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Uso terapéutico, un cuento de Carlos Gago - Zenda
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Uso terapéutico, un cuento de Carlos Gago

Qué divertido el cuento de este mes de la Escuela de Imaginadores, qué perturbador por momentos, qué desconcertante, pero sobre todo qué lectura más adictiva la de «Uso terapéutico». Pero así son siempre las historias de Carlos Gago (Ávila, 1981), adictivas, inesperadas y ocurrentes. Y, a pesar de todo, con los pies en la tierra....

Qué divertido el cuento de este mes de la Escuela de Imaginadores, qué perturbador por momentos, qué desconcertante, pero sobre todo qué lectura más adictiva la de «Uso terapéutico».

Pero así son siempre las historias de Carlos Gago (Ávila, 1981), adictivas, inesperadas y ocurrentes. Y, a pesar de todo, con los pies en la tierra. Quizá la dimensión más humana de los relatos de Carlos provenga de haber vivido en varias ciudades, o de haber acabado en Madrid trabajando en la gerencia en el Consejo de Colegios Mayores; pero si sus pies están en la tierra, su cabeza vuela y fabula como la de un gran imaginador.

En «Uso terapéutico» reúne un triángulo de personajes rotos, los empuja a situaciones disparatadas y logra al fin un buen puñado de momentos geniales.

******

Uso terapéutico

Vidal llevaba esperando al repartidor buena parte de la mañana. Estuvo asomándose a la ventana de forma intermitente por si lo veía aparecer. Estaba inquieto. No era la primera vez que compraba algo en el mercado negro, pero sí que lo hacía en la deep web. La oferta era variada: calmantes, estimulantes, documentos de identidad, secretos de estado, ¿bebés?, bebés… Esto le llevó a pensar que quien le entregase el paquete no estaría uniformado y que, por esa misma razón, era innecesario que continuara atento a la calle. Hasta entonces, pocas esperas le habían parecido tan insoportables como aquella. Quizá la de la cola de la oficina de correos o la de un novio el día de su boda fueran aún peores. Sí, definitivamente la espera en el altar de una iglesia debía de ser más irritante, aunque Vidal no tenía cómo saberlo. Nunca había estado casado.

El timbre sonó y él se agitó de forma primitiva. En su camino tropezó con el balde que recogía el agua de la gotera del salón. Parte del líquido se derramó sobre el suelo. Pensó que debería haber empleado el dinero de la pistola en arreglar el tejado, pero Laín había insistido: «No llevo un arma porque sea malo, llevo un arma porque conozco el mal en el mundo», y había añadido que irían todos los domingos al campo a hacer diana en latas oxidadas, lo que desde un punto de vista terapéutico había sido una oferta tentadora.

—Buenos días —dijo.

El repartidor no le devolvió el saludo, ni siquiera alzó los ojos cuando le habló. Solo hizo una fugaz genuflexión para dejar el paquete en el suelo. En un primer vistazo, a Vidal aquella le pareció una caja de pescadería, si bien de un tamaño mayor de lo que a priori se había imaginado. El material del que estaba hecha le era familiar. Pese a que no recordaba su nombre concreto se acordaba de que comenzaba por poli, y de que se disgregaba en purulentas bolitas blanquecinas si se partía. Al volver a mirar al hombre, este ya se había girado para marcharse.

–Perdone, ¿y la factura…? —le dijo a la espalda.

El tipo se dio la vuelta e insinuó una sonrisa sarcástica.

—…ya sabe, por si lo tengo que devolver.

El mensajero torció la boca, masculló algo que Vidal intuyó ofensivo y se fue. En ese momento recordó que el nombre del material era poliestireno. Con la punta de unas tijeras cortó el embalaje. La sensación general del paquete era de frío, como si lo acabasen de sacar de un congelador. Retiró la tapa. El sentir de su tacto en los dedos le dio dentera.

—¡Un riñón!

Un riñón. Al menos lo que él creía que era un riñón en forma de alubia, entre marrón y morada, emergía sobre un nido de hielo. Se quedó un momento mirándolo y volvió a cerrar el embalaje. Revisó su exterior en busca de algún dato, aunque sobre él no figuraba la información del remitente ni del destinatario. Salió a la calle, pero ya no había rastro del tipo. ¿Qué iba a hacer con aquello? Destapó de nuevo la caja para cerciorarse de que el riñón seguía allí. El riñón seguía allí. Entonces decidió llamar a su amigo Laín y pedirle consejo. El teléfono dio tono. Era un buen augurio, porque rara vez lo tenía encendido. Él decía que era por las microondas, aunque todos sabían que los motivos eran otros.

—Hola, amigo. Estoy con un cliente —le dijo al descolgar.

En realidad, Laín casi siempre estaba con un cliente. Cualquier familiar, vecino o conocido era susceptible de convertirse en uno. Se declaraba protestante converso, aunque su familia era católica y jamás había participado en un oficio luterano. Cuando bebía, discurseaba sobre cómo el catolicismo era culpable de que el país no fuera próspero. «Nos han inculcado que el afán de lucro es algo pecaminoso, cuando los hombres tendrían que considerar su enriquecimiento como un deber, como una forma de estar en gracia con Dios», decía. Sin embargo, Laín no concebía su trabajo como una actividad moral y las apuestas ilegales eran su fuente de ingresos más frecuente.

Cuando Vidal le hubo contado su situación no tardó en aparecer en su casa. Nada más llegar, Laín tomó el riñón en sus manos. Sus uñas parecían como recién sacadas de una explotación de guano, por lo que Vidal pensó en apercibirle de que no lo toqueteara, aunque finalmente no le dijo nada. Tras inspeccionarlo, Laín devolvió el órgano a la caja.

—¿Qué ves aquí? —preguntó Laín mientras se encendía un cigarrillo.

—Un riñón…

—¿Un riñón?

Esperó un momento antes de continuar, como dándole a su amigo una segunda oportunidad para contestar. Después dijo:

—Cuarenta mil euros. Qué digo, cincuenta mil con suerte.

—Pero el riñón no es mío…

—¿Quién te lo va a reclamar? ¿Crees que te van a denunciar por no devolverlo?

Laín fumaba dando caladas largas e invisibles, sin emplear las manos para ello. Ni siquiera cuando un rescoldo se formó en el extremo del pitillo.

—Se echará a perder en diez o doce horas como máximo —continuó—. Hay que actuar rápido.

El rescoldo se precipitó dentro de la caja.

—Cuidado con la ceniza —dijo Vidal.

Un ruido tenebroso emanó de Laín. Ni siquiera tuvo que abrir la boca para que fuese perceptible.

—Si fueras creyente sabrías que la ceniza nos recuerda que algún día vamos a morir y que entonces nos convertiremos en polvo. Aquí tenemos el riñón de alguien, seguramente un buen hombre, que se ha liberado de su prisión corpórea y ha ascendido a los cielos. ÉL lo ha puesto en nuestro camino. ¡No le temas!

Por lo general, a Vidal le daba pereza rebatir las disertaciones espirituales de Laín, así que no le contestó. Este diluyó la ceniza en el hielo con una mano como si agitase un whisky on the rocks, y embaló el paquete para llevárselo.

—¿Y si alguien viene a por el riñón? A lo mejor me parten las piernas por esto…

—Bien, en ese caso, le daremos el dinero de la venta.

Laín terminó de cerrar la caja y la tomó en brazos.

—Aunque no creo que eso ocurra… —dijo justo antes de abrir la puerta y se marchó.

Vidal se quedó pensando un momento. No sabía si su amigo se había referido a la posibilidad de que alguien les reclamase el riñón o a la de entregarle los cincuenta mil en el caso de que eso sucediera.

 

«Tiene algo que no es suyo» Es lo primero que escuchó de su interlocutor en el teléfono. Vidal tuvo la tentación de colgar, pero pensó que entonces aquella voz se personaría en su casa.

—Se ha echado a perder —dijo.

—¿Cómo dice?

—De ayer a hoy se ha echado a perder. Lo he tirado a la basura, ¿qué quería que hiciese? ¿Que lo llevase a objetos perdidos?

No obtuvo respuesta desde el otro lado de la línea, pero notó una respiración amplificada en medio de aquel silencio, ¿era la suya o la del otro hombre? Después la comunicación se cortó. Quizá porque la explicación había sido lo suficientemente convincente o, por el contrario, porque alguien estaba ya de camino a su casa para comprobar si esta era cierta. En cualquier caso, pensó que la confusión en la entrega no había sido culpa suya, lo que le eximía de toda responsabilidad, y que la suma que Laín consiguiera con su venta era una buena cantidad para solventar los problemas que se avecinasen. Tras la conversación con aquel tipo llamó a su amigo, pero su teléfono estaba apagado, así que esperar le pareció lo más prudente.

Al día siguiente continuó sin tener noticias de Laín, pero se sentía más aliviado. Si los dueños del riñón tuvieran un verdadero deseo de recuperarlo se habrían presentado ya en su casa. Hacerlo a partir de entonces no tenía sentido porque el órgano estaría ya inaprovechable. Por eso Vidal se preparó un café y se sentó en una butaca a ver las noticias. «Paciencia —pensó—, siempre paciencia».

Sin embargo, por la tarde la espera hizo que se sintiera más inquieto. Cuando estaba así escuchaba canciones de death metal. También lo hacía si sentía rabia o rencor contra alguien. Siempre le había costado externalizar sus frustraciones, así que su terapeuta le había aconsejado expiarlas con alguna ocupación mediante la que canalizar su ira. Había probado a hacerlo acudiendo a una actividad en la que se destrozaba un coche con una maza, pero casi siempre acababa con las muñecas abiertas y dolores en los hombros. Por eso, cuando Laín le insistió en comprarse un arma pensó en darle un uso terapéutico.

Los dos se habían conocido en secundaria. Compartían apellidos y les sentaron juntos. Laín era repetidor y tenía la boca llena de consejos. Frótate los dedos con limón, así tus padres no sabrán que has fumado, o escúpete en la mano antes de tocarle a una chica entre las piernas. Cosas así. Por aquella época también empezó a vender entre los de los cursos precedentes pastillas de Avecrem que hacía pasar por hachís. El engaño no le duró mucho, pero fue el punto de partida de sus negocios.

Alguien llamó al timbre.

Cuando los estafados se organizaron para reclamarle el dinero, Laín les convenció para unirse a él y vender juntos el Avecrem entre los alumnos aún más pequeños.

El timbre sonó una vez más.

Vidal corrió a quitar el volumen y se quedó quieto al lado del aparato reproductor. Después comenzaron a aporrear la puerta. Una voz femenina dijo:

—¡Abra por favor, no soy una testigo de Jehová!

Se descalzó para acercarse a la entrada con sigilo cenobita y echó un vistazo por la mirilla para confirmar que su interlocutora era una mujer y que no estaba acompañada.

—¡Sé que está ahí! He oído la música.

Era baja y tenía un aspecto corriente. Vestía una camiseta negra con vaqueros y botas militares y cargaba con una mochila abultada.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó él.

—Le han entregado algo que era mío.

—Ya le he dicho a su amigo que no lo tengo.

—Con quien quiera que haya hablado no es mi amigo…

La mujer se quedó inmóvil, como proyectando su mirada más allá de la puerta. Luego retrocedió unos pasos para abrir el ángulo de visión que le suponía a Vidal y dijo: mire esto, y se levantó la camiseta para mostrar una cicatriz que le cruzaba el bajo vientre justo por encima del pubis.

La puerta de la casa se entreabrió y Vidal se asomó sutilmente. «¿Qué es lo que quiere decir?», preguntó.

—Creo que es bastante evidente, el riñón era mío.

Desde su lugar, Vidal no era capaz de ver con detalle el abdomen de la mujer, así que se estiró para acercarse un poco a ella y observarla con más detenimiento. Tras un instante dijo:

—Esa no parece la cicatriz de alguien a la que le acaban de quitar un riñón…

La chica dejó caer la camiseta a su posición inicial.

—…además, tu aspecto es demasiado normal como para estar recién operada.

Un rechinar de bisagras evidenció la intención de Vidal de cerrar la puerta.

—¡Espere! —dijo ella—. Es cierto, la cicatriz es de una cesárea, ¿qué eres, un friki de las cicatrices o algo así?

La mujer le dijo que en realidad el riñón pertenecía a su hermana, que lo había vendido con la intención de que ambas se fueran de retiro a un ashram en India. Era uno de los más reputados, y citó el nombre de un puñado de actrices que habían pasado temporadas en él y que Vidal no conocía. Luego le dejó su teléfono para enseñarle algunas fotos de la operación, en las que una joven aparecía dentro de un cuartucho que hacía las veces de quirófano. Tenía el rostro muy pálido y unas pecas que destacaban tanto que era como si le hubieran espolvoreado ralladura de naranja encima.

—Yo no tengo nada que ver con eso —dijo Vidal devolviéndole el teléfono.

—Más de lo que tú te crees. Esos tipos nos dieron un adelanto y tienen intención de recuperarlo. Y les dará igual hacerlo a través de nosotras o de ti.

Con un vistazo furtivo a la calle Vidal intentó determinar si alguien les estaba vigilando. No vio a nadie.

—No te quedes ahí —dijo.

La mujer entró en la casa y se presentó como Crisi. Contó cómo habían recurrido al mercado negro para llevar a cabo todo el proceso, y se refirió a los tipos con los que finalmente habían contactado en términos peyorativos. Después entró en otros detalles técnicos referidos a la operación, pormenorizando el nombre de varios aparatos y medicinas mientras Vidal permanecía en silencio. Porque lo que estaba intentando dirimir internamente era si contarle la verdad o no, y porque tenía miedo de que, llegado el caso, si se enteraba de que Laín y él habían obtenido unos ingresos considerables por la venta, le echase encima a los intermediarios. Así que le dijo:

—Hemos vendido tu riñón. Nos van a pagar treinta mil por él.

A Vidal aquel le pareció un precio justo. Laín no iba a renunciar a una parte por el tiempo empleado en buscar un comprador. Además, él mismo se quedaría también con una pequeña cantidad por las molestias causadas. Lo justo para arreglar por fin la gotera del tejado. Crisi no se mostró entusiasmada con la cifra, pero le alivió saber que al menos podrían llevar a cabo sus planes.

—Incluso es posible que nos sobre algo —dijo ella.

—En un par de días se habrá resuelto todo —comentó Vidal.

Ella dio un salto apenas perceptible y luego le pidió dormir en su casa únicamente esa noche asegurándole que le pagaría por las molestias en cuanto tuviera algo de liquidez. Vidal le permitió quedarse en el sofá pensando en que así la tendría controlada, al menos hasta que se solucionase la situación. Hablaron un poco, pero ella se quedó dormida enseguida. Para comprobar que no estuviera fingiendo se acercó todo lo que pudo a su rostro, que reflejaba un gesto de tregua. En las distancias cortas Crisi olía a musgo y a humedad, como si una tormenta se estuviera desatando bajo su jersey.

Sus rasgos le recordaban a una novia que Laín había tenido hacía varios años, la única que le había conocido hasta entonces. Fueron pareja durante algunos meses, pero después la relación se terminó. Laín estaba obsesionado con la consideración del sexo como un camino de perfección dentro del matrimonio y le contó que ella lo había dejado porque no tenían relaciones. A Vidal le extrañó porque sabía que varias veces había pagado por tener encuentros con otras mujeres. Se acercó un poco más a su cara y le recorrió la nariz, los pómulos y el mentón de nuevo. Definitivamente se parecía mucho a aquella chica, aunque no era ella. Intentó recordar su nombre, pero no lo consiguió, estaba demasiado cansado. Antes de irse a dormir le dejó un mensaje de voz a Laín contándole las nuevas circunstancias. Finalmente apagó las luces de la casa y se acostó.

 

La mañana siguiente, lo primero que hizo Vidal fue mirar el teléfono y comprobar que su amigo aún no había escuchado el audio que le había enviado. «Jodida mierda», se dijo en voz alta. «Mil veces jodida mierda.» Su terapeuta le había sugerido que, cuando lo necesitase, verbalizara sus sentimientos con frases cortas y audibles, y él había confeccionado un listado de ellas asociadas a diversas situaciones. Por ejemplo, si alguien le bocinaba cuando estaba conduciendo decía: «Baja el labio, baja mucho el labio, tío», o si estaba hablando con una chica que le gustaba y ella parecía evidenciar cierto interés se excusaba para ir al baño y repetirse: «De puta madre, muy de puta madre». En sus conversaciones habituales Vidal no usaba palabras gruesas, pero en las sesiones le habían insistido en que ocasionalmente debía apelar a sus instintos más primitivos si quería progresar.

Dudó en si salir en busca de Laín o no. Se arrepentía de haberle permitido marcharse con el riñón, pero también de haber dejado a Crisi quedarse a dormir. Se fue a preparar el desayuno. Desde la cocina la oyó desperezarse. Cuando entró en el salón ya estaba sentada en la mesa.

—Buenos días —dijo él.

—No tan buenos para mí —Crisi se encogió sobre sí misma echando la cabeza hacia adelante—. Me duele mucho la espalda. Creo que el sofá es demasiado blando para una yogui.

Vidal sirvió los platos del desayuno en la mesa. Una rebanada de pan de molde con bacon y tranchetes.

—Oh. Veo que no tienes problemas con los ultraprocesados.

Los desayunos contundentes le ayudaban a recuperar vitalidad cuando no había descansado bien, dijo Vidal. Crisi contestó:

—El queso, por ejemplo, ni siquiera es un producto lácteo. Consiguen esta textura a partir de grasas vegetales —tomó un pedazo de la tostada con la mano y se la mostró—. Y esto está lejos de poder llamarse pan. Lo producen a base de harina refinada, es una bomba de glucosa.

Lo cierto era que Vidal prefería desayunar fruta y yogur, pero había comprado el bacon y el pan de molde porque estaban rebajados de precio debido a su próxima caducidad.

—Si no quieres no te lo comas.

«Si no quieres no te lo comas», se repitió mentalmente Vidal, y pensó que alguien le iba a felicitar en su próxima sesión.

El cuchillo de Crisi seccionó la tostada en cuatro partes, que atacó sin interrupciones y de una en una en el sentido de las agujas del reloj. Cuando terminó dejó el plato en la mesa y se tumbó en el sofá.

—Uf —dijo acariciándolo con la mano—, no me gustaría tener que dormir otra vez aquí.

A Vidal tampoco le gustaba la idea de que ella tuviera que pasar una noche más en su casa. La última vez que había compartido piso fue hacía unos cuatro años. Laín le había hecho un hueco en su apartamento durante los meses de verano. Como no podía contribuir económicamente con los gastos le pagó el favor haciendo algunas tareas domésticas. Tuvo que planchar, hacer la colada y cosas por el estilo, pero también otras menos corrientes: En el suelo del baño había azulejos concretos que eran los únicos sobre los que se podía pisar, y tenía que desinfectarlos cuando alguno de los dos hubiera hecho uso de él. Un día que estaba solo en casa Vidal pisoteó a propósito varias de las baldosas prohibidas. A simple vista le pareció imposible que alguien fuera capaz de percatarse de ello, pero cuando Laín regresó le reprendió por no haber respetado sus pautas de desinfección. Después de pensar cómo podía haberle descubierto, Vidal llegó a la conclusión de que era posible que hubiera cámaras ocultas en el baño, aunque él nunca llegó a encontrarlas.

Crisi continuaba sin sentirse cómoda en el sofá, así que mientras Vidal recogía las últimas cosas de la mesa ella se sentó en el suelo. Relajó los músculos del cuello, irguió la espalda y cruzó una pierna sobre la otra. Luego proyectó su mirada al vacío, pareciendo traspasar con ella los límites físicos de la casa.

—Coca cola, Coca cola, Coca cola…

—Voy a tener que salir —dijo Vidal.

Era la primera vez que veía una sesión de meditación y desconocía cuál era la técnica básica, pero la de Crisi le pareció poco ortodoxa.

—¿Por qué repites “Coca cola”?

Crisi hizo un gesto de molestia y miró a Vidal de soslayo para responderle.

—Para mí Coca cola no significa nada. Se trata de vaciar la mente, ¿lo entiendes? —dijo, y recuperó su postura inicial.

—Bien —contestó Vidal y antes de coger las llaves le advirtió de que si le ocurría algo a la casa ella no tendría su dinero. Se quedó esperando un momento alguna reacción de Crisi, pero no la hubo, así que abrió la puerta y se marchó.

 

Había comenzado a llover y Vidal se estaba empapando. Lo positivo era que si el tiempo era inclemente los lugares en los que cabía encontrar a Laín quedaban acotados a dos: su casa y el pub irlandés. Decidió acercarse en primer lugar al pub. Cuando estaba a un par de manzanas, la lluvia se intensificó tanto que creó la sensación de que la calle se deslizaba sobre el agua. La taberna irlandesa era un buen lugar para hacer negocio con las apuestas ilegales. Aunque los importes no eran altos, la clientela jugaba asiduamente con el deseo de invertir los beneficios en alguna ronda extra. Los ingresos para los corredores estaban asegurados. Al abrir la puerta vio a Laín apoyado sobre un extremo de la barra escribiendo anotaciones en un papel. Se acercó a él dando un rodeo entre las mesas.

—¿Y el dinero? —Vidal le sorprendió por la espalda.

—¡Maldita sea, amigo! No sabes las ganas que tenía de verte.

—He estado intentando contactar contigo todos estos días

Laín carraspeó y acercó su cara a la de Vidal. Bajó la voz antes de continuar hablando.

—Ha habido algunas situaciones inesperadas, ¿sabes?

—¿De qué estás hablando?

—Vendí el riñón. Lo coloqué a unos clientes que conocen ese tipo de mercado. Me dieron cuarenta mil al contado. Pero entonces Él me recordó que la naturaleza del dinero es fértil, que el dinero puede generar más dinero y que, en cualquier caso, hubiera estado mal haber renegado de su voluntad.

La taberna no estaba especialmente concurrida a esa hora y cualquier conversación podía mantenerse en un tono normal con la seguridad de que nadie la estaría escuchando, pero Laín se empeñaba en hablar tenuemente.

—Me llegó un soplo sobre el combate de hace dos días. Uno fiable. Estrada iría a la lona en el quinto. Se pagaba tres a uno, pero…

—¿Pero…?

Su amigo separó la cara y se apoyó en la barra otra vez. Levantó la mano y pidió al camarero que le sirviera dos cervezas.

Para Vidal, aquel gesto fue la confirmación de algo que no se atrevía del todo a asumir. Su reacción fue beberse la cerveza en silencio a sorbos muy cortos. Cuando hubo terminado pormenorizó a Laín lo acontecido con Crisi y su miedo a que alguien apareciera en su casa a reclamarle el dinero.

—Confías en mí, ¿verdad? —preguntó Laín, y aunque no obtuvo respuesta consideró que esta había sido afirmativa de forma tácita.

—Bien —continuó—, eso me alegra, amigo.

Al salir del pub irlandés la lluvia no había cesado. Laín tenía un paraguas, pero era demasiado pequeño para que ambos cupieran debajo de él. Le cedió a Vidal la parte interna de la acera para que se resguardase con la ayuda de las cornisas y los salientes de los balcones. Sin embargo, al ir caminando en paralelo el agua que escurría por el paraguas caía profusamente sobre Vidal, que se estaba mojando como si fuera por el centro de la calle.

Cuando llegaron a casa Vidal intentó abrir la puerta, pero algo la bloqueaba, era como si una diferencia de presión entre sus lados la mantuviese sellada. Ni siquiera entre los dos fueron capaces de hacerla ceder, así que llamaron al timbre. Unos segundos después Crisi contestó:

—¿Qué queréis?

—Soy yo, Vidal, vengo con un amigo. Ábrenos, por favor.

—Ya sé que eres tú y que no estás solo, os estoy viendo por la mirilla. ¿Traéis el dinero?

La respuesta era tan obvia que Vidal se dispensó de contestar. Laín tomó la palabra:

—Ha habido algunas situaciones inesperadas…

—No tenéis el dinero.

—… y aunque no tenemos el dinero lo conseguiremos pronto. Si nos dejas que te explique…

—Más os vale que eso sea cierto. Apartaos de la puerta.

Ambos se quedaron quietos, como esperando a que alguien los cambiase de lugar.

—Lo digo en serio, apartaos de una vez —repitió Crisi.

Obedecieron y se retiraron lo suficiente para que ella no se sintiese intimidada. Hubo un ruido como de arrastrar muebles que precedió al sonido del cerrojo. Cuando Crisi abrió, el cañón de una pistola asomó por el umbral de la puerta. Vidal se dio cuenta de que era del mismo modelo que la que él había comprado en la deep web, y que la habrían entregado en su ausencia. Crisi se dirigió a Laín:

—Pasa tú solo —dijo acompañando sus palabras con la punta del arma.

Los dos amigos se miraron. Vidal le dio con los ojos su consentimiento para que entrase. Sabía que negociaría mejor que él y se sentía más seguro quedándose fuera. Además, había parado de llover, era media tarde y la temperatura era agradable. Algunas parejas de ancianos habían aprovechado para salir de paseo, y grupos de niños caminaban despreocupados en dirección al parque. Observándolos, a Vidal le hubiera gustado cambiarse por cualquiera de ellos. Después, la quietud se apoderó otra vez de la calle como por sorpresa. Un coche de policía pasó frente a él y tuvo la impresión de que los agentes se le habían quedado mirando. A decir verdad, dudó en si pedirles ayuda, pero en un razonamiento ágil se dio cuenta de que las variables que escapaban a su control eran numerosas: el arma, el riñón, Crisi, los intermediarios, Laín…

El ambiente era cada vez más fresco y los señores que antes habían salido a caminar en mangas de camisa bajaban ahora la basura envueltos en jerseys de punto. Vidal sintió hambre, posiblemente fuera ya la hora de cenar. Pero se le pasó al imaginar las posibles escenas que estarían teniendo lugar en el interior de la casa: Laín habría intentado negociar con Crisi el pago a plazos de la deuda contraída, pero ella, frustrada por tener a su hermana medio moribunda y por ver fracasados sus planes de retiro en la India, le habría disparado en un arranque de ira. Su amigo estaría ahora desangrándose sobre el suelo del salón, mientras ella pensaba cómo deshacerse también de él.

En verdad Vidal no tenía cómo saber lo que podría estar ocurriendo, así que pegó una oreja en la puerta e intentó hacer el silencio en la otra. Pensó que también cabía la posibilidad de que Laín, a sabiendas de que cualquier propuesta de solución económica era inasumible, hubiera intentado arrebatarle el arma. (A Vidal le pareció que Laín estaba gritando). Posiblemente, en el forcejeo con Crisi la pistola se habría disparado accidentalmente hiriéndola de muerte en el abdomen. (Más gritos, esta vez Vidal estaba casi seguro). Y lo habría hecho en el mismo momento en el que, tras una intensa lucha, Laín caía de espaldas golpeándose la nuca contra el suelo.

—¡Abre, abre o llamaré a la policía! —dijo Vidal mientras golpeaba la puerta.

Lo hizo hasta que se dio cuenta de que estaba fuera de sí. El ruido de muebles volvió a surgir del otro lado. Vidal se apartó lo necesario como para no parecer asustado y lo suficiente como para cubrirse ante la posibilidad de un ataque.

—Ah, ¿todavía estás ahí? —dijo Crisi al verlo, y después se retiró un poco como cediéndole el paso.

La voz de Laín se hizo más perceptible ahora, prácticamente aullaba desde el salón. Miró las manos de Crisi, ni rastro del arma. La apartó y entró.

—¡Maldita sea! —se escuchaba al final del pasillo —. Oh, ¡joder!

Vidal llegó al salón y se quedó parado junto al sofá. La televisión estaba encendida y emitía un partido de fútbol.

—¿¡Cómo se puede fallar eso!? Justo en el descuento… —Laín se dirigió a Vidal, que se sentó junto a él para mirar la pantalla. Un momento después Crisi apareció por la puerta.

—¿Has visto lo que Dios acaba de hacerme? —le preguntó Laín—. Ha querido que pierda mil euros.

—Dios no ha tenido nada que ver. La energía para que te ocurriera eso la creaste tú mismo —contestó, pero Laín hizo como si no le hubiera entendido.

Vidal se apercibió de que la pistola estaba sobre la mesa. Crisi se sentó junto a ella.

—El único que ha tenido algo de suerte esta tarde has sido tú, amigo —dijo Laín, y le pasó el brazo por encima del hombro—. He recuperado tu casa —sonrió.

Vidal volvió a mirar el arma, continuaba al alcance de Crisi. Ella dijo:

—Sí, únicamente te va a costar un riñón…

Afuera la lluvia caía de nuevo. Laín lo notó por el ruido que hacía al golpear en el tejado. Luego miró el balde. Hacía tiempo que debía haber rebosado porque buena parte del suelo estaba encharcado.

—Menuda mierda, menuda maldita mierda —dijo, pero nadie pareció oírle.

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Juan Jacinto Muñoz Rengel

Juan Jacinto Muñoz-Rengel (Málaga, 1974) es autor de las novelas La capacidad de amar del señor Königsberg (Alianza de Novelas, 2021), El gran imaginador (Plaza & Janés, 2016), Premio del Festival Celsius a la Mejor Novela del año, El sueño del otro (Plaza & Janés, 2013) y El asesino hipocondríaco (Plaza & Janés, 2012), del ensayo Una historia de la mentira (Alianza, 2020), y de los libros de narrativa breve El libro de los pequeños milagros (Páginas de Espuma, 2013), De mecánica y alquimia (Salto de Página, 2009), Premio Ignotus al mejor libro de relatos del año, y 88 Mill Lane (2005). Su obra ha sido traducida al inglés, al francés, al italiano, al griego, al finés, al árabe y al turco, y publicada en una veintena de países. Actualmente dirige la Escuela de Imaginadores en Madrid.

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