Decía Paul Valéry que la función del poeta es crear el estado poético en otros. También decía que casi todo arte consiste en hacer olvidar al lector su poder personal de intervención, especialmente en poesía «donde resulta más difícil modificar como uno quiera un poema bien terminado». En Poemas en prosa, traducido por Pedro Gandía y publicado en la editorial Visor, la única intervención posible es la rendición. La poesía de Valéry tiene el talento de la seducción y una destreza especial para llevar al lector a un lugar completamente alejado de la zona de confort en la que se ha instalado la poesía actual.
No es de extrañar que el libro inicie con un poema que evoca a Narciso, un ángel meditativo cuyo reflejo provoca su propia destrucción. Solo una vez disuelto el agente creador ocurre el trance poético y el poeta se torna isla virgen en el archipiélago de la creación donde la mente intenta traducir, de forma recurrente y sin éxito, el pensamiento a una forma poética. El poeta logra instalarse en la idea como Odiseo en el lecho de Calipso, sabiendo que el hallazgo azaroso es tan solo un destello en su viaje. Después ocurrirá el olvido. Porque «la carne en la lengua (virtual) prohíbe el pensamiento». Y las palabras que se pronuncian son «un gasto irreparable». Entonces, sin el yo, sin el intérprete del pensamiento y sin el objeto poético, ¿qué le queda al poeta para hacerse poeta? Habitar en el paraíso de las memorias artificiales, allí donde Robinson ha construido un hogar abastecido de lecturas y símbolos. Es su isla de Xifos, donde la lengua es una sacerdotisa que sobre un pedestal va fijando los límites del lenguaje; donde la justicia es una cabeza parlante con los ojos cerrados y sin entrañas; donde el sexo es una gruta en la montaña cuyo trofeo es una columna solitaria que convierte en toro a quien la toca, donde la fe provoca tortícolis y tics contagiosos; donde la sociedad es de los «egófobos» y mendigos de amor, estima y gloria; y donde hay talleres de dioses y puestos de escritores garabateando libros sagrados.
Para Valéry, el acto de creación y pensamiento es similar al fisiológico. Todo lo que entra en el cuerpo es impuro. Solo el proceso lo purifica. «Hacer el poema es el poema», como hacer el amor es el amor y no el orgasmo. La esencia del poema es su gestación, y cuando cae en otras manos se convierte en algo distinto. Pero cuando entra en contacto con los ídolos simbólicos que comparten isla con el poeta, se produce el hallazgo. Hera, Calipso, Emma, Isabel o Raquel son cómplices de su silencio ilustrado, de esa pausa interior tan necesaria para mirar al futuro de las cosas. «La basura va a la basura, el niño a la vida y las frases a la nada». Quizás este rol del creador como mero inseminador del intelecto tenga que ver con su visión del amor: una danza animal, un comercio de licores o una palabra demasiado cómoda que produce semejantes. Paul Valéry repudia los poemas de amor, pero canta «el infinito de los sentidos, que son verdad y pureza» con un lenguaje esencial tan sensitivo, estimulante y embriagador que nada tiene que envidiar a los efluvios de la copulación.
¿Qué habría sido de Valéry en esta era tan histriónica del yo? El lector que sepa distinguir la paja de la poesía leerá con devoción sus Poemas en prosa. El que no, que continúe con sus entretenimientos en este verano tranquilo sin promesa de perfume.
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Autor: Paul Valéry. Título: Poemas en prosa. Traducción: Pedro Gandía. Editorial: Visor. Venta: Todos tus libros.
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