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Vaciar la casa de los padres - Zenda
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Vaciar la casa de los padres

Desalojar la casa de los padres es no contemplar el sillón en el que tu madre, roída por el cáncer, sin fuerzas para llevar a sus nietos al jardín, disfrutaba viéndolos con los gusanitos, que ahora compraba tu hermana para conducirlos luego a alimentar a los patos. Había tradiciones que no se debían romper mientras...

Vaciar la casa de los padres es morir. Sajar el astroso armario donde tu madre guardaba el bolsón de gusanitos, que compraba en el mercado para tus hijos. A tu primogénito abarcándolo a duras penas y llevándoselo al sofá de la abuela para atiborrarse y decirle en su media lengua que los que sobraran se los iban a dar a los patos del parque. ¡El parque, en el cual tantos sueños se hacían carne con él de monarca y su abuela de escudera!

Desalojar la casa de los padres es no contemplar el sillón en el que tu madre, roída por el cáncer, sin fuerzas para llevar a sus nietos al jardín, disfrutaba viéndolos con los gusanitos, que ahora compraba tu hermana para conducirlos luego a alimentar a los patos. Había tradiciones que no se debían romper mientras estuviera viva. Rutinas que con ella también murieron. Como tantas otras cosas.

Cerrar la casa de los padres es perder para nunca el fantasma de la que te insufló luz, llevada al hospital a que la sedaran definitivamente, con una sonrisa en sus yertos ojos, intentando dar ánimos y abrazando, exánime, a sus nietos, en la convicción de que no habría más abrazos.

"Estremecerte al traer a tu hígado cuando, en un rapto de lucidez, te dijo que sabía que tú no eras muy católico, pero él sí. Iría al cielo: había luchado por ser un buen hombre"

Desocupar la casa de los padres es desarraigar el vergel en el que tu padre convirtió el balcón donde ella tenía macetas. Mimarlas, combinar claveles con geranios, petunias y margaritas era mantener viva a la mujer a la que comenzó a amar con doce años y hubo de dar tierra a los 60. Es extirpar los porrones de vino y puñados de cascaruja que vaciasteis al arrullo de las macetas, mientras intentabas aliviar su viudedad. Lo que más me gusta en la vida, hijo, es el vino, las flores y las mujeres. Sonreír al rememorar cómo, tras trasegar el primer porrón, empezaba a cambiar el orden de su tríada vital y las mujeres o las flores iban escalando peldaños.

Despejar la casa de los padres es vislumbrar las nieblas que empiezan a empañar la última vez que lo viste, 24 horas antes de que lo fulminara el infarto, celebrando la vida y agradeciendo a tus dioses que las brumas del alzheimer no te lo hubieran arrebatado del todo.

"Es sepultar al niño obeso, miope y fantasioso que siempre fuiste para ellos, aunque sobrepasaras la cincuentena. Ser consciente de que jamás volverás a poseer un cobijo igual"

Estremecerte al traer a tu hígado cuando, en un rapto de lucidez, te dijo que sabía que tú no eras muy católico, pero él sí. Iría al cielo: había luchado por ser un buen hombre. Como tal vez el camino a la Gloria fuera algo largo y se conocía, te rogó que le metieras en el ataúd una buena botella de vino, para hacerle más dulce la espera. Con él aún en el tanatorio, rota el alma al perder tu último asidero, te dirigiste a la Machacanta, su ventorrillo. Le pediste a Paqui una frasca. Ella, que lo conocía desde niña, rebuscó entre los estantes, limpió con mimo la mejor botella y la rellenó del tonel centenario. No te quiso cobrar: nadie mejor que él para llevar su vino al Cielo. Mientras le metías la frasca en el féretro y lo acariciabas, rememorabas las veces que le escuchaste “como a la Gloria vamos, bebamos”. Y bebiste por él antes de cerrar la tapa.

Es descubrir en los recovecos los primeros dientes, tuyos o de tus hermanos, los recordatorios de primeras comuniones y las calificaciones escolares, tus cartas de amor, atesorado a modo de reliquias por tu madre, sacerdotisa suprema del Amor. Hallar los relojes de su padre, al que no conociste, o las agujas de ganchillo con las que su madre le enseñó a bordar.

Es sepultar al niño obeso, miope y fantasioso que siempre fuiste para ellos, aunque sobrepasaras la cincuentena. Ser consciente de que jamás volverás a poseer un cobijo igual. De que quedas a la intemperie, cual Odiseo zaherido por Poseidón, con el solo tronco de una higuera al que aferrarse en la tormenta.

Vaciar la casa de los padres es, al fin y a la postre, morir.

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Arístides Mínguez Baños

Arístides Mínguez Baños es profesor de Latín en un instituto público de Murcia. Desde 1996 viene trabajando, además, con grupos de teatro escolar y amateur, para los que escribe y dirige sus propias obras. Tiene publicadas para Ediciones Clásicas dos comedias, El Juicio de Paris (1996) y Caligae Magnificus (2004). Así mismo, la Junta de Andalucía editó una obra colectiva en la que participó con otros dos compañeros, Nuestros paisanos los Romanos, que obtuvo el Primer Premio en el X Concurso Joaquín Guichot. Escribe también los guiones de los vídeos Vivimos con la Filosofía, RomAmor y Gracias, Grecia, este último con más de 700.000 visitas en You Tube. En reconocimiento a esto fue nombrado Ciudadano Honorario de la isla de Quíos e islas Enusas (Grecia). En 2017 publica con Editorial Círculo Rojo Hidria, un cuento mitológico ilustrado por Nùria Castillo.

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