Zenda publica este cuento inédito del actor Ginés García Millán.
Es cierto que tomé algunos tequilas. No digo que no, apuré los restos de algunas botellas que había por la casa, restos del penúltimo naufragio y en algún momento hasta sentí algo así como una emoción profunda, como si fuese otro en otro lugar, como una memoria de mí mismo, pero otro, de ese tiempo en el que era capaz de amarlo todo, que podía admirar la belleza del mundo sin pretenderlo. De ir caminando y asombrarme por la luz en la corteza de un abedul, por ejemplo. Ese tipo de cosas que le pasa a gente que camina y mira.
Fue la tormenta de las seis de la tarde, una lluvia que siempre es fiel en el verano de esta ciudad universo. Me sentí el hombre más dichoso del mundo. La lluvia golpeaba los cristales como una mano acariciando a un perro un domingo por la tarde y sin embargo, los truenos eran tan fuertes que asustaron a los guajolotes que salieron despavoridos hacia Chapultepec. “De truenos y guajolotes ( Melancolías del abismo)” podría ser el título de un ensayo vacío e insufrible de Serebriakov. Por un momento los gritos de mi madre María Vasilievna se impusieron a los truenos y al glugluteo,-¡Los guajolotes! ¡Los guajoloteeeeeeeessss!, -gritaba . Y ya ni truenos, ni lluvia sentía. Empecé a correr como pollo sin cabeza porque aquello ya era un éxodo, el éxodo guajolote. En fin, que tuve que salir a buscar a los pavos despavoridos cuando las calles ya habían desaparecido y cualquiera que haya estado en esta ciudad, sabe a lo que me refiero: donde había una calle, ahora había un río. Toda la lluvia del mundo y todavía para alguno más. Los guajolotes parecían nutrias aladas arrastradas por la corriente y luego ya, alejándose hacia el bosque, truchas saltarinas. Nada pude hacer sino verlos alejarse, ya mudos, quizá para siempre…
Cuando la lluvia cesó, primero hubo un silencio, como de teatrito en el bosque y luego una luz bellísima, la de una cantina al final de la calle Zacatecas, casi esquina Insurgentes. Cantina de los Insurgentes, es un nombre tan hermoso. Suelo ir allí a tomar un trago de mezcal de vez en cuando, la ocasión merecía tomar varios y empapado hasta los huesos, eso hice. Cuando la luz es tan extraña y bella, cuando estás en un sitio tan chido, cuando escuchas canciones de José Alfredo… ¿ No es el momento para escribir cartas de amor?
Querida Elena:
Hay una melancolía de guajolote en la tarde, aun así sé que mi corazón, ahora húmedo y tembloroso puede sentir el calor de un amor verdadero. No olvido tu sonrisa triste, la sueño cada noche y me angustia que el tiempo la cicatrice para siempre. Preferiría dormir eternamente a despertar y no verte nunca más, ni tu sonrisa triste, ni tus ojos tan profundos, ni tu olor, tu olor… Siento como si este jardín desde el que te escribo se hubiese impregnado de tu olor, como si todas las flores besadas por la lluvia, ahora fuesen manos, labios, pelo, pies tuyos, porque todo huele a ti, pero mucho.
Y tu risa, tu risa. ¡Tu risa…!
Y Allí estabas tú y tu risa, al fondo de la cantina, riendo como si inventaras la risa, una risa que es como si se estuviese creando el mundo, la lluvia, los ríos, los bosques, tu risa…
Y él, Astrov, besándote, abrazándote mientras recitaba parajes de Ostrovski.
“Lo más valioso que un hombre posee es el arte filodramático…” Y aún habiendo fallado pueda decir, pueda decir… ¡ Cojones! ¡Nunca me acuerdo de lo que decía!
Me acuerdo, eso sí, de que salí caminando hacia atrás y como el ojo del culo es ciego, tiré la silla, la mesa, la carta, la botella de mezcal, sí, la botella que ya estaba casi vacía y mi gabán que aún estaba chorreando y mi frío y mi dolor y todo mi cuerpo allí en el suelo tiritando de tristeza. Antes de ver la noche, vi sus miradas, Elena y Astrov mirándome como si fuesen personajes de una obra de Veronese. Esas miradas en las que ves tu propio miedo y se te clavan para siempre.
Todo ya era noche. Entre la voces sordas de los vendedores ambulantes empecé a escuchar algo parecido a una música, y cuando piensas que ya has sentido toda la tristeza del mundo siempre puede aparecer el sonido de la armónica de Teleguin, que es una tristeza inventada por la tragedia, una tristeza de la peor calaña, y como además Teleguin toca mientas habla con esa alegría desproporcionada para un ser humano, convierte el espectáculo en un esperpento de una dimensión difícilmente soportable para el alma de un hombre. ¡Hijole!-“ ¡Cantemos, Vania!, ¡Qué tormenta tan hermosa! ¡A cantar, Vania!, repetía Teleguin, recuerdo que una vez, en una tormenta en el Cáucaso…” Aceleré el paso y sus palabras se fueron confundiendo con el silbido del camote. Se perdieron hacia la profundidad de la noche en la noche más profunda.
Regresé a casa, un lugar donde se regresa cuando no tienes dónde caerte muerto. —¡Eres un inútil Vania, solo hemos podido encontrar un guajolote y ahogado!”— la voz de mi madre era la voz de Dios.
Al entrar en la cocina, Sonia estaba desplumando a aquel animal sin vida con una ternura infinita —Tío Vania , estás temblando…—. Yo sentí mirando aquellos ojos del guajolote muerto que ya no tenía corazón, que lo perdí para siempre.
Desde el fondo de la crueldad llegaba la voz de María Vasilievna —No os acostéis hasta que el guajolote no esté hervido—. Mañana llegará tu padre , Sonia, y ya sabes lo que le gusta la sopa de guajolote.
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