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Vecinos - Zenda
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Vecinos

[Imagen: Inés Valencia] LOS TRECE ESCALONES, XXXIV: VECINOS En Torneros 26 nunca había habido conflictos de importancia. Los chiquillos del 5º Derecha resultaban un tanto ruidosos cuando subían y bajaban la escalera; Rosarín freía sardinas con una frecuencia tal vez excesiva; y Antonio Torrijas ponía la radio muy alta desde que empezara a perder oído. Salvo...

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, XXXIV: VECINOS

En Torneros 26 nunca había habido conflictos de importancia. Los chiquillos del 5º Derecha resultaban un tanto ruidosos cuando subían y bajaban la escalera; Rosarín freía sardinas con una frecuencia tal vez excesiva; y Antonio Torrijas ponía la radio muy alta desde que empezara a perder oído. Salvo por tales minucias, la finca resultaba un lugar agradable y tranquilo para vivir. Siempre que se daba algún pequeño roce, los implicados acudían al 4º Izquierda para pedir audiencia. Don Julio escuchaba las cuitas de sus convecinos, con expresión grave en su rostro afable de maestro jubilado. Su mujer, Enedina, servía café y rosquillas caseras, para, a continuación, sentarse muy recta junto a su marido y ponerse a tejer patucos para alguno de sus muchos nietos. En la pequeña sala de estar, los Pedrayes eran como la realeza de aquella calle, de aquel barrio, y, sobre todo, de aquel edificio. Don Julio siempre tenía algún buen consejo que ofrecer, pues era un hombre sensato y poco dado a visceralidades. Por eso, precisamente, resultó tan chocante que, en el asunto del ascensor, fuera él y no otro quien perdiera la cabeza.

La idea, por descontado, salió de Ramiro Santiago, el joven del 2º Central. Era un muchacho poco atractivo, tirando a enclenque, pero lleno de energía. Un entusiasta de todo lo que oliera a modernidad. Tras una visita a su madre, una viuda muy bien situada que vivía en el Barrio Alto, empezó a darle vueltas al asunto, y, tal y como le ocurría cada vez que algo se le metía entre ceja y ceja, ya no pudo pensar en otra cosa ni tuvo más tema de conversación. Se lo mencionó a Gerardo la mañana siguiente, cuando ambos se cruzaron en el portal a primera hora. Lo comentó con el cartero, con el chaval que traía el carbón y hasta con la mayor de los Aguirre, que siempre le planchaba las camisas. Incluso le soltó un discurso a la pobre Rosarín mientras la ayudaba a subir las bolsas del ultramarinos. En el 4º Izquierda fue Enedina quien puso la noticia sobre la mesa, ese mismo sábado, en el desayuno.

‒El Practicante se ha empeñado en que instalemos un ascensor ‒anunció risueña, cortando rebanadas de pan.

‒¿Qué majadería es esa? ‒farfulló su esposo, sin levantar siquiera la mirada del periódico.

‒Dice que sería muy útil, sobre todo para los que ya tenemos una edad ‒explicó ella, alineando las mermeladas‒. Gerardo y los Aguirre están encantados. A Rosarín le dan un poco de miedo esos inventos, y Antonio anda de morros porque dice que la gracia nos va a costar una fortuna.

‒Me parece un despilfarro ‒opinó el maestro, arrugando la frente‒. Esos cacharros infames hacen un ruido del demonio y siempre se están averiando.

‒Yo creo que es buena idea ‒replicó Jaime, el único hijo que aún vivía con ellos.

‒Menuda sorpresa… ‒gruñó Julio, revolviéndose incómodo en la silla.

‒A ti te molesta cualquier cosa que sea un adelanto ‒dijo el chico con afectación‒. Estás hecho un rancio.

‒Por favor… ‒canturreó Enedina, dando una palmadita de advertencia en el brazo del chico‒. En la mesa, no.

‒Adelantos… ‒se mofó Julio, volviendo a la sección de Política Internacional‒. Así va el mundo, siempre con prisas, cada vez más comodón y aborregado. Todo son inventos y complicaciones inútiles.

‒Si fuera por ti seguiríamos viviendo en cuevas.

‒No le hables así a tu padre, Jaime ‒ordenó Enedina, sin alterarse‒. Y bébete el café, que se enfría.
Se guardó su opinión, como hacía siempre, pero, en su fuero interno, coincidía con su benjamín. Dios la librara de quejarse de su marido, y aún más de contradecirle, pero no podía negar que, en ocasiones, encontraba desalentadora su falta de empuje.

‒Cuando esta gente sepa lo que cuesta un trasto de esos, se acabó la tontería ‒sentenció el maestro, dando el tema por zanjado‒. Un ascensor… menudo disparate. Qué típico de Ramiro…Pese a las reticencias de algunos vecinos y a la franca oposición de Don Julio, el proyecto del Practicante cayó en gracia, y una guerra sin precedentes estalló en Torneros 26. El empecinamiento del maestro pilló por sorpresa a todos, y aún resultó más incomprensible que, en cada uno de sus enfrentamientos dialécticos con Ramiro Santiago, perdiera lamentablemente los nervios, llegando a comportarse como un energúmeno intransigente. Con sus explosivas rabietas, terminó por agotar la paciencia de todos. Jaime se posicionó sin miramientos en el bando enemigo y, finalmente, hasta Enedina renunció a apoyar a su marido, horrorizada tras la última pelea, en la que Don Julio dedicó a su rival una retahíla de insultos impropios de un hombre de su cultura y educación.

El ascensor se instaló sin remedio, y, con él, un silencio tenso fue a caer sobre el 4º Izquierda. El cabeza de familia se mostraba entre alicaído e irritable. Jaime no le tuvo la menor compasión, y la atribulada esposa, cada vez más desconcertada por aquellas maneras tan desabridas, le negó con terquedad cualquier atisbo de tregua. Don Julio jamás hubiera confesado que el origen de su misteriosa furia era el miedo. Un pánico genuino e indescriptible ante la idea de encerrarse voluntariamente en aquel siniestro ataúd vertical. Para cuando fue consciente de que lo mejor hubiera sido callarse, no mostrarse contrario al plan y evitar usar el funesto engendro mecánico, ya había perdido la simpatía de todos. Habría resultado muy sencillo, en realidad. ¿Por qué embarcarse en una batalla sin sentido cuando podría haberse limitado a seguir usando las escaleras, alabando las bondades del ejercicio físico? Su torpeza a la hora de gestionar la cuestión le mortificaba. Y aquella vergüenza, el modo en que le miraban entonces sus otrora leales vecinos, que tanto lo admiraran por su buen criterio, terminó por arrasar con los restos de su sensatez.

La idea se abrió paso en su mente mientras escuchaba la enésima perorata de Jaime, que compartía con su madre una clase magistral sobre los entresijos del cajón de sus pesadillas. Poco a poco, el rencor fue mutando en perversa satisfacción, y, fingiendo un desinterés absoluto por la charla, anotó en su cerebro cuantos detalles fue capaz de retener. Nunca había sido muy ducho en cuestiones de mecánica, pero recordaba que aún andaban estorbando por la casa las herramientas de su difunto suegro, y se propuso dar con ellas. Esperó a la madrugada para actuar. Salió del piso, furtivo como un ladrón, procurando no hacer el menor ruido. Localizó el corazón de la bestia, se repitió en voz baja las indicaciones que los obreros habían dado a Ramiro y a Jaime e hizo el trabajo lo mejor que pudo.

Al día siguiente, apenas pudo contener la sonrisa cuando Enedina, muy acalorada, le contó que el dichoso ascensor no funcionaba.

‒La pobre Rosarín ha tenido que subir los mandados a pie, con lo mal que tiene la cadera. Y encima estamos en fiestas, así que vete a saber cuándo podrán venir a arreglar ese chisme…

A Jaime Pedrayes, la parranda de la Santa Patrona le duró hasta horas intempestivas. Logró llegar al portal haciendo eses, derrotado por el alcohol y la fatiga feliz del último amorío, ignorando la mirada de reproche de un sereno con malas pulgas y bigote de Mariscal. El obstinado silencio del ascensor le recordó el asunto de la avería. Resoplando, se resignó a enfrentar los cuatro pisos con entereza.

Fue la mediana de los Aguirre quien lo encontró en el descansillo, cuando bajaba temprano a por el pan y la leche. Sus gritos sacaron a media comunidad de la modorra de domingo. A Rosarín estuvo a punto de darle un ataque al corazón, y hasta Antonio Torrijas salió de estampida en pijama, convencido de que, como mínimo, había caído una bomba en el patio.

‒Se ha desnucado ‒murmuró Ramiro, desolado, tras echar un somero vistazo al cuerpo inerte.

‒¡Ay, qué desgracia más grande! ‒berreó Merceditas, temblando como una hoja‒. Ay, qué razón tenía Don Julio, que este chisme no iba a traer nada bueno…

‒Parece cosa del diablo ‒gimió Rosarín, retorciéndose las manos entre hipidos‒. Un castigo, eso es lo que ha sido… ay, Virgen Santa…

‒No diga tonterías, mujer ‒la reprendió el Practicante con tristeza‒. Esto ha sido mala suerte y nada más. Qué ironía más horrible… tanta inquina contra el ascensor y se le mata el hijo en la escalera…

Meneando la cabeza, Ramiro Santiago se aferró a la barandilla y enfiló hacia el 4º Izquierda, devanándose los sesos, buscando en vano el modo de dar la noticia a sus vecinos.

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Lenka Dángel

Lenka Dángel (pseudónimo, obviamente) nació en Gijón en 1978, por fortuna en una casa llena de libros. Fue desde niña una lectora compulsiva con un, a decir de sus profesoras, “exceso de imaginación”. Empezó a escribir poesía a los nueve años, en certámenes escolares y para rellenar secciones en la revista anual del colegio. Abandonó los versos muy pronto y se decantó por los cuentos y las obras de teatro, fascinada por Lorca y por su admirado paisano Alejandro Casona. Abrazó la fantasía con Ende, Durrell, Gripe y Dahl. Sus primeras lecturas adultas fueron obras de Márquez y Pérez-Reverte que su padre, marino de profesión, escamoteaba en los barcos. Estudió Educación Social, interesándose especialmente por impartir talleres de Animación a la lectura y de Escritura Creativa a jóvenes en riesgo de exclusión (en algunos de dichos talleres tuvieron la gentileza de participar los tristemente fallecidos Justo Vasco y Luis Sepúlveda, compañero y amigo de Zenda). Colaboró durante cinco años con la revista ‘La Brocha’, reseñando exposiciones artísticas. Tiene varios microrelatos publicados en diferentes antologías y aspira a que su primera novela vea la luz algún día.

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