Calle: C/ Vicente Aleixandre nº3, Madrid
Nunca me sentí una intrusa en Velintonia hasta que comprendí, no hace mucho, de qué forma la casa del poeta había sido habitada, más bien, vivida.
Hasta ese momento significaba para mí el comienzo del verano; el pegajoso zumbido de un mosquito; el rumor de la noche bajo el gran cedro que preside el jardín; el sonido del suelo en la oscuridad al pisar un manto seco de hojarasca; el calor que se mueve racheado entre una hilera de sillas dispuestas para escuchar, alrededor de las luces tenues moviendo las sombras en el porche blanco de la casa convertido en improvisado escenario, los versos de Aleixandre.
Significaba voces de distintos tonos unidas para recitar poemas, entre luces de velas que formaban caminos para llevar a los nuevos visitantes hacia el jardín; era la figura alargada de Aute que esperaba con su guitarra para llorar todos con él Al alba; el perfil del moño sofisticado de mi amiga Cristina; y la solícita amabilidad de Alejandro, el anfitrión.
Pensaba entonces sólo en una casa vacía con una dosis de emoción, como buena casa abandonada. Pero ahora, a principios de otoño, ya que hube conocido más al poeta, me acerco de nuevo, sigilosamente, y su interior me sorprende extrañamente vivo.
Es el número 3 de lo que hoy es la calle Vicente Aleixandre, antigua Velintonia, una casa de dos plantas que cumple ahora 90 años. Sólo la abandonaría Vicente y su familia en octubre del 36, meses después de estallar la guerra. Pero antes, su gran amigo García Lorca, “el genio de la personalidad. La simpatía elevada a fenómeno cósmico” como se refería a él Vicente, dejaría en sus paredes “Los sonetos del Amor oscuro”, en la que fue su última visita; en ese momento, Vicente vuelve a estar enfermo. Cuatros años han pasado desde que le extirparan el riñón derecho, y eso le obliga a estar siempre en reposo: “mi mala salud de hierro”, como él mismo decía.
Es la primera vez que asisto de día al crujido de la puerta verde de la entrada. Y veo que la luz de la mañana deja al descubierto la piel agrietada de los muros, y las marcas oscuras en las paredes y suelos, de los cuadros, de la cama, de los muebles y objetos que allí habitaron y que compartieron tertulias, charlas y confidencias.
Es extraña la sensación que corre por la casa desnuda donde incluso el cerco del antiguo lavabo todavía se nota en el dormitorio del poeta. Donde se pelea el sol para colarse por las persianas rotas y una silla dignamente coja parece acostumbrada a la espera. Es una rara sensación oír cómo vibra la ventana cuando fuera no hay viento. Cómo ladra Sirio cuando por allí no se ve ningún perro…
Y es extraño, porque creo que puedo verle tumbado como casi siempre en el diván de la biblioteca, de espaldas a la luz de oriente, semiincorporado hacia el atril donde, debido a la posición, a veces fuerza la escritura.
Sirio levanta entonces las orejas y corre hacia la puerta detrás de Conchita, la hermana de Vicente, que acerca a su querido Dámaso hasta la biblioteca ante los ojos azules, ahora brillantes, de Aleixandre. Fue justamente Dámaso el que, con una antología de Rubén Darío, iniciaría a Vicente en esa poesía más ardiente “algo incendiador, virginal y puro” que le sirve para decir adiós a Bécquer.
Sirio ladra, ahora, porque quiere atrapar las naranjas que trae de Orihuela Miguelillo (Miguel Hernández), que deja caer divertido en la cama de Vicentón, el íntimo amigo: “Qué curioso que siendo tan distintos en cosas diferentes (probablemente accesorias) yo sienta contigo, como con nadie, la inspiración profunda de la verdad de pecho”, le diría en una de las muchas cartas que le escribió Aleixandre.
Sirio recibirá también a Cernuda, a Salinas, a Alberti, a Neruda, que a menudo enderezaba su “vaga dirección a Cuatro Caminos hacia el número 3 de Velintonía” (“Ay mi ciudad perdida”). Mirará de reojo a Carmen Conde que pasa temporadas en el recién alquilado piso de arriba. Y será Sirio también el que luego verá pasar a las siguientes generaciones: Gil de Biedma, Julián Marías, Antonio Colinas, Octavio Paz, Martín Gaite, Francisco Ayala, José Hierro, Claudio Rodríguez, Nieva, Francisco Brines, JL Cano y a Bousoño y a los entonces más jóvenes, Villena, Molina Foix o Javier Marías….Porque Sirio es el alma, o el cuerpo, que al morirse daba su vida a otro perro (hasta tres) que recibía el mismo nombre, a los nuevos visitantes y amigos, a los nuevos libros, o a las nuevas poesías; mientras el cedro del Líbano tan ausente y tan presente seguía creciendo como hasta hoy en el jardín.
“ Yo conozco un jardín
donde es, callado, el amor”
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-El féretro de Vicente Aleixandre salía de Velintonia a hombros de alguno de sus seguidores y amigos un 15 de diciembre de 1984. Su hermana Conchita se lo encontraría en la cama casi desangrado y moriría horas después de una hemorragia intestinal, el día 13 de diciembre, al lado de su casa, en la clínica Sta. Elena.
-Se cumplen ahora 40 años desde que recibiera el premio Nobel en 1977. Y se rinde homenaje, a los 90 años de aquella generación del 27. Premio Nacional de literatura en 1934 por “La destrucción o el amor”. Premio de la Crítica en 1963 y 1969 por “En un vasto dominio” y Poemas de la consumación. Ingresó en la RAE el 22 de enero de 1950.
-Agradecimiento a Alejandro Sanz (Presidente de la Asociación de amigos de Vicente Aleixandre. Salvemos Velintonia.)
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