Era viernes, y en el reloj daban las diez y cuarto de la noche. Los estrenos siempre se hacían en viernes y a esa hora. El telón se levantó sobre el escenario del Teatro de la Comedia de Madrid y mostraba al respetable la sala de armas del castillo leonés de Don Nuño Manso de Jarama, conde de Olmo, en algún momento del siglo XII, durante el reinado de Alfonso VII. Durante las siguientes dos horas, sobre las tablas se representó la historia del pobre marqués de Cabra, don Mendo Salazar y Bernáldez de Montiel, quien, enamorado de la hija de don Nuño —la bella y pérfida Magdalena, que se ha prometido con otro noble más rico— cae en una encerrona provocada por su amante y es condenado a muerte. No obstante, consigue escapar y, bajo otra identidad, ejecutar su astuta y terrible venganza. El argumento, así contado, encajaría con el de un dramón histórico de Shakespeare o el de una ópera lacrimógena como Tosca o La Traviata, si no fuera porque se trata de una genial gamberrada, que a la vez es un prodigio de la versificación, pues incluye la práctica totalidad de los metros de la poesía castellana. Y además, hoy cumple cien años. Aquel viernes de hace exactamente un siglo se estrenó La venganza de don Mendo, de Pedro Muñoz Seca.
No tengo muchos recuerdos de mi abuelo Isidro, ya que murió cuando yo tenía siete años. Sin embargo, uno de ellos está ligado a Don Mendo. Una noche de verano pusieron en la tele la versión cinematográfica de la obra de Muñoz Seca dirigida y protagonizada por Fernando Fernán Gómez, y recuerdo a mi abuelo excitadísimo durante las horas previas a la emisión, hasta tal punto de que mi abuela tuvo que adelantar la hora de la cena. Después, en el salón de la casa de Gestalgar, los adultos se lo pasaron en grande con las cuitas del marqués de Cabra. Aunque era imposible que un niño de cinco o seis años como yo entendiera los chistes en verso en toda su magnitud, me contagié de la monumental juerga de risotadas de mi familia, y don Mendo se convirtió, para mí, en ese instante, en uno de esos compañeros para toda la vida en la forma que sólo los grandes personajes literarios son capaces de hacer. Aún hoy, cuarenta años después de aquella noche estival, las frases de Don Mendo siguen formando parte del acerbo de los míos.
No en vano La venganza de don Mendo es una de las cuatro obras de teatro en castellano más representadas de la historia junto a Don Juan Tenorio de Zorrilla, Fuenteovejuna de Lope de Vega y La vida es sueño de Calderón de la Barca. Se trata, además, de la cumbre de un género dramático prácticamente creado por el mismo Muñoz Seca: el astracán o astracanada. Junto al término «sicalipsis», el astracán es un término teatral de origen misterioso que quizá esté relacionado con la piel que forraba y daba el ampuloso cuello a los abrigos de los ricos, según la imaginería popular. Contaba Eduardo Haro Tecglen que él había visto «autores de postín con su abrigo de forro y cuello de astracán, el sombrero hamburgués y el gran puro, como los banqueros de los dibujos malévolos. Eran los que ganaban el dinero, el único dinero que podía dar entonces la literatura. Muñoz Seca fue uno de ellos».
Efectivamente, Pedro Muñoz Seca fue un autor de éxito. De mucho éxito. Cuando en 1918 se estrenó La venganza de don Mendo, Muñoz Seca había llevado a las tablas otras 76 piezas teatrales, tanto en solitario como junto a otros dramaturgos como Carlos Fernández Shaw, Enrique García Álvarez y, sobre todo, con Pedro Pérez Fernández, con quien alcanzaría una simbiosis artística total que les reportaría pingües beneficios. Antes de su muerte en 1936, Muñoz Seca firmaría más de un centenar de obras —escribía tres al año, como mínimo— con las que se llenaban las plateas de toda España. Nacido en febrero de 1879 en el Puerto de Santa María, estudió Filosofía y Letras en Sevilla, donde estrenó su primera obra cómica (Las guerreras, 1901). Se marchó a Madrid en 1904 para doctorarse en Derecho y donde, además de escribir teatro, vivió de dar clases de Latín, Griego y Hebreo hasta que en 1908 logró un puesto en el Ministerio de Fomento. Mantendría este trabajo durante casi toda su vida, pues el éxito como autor no bastaba para mantener a sus nueve hijos. Ganó dinero con la literatura, lo que le ocasionó no pocos recelos en el mundillo literario. De hecho, en una de las docenas de ediciones de La venganza de don Mendo otro dramaturgo, Jacinto Benavente, dejó escrito en el prólogo que a Muñoz Seca “no lo mató la barbarie, lo mató la envidia. La envidia sabe encontrar sus cómplices”.
El género más popular del teatro de los años veinte (igual que hoy en el cine y en la televisión) era la comedia —sobre todo el sainete—, el cual hacia décadas que estaba agotado. Muñoz Seca dio un paso más con el astracán y, al estilo del nonsense británico (del que beberán décadas más tarde los Monty Python) desarrolló un género popular, disparatado, plagado de situaciones inverosímiles, de juegos de palabras, de chistes hechos a toda costa, compuesto con personajes imposibles y generalmente tejido sobre una mirada deformada a la actualidad. Antes de Don Mendo, Muñoz Seca había dado unos cuantos pelotazos de éxito como El verdugo de Sevilla (1916), El rayo (1917) o El último pecado (1918), pero ninguno de ellos sería comparable con el éxito que le brindaron las peripecias vengativas del marqués de Cabra.
Los críticos y autores más sesudos de la época solían despedazar sin contemplaciones cada estreno de Muñoz Seca. Decían que las astracanadas eran piezas teatrales burdas, groseras y torpes y que para conseguir el favor del público Muñoz Seca era capaz de cualquier cosa. Y es que los literatos (como conté aquí) lo aguantan todo bastante bien, salvo el éxito de los colegas, claro. Ante estas críticas, el autor gaditano siempre hacía lo mismo: cada vez que una de sus obras superaba las 200 representaciones en Madrid (lo que era considerado un exitazo que llevaría la obra a todos los escenarios de España), invitaba al plumilla que lo había puesto de hoja de perejil al palco. Además, tuvo grandes aliados entre los escritores de la época: por ejemplo, Azorín lo comparaba con Plauto o Aristófanes, y Valle-Inclán aseguraba que aunque al teatro de Muñoz Seca se le arrebatara el ingenio satírico y se le desnudara de caricatura y facilidad para la parodia, seguiríamos ante “un monumental autor de teatro”.
Con todo, la cumbre de su arte es La venganza de don Mendo, como prueba el hecho de que cien años después se sigue representando (en el Corral de Comedias de Almagro la próxima primavera, por poner sólo un ejemplo) con el mismo ímpetu y éxito de siempre. La lista de quienes han encarnado al marqués de Cabra es tan larga como prestigiosa, pues desde el primero (el actor mallorquín Juan Bonafé), han contado en verso la magistral partida de cartas de las siete y media cómicos como Valeriano León, José Luis Ozores, Manolo Gómez Bur, Fernando Fernán Gómez, José Sazatornil, Raúl J. Sender, Ismael Merlo, Tony Leblanc, Javier Veiga o Iñaki Miramón en montajes dirigidos por titanes de la dirección escénica como Edgar Neville, Gustavo Pérez Puig, Jaime Azpilicueta o El Tricicle. No hay actor ni actriz en España que le haga ascos a hacer un Mendo, como dicen en el sector, sin olvidar que a ese nivel semántico sólo están las obras de los más grandes, como hacer un Shakespeare, un Lorca o una Fuenteovejuna. Tampoco son casualidad las participaciones de Sancho Gracia, Rafaela Aparicio, Concha Velasco, Fernando Guillén, Manuel Alexandre, Jaime Blanch, Gemma Cuervo o Antonio Ozores en distintos mendos a lo largo de los años.
El artífice de todo aquello era un hombre de aspecto peculiar. Las imágenes que se conservan de Muñoz Seca muestran a un hombre ya un tanto rechoncho pero impecablemente vestido, de cabellos bien engominados, peinado con decimonónica raya al medio y que luce largos bigotes arqueados hacia arriba que señalan una mirada donde brilla el ingenio, el choteo y la chirigota propia de su sangre gaditana. Durante más de treinta años, Muñoz Seca pudo presumir de ser el hombre que más hacía reír a los españoles. O a casi todos los españoles, pues esta historia no estaría completa si no recordáramos cómo uno de nuestros grandes humoristas de todos los tiempos tuvo un final que tiene maldita la gracia.
Durante las últimas semanas hemos visto cómo a tres cómicos les han zurrado la badana en los medios (los sociales y los otros) porque sus chistes ofendieron a alguien. Dani Mateo ha terminado en los juzgados por un gag donde se sonaba con una bandera de España. Edu Galán y Darío Adanti (de la revista Mongolia) casi vieron cómo se suspendía uno de sus espectáculos por las amenazas de no se qué defensores de las esencias patrias. Ni uno ni los otros dos merecían tales consecuencias, pues a quien no agrade su humor lo único que debe hacer es ignorarlos; y si a las empresas que los patrocinaban les disgusta el fruto de su ingenio, bien está que les retire la publicidad en virtud del libre juego de la oferta y la demanda, como pasa con cualquier otro producto de entretenimiento, vaya. En todo caso, las humoradas de estos tres sirvieron para que aúllen desde el lado derecho del río, lo cual provoca que los alaridos broten también desde el lado izquierdo. Y así, cada vez es mayor la algarabía y el jaleo donde nadie escucha a nadie y no se escucha nada más que los chasquidos de los puños blandiendo el aire. Nada nuevo, en suma, en la triste y lamentable historia española.
Mateo, Galán y Adanti no son los primeros chistosos cuyas paridas les cuestan un disgusto. Ni serán los últimos, y ni siquiera serán los que más caro lo pagarán, a pesar de las virulentas tormentas de Twitter. A Pedro Muñoz Seca le fue mucho peor. El autor gaditano era un hombre de derechas, católico ferviente y monárquico convencido, que estaba orgulloso de su amistad personal con el rey Alfonso XIII (quien era muy fan de sus comedias). Jamás ocultó la antipatía que le producía la II República, e incluso como presidente de la Sociedad General de Autores se negó en redondo a que se izara la bandera tricolor (otro lío con otra enseña, vaya por Dios) en la sede de la institución. La popularidad de sus obras y su tremendo ingenio satírico le convirtieron en un feroz crítico, cuyas cuchufletas al Estado republicano le crearon poderosos enemigos.
Uno de ellos fue el socialista Francisco Largo Caballero, que como ministro del primer gobierno del primer bienio presidido por Manuel Azaña, trató de expulsar a Muñoz Seca de su empleo en la Subsecretaría General de Seguros, que dependía del Ministerio de Fomento. Con el triunfo de las derechas en 1933 también el radical Alejandro Lerroux, como presidente del ejecutivo, intentó que le despidieran, lo que nos da una idea aproximada de lo molesto que era aquel juntaletras cuyo ingenio —católico, conservador y monárquico— molestaba por igual a tirios y troyanos.
Conforme la II República se iba deteriorando, las chuflas de Muñoz Seca hacia el régimen se acrecentaban para desesperación de sus enemigos, que veían cómo seguía llenando los teatros a pesar de que la censura republicana (que también había, como se cuenta en este estudio universitario de Carlos Alba Peinado) no dudaba en pasar el lápiz rojo.
En 1936, tras la victoria en las elecciones del Frente Popular, Muñoz Seca, con 57 años, era un sujeto peligroso para la izquierda radical. Sus representaciones se habían convertido en la crítica política más mordaz contra la situación en aquella España. Y también en la más inquietante para algunos intolerantes, debido a su enorme popularidad. Por ejemplo, su obra La oca (siglas del sindicato agrario andaluz Libre Asociación de Obreros Cansados y Aburridos) es una caricatura de la implantación del sindicalismo anarquista en Andalucía, fue escrita junto a Pedro Pérez Fernández y fue un absoluto éxito de público en su estreno en 1931. Un año después, con Anacleto se divorcia, el humor cáustico se dirigió contra la novísima ley del divorcio republicana que, según el protagonista de la obra, “está bien para los señoritos, pero no para nosotros los pobres”. Las astracanadas se fueron afilando a medida que se radicalizaba el régimen republicano.
Tras La oca y Anacleto vinieron otras obras más punzantes, como La EME, Jabalí, El ex… y La niña del rizo, su última obra, que fue estrenada, con presencia del autor y su mujer, en el Teatro Poliarama de Barcelona el 17 de julio de 1936. Fue la primera y la última vez que llevó a las tablas porque, durante la representación, los rumores de un golpe de Estado del ejército de África corrían entre las butacas. Algo gordo estaba pasando. Un periodista de La Vanguardia, Pablo Vila-Sanjuán contó años después cómo las dos Españas estaban en aquel teatro ya dispuestas a matarse, ya que la tensión “estaba de manifiesto en los rumores y pateos de las localidades altas, a cada frase cáustica, que coincidían con los aplausos entusiastas de la platea. Creo que en aquel momento asistimos al primer chispazo de la Guerra Civil. Terminada la obra, hubo un escándalo masivo que a la salida se transformó en disputa, puñetazos e intervenciones de la policía”.
Tanta tensión hizo que sus amigos aconsejaran a Muñoz Seca que abandonara el teatro por una puerta lateral, a lo que el autor se negó. Dos días después, con la sublevación militar ya confirmada, el dramaturgo y su mujer abandonaron el Hotel Ritz, donde se alojaban, para refugiarse en una discreta pensión donde el matrimonio permaneció escondido hasta el 28 de julio, cuando un comando de milicianos de la FAI liderado por un actor llamado Avelino Nieto les detuvo. El 4 de agosto fueron trasladados a Valencia y, desde allí, a Madrid donde llegaron tres días después. El matrimonio, por cierto, pagó todos los gastos del viaje, los suyos y los de los guardias que los custodiaban.
El último acto de la vida de Muñoz Seca lo iba a interpretar solo, pues su mujer, de nacionalidad cubana, fue liberada en Madrid. El dramaturgo fue encerrado en el antiguo colegio de los Escolapios de San Antón, reconvertido en una checa por el Frente Popular porque, según bromeaban los carceleros, «no había en Madrid bastante reja para tanto fascista». Durante los casi cuatro meses siguientes, la vida de Muñoz Seca en prisión es miserable. Su nieto, Alfonso Ussía, ha contado que en las tres cartas y 41 postales que envió a su esposa durante el cautiverio pide ropa de abrigo, mudas, medicinas para su úlcera de estómago y latas de conserva, y de repente, en una de las misivas, un golpe de humor. Le pide a su mujer que le envíe una de sus bigoteras, porque «estoy harto de meter los bigotes en la sopa del rancho». Mientras tanto, sus familiares y amigos hacen todo tipo de gestiones para liberarlo. En vano. Contactan, incluso, con el entorno del poeta Rafael Alberti —militante comunista que se paseaba por Madrid con pistola al cinto— por aquello de que los dos eran del Puerto de Santa María y compañeros escritores. También en vano.
El 26 de noviembre es condenado a muerte por un tribunal popular «por fascista, monárquico y enemigo de la República». Durante la madrugada del día 28, es «trasladado» junto al padre Llop, un cura, y otros 14 religiosos. Ya en campo abierto, un miliciano conocido como El Dinamita le cortó los bigotes justo después de que el resto del pelotón desvalijara a los reos de lo poco que aún tenían. Cuentan que, entonces, Muñoz Seca tuvo su última ocurrencia quizá para hacer reír, incluso, a sus asesinos: «Me lo habéis quitado todo —les dijo— menos el miedo que tengo». Se agarró de la mano del padre Llop, quien estaba perdonando a quienes le iban a fusilar y se despidió: «Hasta el cielo, padre…». Su cuerpo fue uno de los muchos que se enterraron en la inmensa fosa común de Paracuellos del Jarama, la peor matanza de la retaguardia republicana y cuyo número de víctimas sigue siendo motivo de agria discusión, pues varía entre las 2.400 que contabilizó el hispanista Ian Gibson a las más de 4.000 de otros historiadores. Como si la infamia se pudiera medir según el número de muertos o según el bando que los matara.
Dejó escrito Eduardo Haro Tecglen —nada sospechoso de militar en el pensamiento conservador— que las burlas del teatro de Muñoz Seca no respetaban a nadie «pero sí a algo: los valores tradicionales. Sus críticas más ásperas fueron contra el crecimiento popular antes de la República y contra las nuevas costumbres (los sindicatos, las huelgas, la ascensión del obrero, el divorcio ), pero no ahorró burlas a la cursilería, a señoritos y señoritas, a los nuevos ricos, a las modas, al despilfarro de los poderosos o a las supersticiones». Como corresponde a un humorista, vaya.
El franquismo, como era de suponer, hizo de Muñoz Seca uno de sus mártires a pesar —como revela el estudio de Carlos Alba Peinado ya mencionado— que la censura del régimen también «cepilló» pasajes de sus obras en representaciones de los años 50 y 60. Aunque la práctica totalidad de la obra de Muñoz Seca ha sido tragada por el tiempo, su Don Mendo goza de una envidiable salud a pesar de su centenaria edad. La obra, además, es una exhibición de la riqueza y potencia de la poesía en castellano, capaz de declinarse, retorcerse y contorsionarse de manera tan virtuosa como inverosímil para cumplir con uno de los propósitos más nobles de la Literatura en general y del Teatro en particular: hacer reír, incluso, a la hora de proferir un juramento tan gamberro como solemne, que ha resultado ser una profecía tan cierta como descacharrante. Al final, el marqués de Cabra tenía razón cuando advierte que:
«Juro, y al jurar te ofrendo,
que los siglos en su atuendo
habrán de mí una enseñanza
pues dejará perduranza
la venganza de don Mendo».
Telón.
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