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Verano de 1957, por Manuel Vicent - Zenda
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Verano de 1957, por Manuel Vicent

Detalle de la portada de ‘Lecturas con daiquiri’ (Alfaguara), de Manuel Vicent Lecturas con daiquiri (Alfaguara) no sólo es una selección de artículos escritos por Manuel Vicent en El País a lo largo de los últimos años, es un conjunto de textos de cuya lectura se extrae un núcleo de sensaciones, de historias y de...

Detalle de la portada de ‘Lecturas con daiquiri’ (Alfaguara), de Manuel Vicent

Lecturas con daiquiri (Alfaguara) no sólo es una selección de artículos escritos por Manuel Vicent en El País a lo largo de los últimos años, es un conjunto de textos de cuya lectura se extrae un núcleo de sensaciones, de historias y de visiones personales de la existencia que puede entenderse como una forma de ser, de pensar, de creer y de vivir. La política, la ciencia, la cultura y la realidad social son analizadas por el genio agudo de Manuel Vicent. Pero junto a ello, la amistad, el amor, la memoria y el recuerdo de todos los paraísos perdidos —físicos y mentales— son evocados en este libro con la prosa sensorial y elegante del autor, como en esta narración que Zenda publica titulada «Verano de 1957”.

«Este libro contiene algunas prosas rescatadas del tiempo que leídas ahora resultan una crónica de hechos, sensaciones e imágenes de nuestra reciente historia y constituyen a la vez una manera de ver la vida y de enfrentarse al azar de los días propicios o adversos. Son páginas aptas para ser leídas con una copa en la mano, a ser posible con un daiquiri con un grado exacto de hielo, ron, azúcar y zumo de limón, para rememorar los días felices del pasado, los veranos convulsos y todos los sueños derrotados con que se teje la urdimbre de la existencia y que uno debe aceptar con una sonrisa mojada con un poco de alcohol», apunta Vicente en el prólogo del libro.

Prosas que teje y desteje el tiempo


Este libro contiene algunas prosas rescatadas del tiempo que leídas ahora resultan una crónica de hechos, sensaciones e imágenes de nuestra reciente historia y constituyen a la vez una manera de ver la vida y de enfrentarse al azar de los días propicios o adversos. Son páginas aptas para ser leídas con una copa en la mano, a ser posible con un daiquiri con un grado exacto de hielo, ron, azúcar y zumo de limón, para rememorar los días felices del pasado, los veranos convulsos y todos los sueños derrotados con que se teje la urdimbre de la existencia y que uno debe aceptar con una sonrisa mojada con un poco de alcohol. Toda la prosa que habita este volumen fue publicada en el diario El País, pero rescatadas de la desmemoria, bajo el formato de libro, las palabras escritas adoptan otro sonido, otro sentido, y pueden abrir armarios durante mucho tiempo cerrados que contienen aromas perdidos y también algunos cadáveres. Es una tradición de la literatura española contemporánea salvar de la muerte algunos escritos que aparecieron en los periódicos condenados de otra manera a pudrirse con el papel amarillo. Si un día estas crónicas, reportajes, artículos y estampas cumplieron su misión de ser leídos y a continuación olvidados, ahora recuperan un hipotético milagro. Un momento de felicidad da sentido a toda una vida. Cualquiera que remonte el río de la memoria hallará un aroma, que dio estructura al mundo; un tacto sobre la piel que llegó a nublarle el cerebro; una música, una canción que le hicieron saltar las lágrimas y le despertaron evanescentes imágenes en los espejos glaseados. La felicidad también puede asumirse como un acto de rebeldía en el que hay que apoyar la palanca para sobrevivir.

Manuel Vicent, septiembre de 2018

Verano de 1957:

El sueño de una Ibiza preternatural

De noche desde la cama oía los silbidos del tren que cruzaba los campos de naranjos. Eran silbidos lejanos, a veces desgarrados, a veces lastimeros: el expreso de Barcelona, el Sevillano, el Correo, algún borreguero. Pensaba que en uno de aquellos trenes ese verano yo iría a París, pero durante las vacaciones de Pascua mi padre me hizo un aparte con mi hermano mayor y ante el crucifijo de su mesa de despacho nos dijo que nuestra madre tenía un cáncer de estómago muy avanzado. Estaba sentenciada. De noche oía pasar los trenes midiendo la oscuridad y sus silbidos patéticos me hacían saber que el sueño de París, el de llevar una camisa negra como la de Yves Montand y tomar un calvados en una terraza del Barrio Latino leyendo a Sartre, eso no sería posible. En cambio no estaba dispuesto a renunciar a la invitación de un compañero de colegio mayor, natural de Ibiza, de pasar unos días en la isla con su familia. En la mochila me llevé El extranjero, de Albert Camus.

En el verano de 1957, Ibiza era un lugar fuera del mundo, sin literatura. Se decía que en Dalt Vila y en San Antonio se había aposentado algún extranjero excéntrico, algún pintor bohemio, las primeras francesas en bikini, aunque ciertamente no me crucé con ningún tipo raro, porque la familia de mi amigo David vivía en el interior de Santa Eulalia, en una casa de labranza de gruesas paredes encaladas rodeada de enormes higueras, algarrobos, viñedo y un poco de cereal, una propiedad que heredaría mi amigo, el primogénito; en cambio a Joan, el hijo menor, como segundón, le habían asignado un pedregal de dos hectáreas en cala Llonga, que entonces no servía para nada, y no hacía más que blasfemar por eso, sin imaginar que después lo haría millonario. David compartía con su hermano Joan una barca de madera de cinco metros, con una vela cangreja, la borda blanca, el pantoque negro y el nombre Samaruc pintado en una de las aletas con letras azules.

La primera enseñanza natural que obtuve de Ibiza aquel verano de 1957 fue que el estado salvaje era una moral. Vivir desnudo, entrar y salir del agua, bostezar, rascarse la espalda, comer, taparse la cara con un sombrero de paja durante la siesta, aprender a hablar solo con la mirada según la ley de la isla, contemplar los cuerpos flexibles de las chicas en la playa, dormir después de haber contado las constelaciones era una filosofía que no había leído en ningún libro y que aquellos hermanos practicaban con toda naturalidad. «Aquí la única teoría es dejarse llevar», decía mi amigo. Este consejo poco después se convertiría en la bandera de Ibiza.

Una mañana me comunicaron el proyecto que iban a emprender, el mismo de todos los veranos, al que no podría renunciar. Los dos hermanos se proponían ir a Formentera en su pequeña barca de vela. Navegar de cala en cala, llevar unas viandas imprescindibles, pescar durante la travesía y dormir bajo las estrellas. Si todo iba bien, la aventura podría durar diez días. Zarpamos desde Santa Eulalia y la primera singladura sería hasta cala Llonga. Todo fue bien al principio. Desde el mar aparecía la costa todavía pura, sin una sola casa, con los pinos hasta la arena, con una gran resonancia de gaviotas en el silencio neumático. Era aquella Ibiza preternatural, con payesas de negro con grandes sombreros, la misma que vería Walter Benjamin en los años treinta o Rafael Alberti durante la guerra o incluso los antiguos piratas. La vela se comportó como esperábamos con el viento a favor. A la caída del sol llegamos a cala Llonga. Sobre los cantos rodados de un pequeño refugio hicimos brasas y asamos unos atunes y llampugas que habíamos pescado al curricán. Tumbado boca arriba, con la cabeza apoyada en la mochila, a la última luz de la tarde, comencé a leer El extranjero, de Albert Camus. Las tres líneas iniciales de la novela me dejaron aturdido. «Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama…» De pronto desapareció todo el equilibrio del espíritu con la naturaleza. Un telegrama parecido lo recibiría en julio dos años después durante el campamento de milicias en Montejaque, pero en el verano de 1957 la enfermedad de mi madre, en medio de la dicha salvaje de Ibiza, grabó por primera vez en mi mente la idea de que la muerte es una injusticia, un elemento impúdico que corrompe la inocencia del paraíso. Nuestra aventura no fue más allá de cala Llonga por un imprevisto gregal. Me gustan las aventuras frustradas. Los nombres imposibles de platja d’en Bossa, cala Talamanca, s’Espalmador, cala Saona, La Savina eran el más allá que conquistaría algunos veranos después en la embarcación La Joven Dolores cuando en Formentera ya estaban los jipis. «Una noche iremos en la vespa a las Salinas, donde dicen que unas francesas se bañan desnudas», me dijo mi amigo. «Ese es un sueño imposible», decía yo. Era aquel verano en que por las carreteras comenzó a rodar el Seat 600, Bahamontes era el rey de la montaña y la televisión aún tenía mucha nieve, pero anunciaba un detergente que dejaba a las mujeres las manos suaves para la caricia nocturna después de fregar los platos.

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Autor: Manuel Vicent. Título: Lecturas con daiquiri. Editorial: Alfaguara. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Manuel Vicent

Manuel Vicent (Vilavella, Castellón, 1936) ha publicado en Alfaguara novelas como Tranvía a la Malvarrosa (1994 y 2014), Jardín de Villa Valeria (1996) -ambas recogidas junto con Contra Paraíso en el volumen Otros días, otros juegos (2002)-, Pascua y naranjas (1993), Balada de Caín (Premio Nadal 1986), Son de mar (Premio Alfaguara 1999), La novia de Matisse (2000), Cuerpos sucesivos (2003), Verás el cielo abierto (2005), León de ojos verdes (2008), Aguirre, el magnífico (2011), El azar de la mujer rubia (2013), Desfile de ciervos (2015) y La regata (2017). También es autor de la antología Los mejores relatos (1997) y de las colecciones de artículos Nadie muere la víspera (2004), Las horas paganas (1998), Viajes, fábulas y otras travesías (2006), Póquer de ases (2009), Mitologías (2012) y Los últimos mohicanos (2016).

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