Madurar es empezar a odiar el verano. Certificar que las tardes largas se hacen demasiado largas. Que el máximo anhelo para la noche, para cualquier noche, es dormirla de un tirón. Que ya no queda ni la esperanza de uno de esos amores febriles y efímeros a los que el imaginario popular, valiente embustero, asocia con el verano.
El verano es para los ricos, decían nuestras abuelas. Pero no hay dinero que pueda entoldar tanto sol. ¿Acaso no anda nostálgico y desquiciado todo el verano el gran Gatsby? Esas fiestas en la mansión de Long Island, con su batería de cócteles y su desenfreno tan estival, no hacen sino subrayar la melancolía de un hombre derrotado por el desamor. Porque el verano es la época en que, a fuerza de calor y desocupación, el tiempo se detiene, dejándonos todo el día —¡y qué largo es el día!— a merced de nuestros infortunios. Lo expresa poéticamente Jordan, uno de los personajes de la novela de Scott Fitzgerald, una mujer de inteligencia fina: «La vida vuelve a empezar con el frescor del otoño».
En Fuego en el cuerpo, el thriller ochentero que se desarrolla en plena ola de calor en Florida, los ventiladores a máxima velocidad y empapados los sobacos de las camisas, todo el mundo anda exhausto, atosigado, aburrido. Cuando una chica, compañía pasajera, le recrimina al protagonista que no le hace caso, él responde: «¿No comprendes que mi pasado se quema ahí fuera?».
«No queda nada ahí afuera / No queda nada aquí dentro / Todo ha ardido / Solo hay ceniza». No lo escribió Idea Vilariño, pero bien podría haberlo escrito. Y yo cerraría esta columna con sus versos y me creería Leila Guerriero.
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