosidad casi enfermiza. Desde entonces sufrirá trastornos gástricos crónicos y una diabetes contra la que luchará toda la vida.
Los Dumas le abren las puertas del Teatro Histórico, donde representa una pequeña obra, Las pajas rotas; no alcanza el éxito esperado, y cuando ese teatro pasa a ser el Teatro Lírico, Verne se queda como secretario, con un sueldo mínimo. Cansado de una vida bohemia que no le lleva a ninguna parte, decide contraer matrimonio, volviendo a la senda de convencionalismo social tan académica que le había inculcado su padre. Comunica su decisión a su madre, su gran confidente, y tras rechazar a alguna joven propuesta por ella, elige a Honorine, una viuda con dos hijas. Aunque se declara enamorado de ella, lo hace con cierta frialdad, al contrario de cómo se había pronunciado sobre sus anteriores relaciones. Su cuñado Ferdinand es agente de cambio en la Bolsa de París, y deseando ganar dinero, Verne pide un préstamo a su padre y comienza a invertir. Su vida se endereza racionalmente, dejando la pasión a un lado, y conciben a su único hijo, Michel, a quien conoce al poco de nacer, porque se hallaba de crucero por Escandinavia con su hermano Paul y algunos amigos. No pierde nunca la ocasión de embarcar en un crucero o de salir a navegar con los barcos que se irá comprando sucesivamente a lo largo de los años, los Saint-Michel I, II y III. Continúa leyendo, por supuesto: Víctor Hugo, a quien admira por encima de todo —como es lógico y normal—, George Sand, y Edgar Allan Poe.
Una vez alcanzada cierta estabilidad, decide por fin lanzarse a escribir profesionalmente. Terminada su primera novela, visita a más de quince editores. Todos la rechazan menos uno, Pierre-Jules Hetzel, —editor de Balzac o Víctor Hugo—, que se convierte en su mentor y le acompañará hasta el final. Ha conocido además al fotógrafo y periodista Félix Nadar, apasionado de la aerostática, su mejor amigo y fuente de inspiración. Estamos en 1863, la novela es Cinco semanas en globo, y supone el comienzo de una carrera literaria fulgurante. Tengamos en cuenta que el XIX es el siglo de Darwin, Edison, Faraday, Marconi, Isaac Peral, Joseph Lister, y de las Exposiciones Universales. Barcos de vapor, globos, submarinos, electricidad… Verne ha leído todo lo que existe sobre invenciones y descubrimientos, y se obsesiona con la verosimilitud científica. Lleva a cabo una investigación titánica para escribir cada una de sus obras y de ahí la increíblemente detallada información que nos proporciona, encaminada siempre a hacer real lo imposible. Lo consigue, ¿no creen?
Después llegarán Viaje al centro de la tierra, De la tierra a la luna, Los hijos del capitán Grant, Veinte mil leguas de viaje submarino, La vuelta al mundo en ochenta días, Aventura en el transasiático, y tantos otros, la mayoría con ilustraciones magistrales de Léon Benett y agrupados en la serie de «Los viajes extraordinarios». Sus protagonistas son universales: todos nos hemos emocionado con Phileas Fogg y su escudero Passepartout, con Michel Ardan acercándose a la luna, o con el frío y misterioso capitán Nemo. ¿Se acuerdan ustedes de Miguel Strogoff? Les confieso que aquella espada en los ojos del héroe es un recuerdo imborrable que le costó muchas lágrimas a una niña lectora.
Tras la Comuna de París en 1871, con la que está en desacuerdo, se instala con su familia en Amiens, buscando una vida más provinciana, que encaja mejor con sus necesidades. Continúa navegando y viaja a Escocia, Irlanda, y a Estados Unidos, donde queda impresionado por las cataratas del Niágara. En 1878 pasa unos días en Vigo, a donde volverá otra vez en 1884.
Su vida personal, sin embargo, es más complicada de lo que parece: su relación con su mujer es fría, y su hijo Michel es una persona difícil. Lo manda en barco a la India para enderezar ese carácter, pero el remedio resulta ser peor que la enfermedad y cuando regresa a Francia ingresa en una cárcel-sanatorio donde recibe tratamiento psiquiátrico. Por si eso no fuera suficiente, su candidatura a la Academia Francesa es rechazada dos veces, y se refugia en la escritura y la mujer que fue su amante muchos años: Estelle Herdin. Su muerte en 1885 fue un duro golpe para él, y poco después, fallecen su querido Heztel y más tarde su madre. Una fatídica noche, su sobrino Gaston lo espera en la puerta de su casa, armado con un revólver. Dispara dos veces sin causa alguna y sin mediar palabra, dejando a nuestro escritor cojo de por vida. El joven enajenado es internado en un psiquiátrico hasta su muerte, más de 30 años después.
La mermada salud física de Verne no le impide ser parte importante de la vida social de Amiens, y en 1888 es elegido concejal de cultura representando al partido radical socialista, —a pesar de haberse definido siempre como conservador—, y es reelegido durante dieciséis años consecutivos. Pero la diabetes lo va dejando ciego poco a poco, y después de varias crisis, fallece el 24 de marzo de 1905 en su casa de Amiens, a los 78 años. Está enterrado en el cementerio de La Madelaine en esa ciudad. Su hijo Michel, paradójicamente, se hace cargo de su legado e incluso llega a terminar algún manuscrito que dejó inconcluso.
Si alguna vez están por París, les recomiendo una visita a la librairie Monte Cristo, en el nº 5 de la rue de L’Odeon. Está abierta de martes a sábados mañana y tarde, y tiene un repertorio maravilloso de Monsieur Jules Verne, ese inmenso genio de la Literatura Universal.
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