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Una tarde con los gladiadores - Zenda
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Una tarde con los gladiadores

Anfiteatro de Carthago Nova, Nonas Iulias (7 de julio), año 3 d.C. Salieron del teatro y se dirigieron a un ventorrillo de la zona portuaria para comer una fritura de pescado exquisita. Calístenes, que no paraba de darle la tabarra sobre lo bárbaros que eran los romanos y que eran incapaces de ir al teatro...

Anfiteatro de Carthago Nova, Nonas Iulias (7 de julio), año 3 d.C.

La pantomima de la mañana había resultado hilarante. Titus se había reído a mandíbula batiente con las ocurrencias del actor que encarnaba a Paris, a quien habían caracterizado como un paleto. Su mentor Calístenes no había abandonado su cara de ajo, despotricando contra la irreverencia de los actores al representar de manera tan mundana a los dioses del Olimpo. Se detuvo ante los tres altares de la Tríada Capitolina que presidían la orchestra y les rezó a las divinidades, figuradas en forma de sus aves simbólicas, para desagraviarlas por la blasfemia que habían presenciado. Ante el pavo real de Juno y la lechuza de Minerva, a las que él llamaba Hera y Atenea, pues “griegas eran”, redobló sus plegarias y entonó uno de los himnos que, contaban, su compatriota Homero había compuesto, cuando los hombres no habían abandonado aún a los dioses. Siempre con la cabeza cubierta, como prescribían los cánones al dirigirse a las divinidades, el quiota extendió sus manos frente al ara de Zeus, al que encarnaba una prodigiosa águila, y le rogó que fulminara con un rayo el carromato de los cómicos, que habían osado burlarse así.

Salieron del teatro y se dirigieron a un ventorrillo de la zona portuaria para comer una fritura de pescado exquisita. Calístenes, que no paraba de darle la tabarra sobre lo bárbaros que eran los romanos y que eran incapaces de ir al teatro como lo hacían los helenos, para quienes era algo casi sagrado, trasegó dos jarras de clarete y estaba achispado.

Titus saboreaba cada grano de ese día de libertad, que le habían dado sus padres por motivo de los Ludi Apollinares. La ciudad resplandecía. Las calles estaban llenas de nativos y foráneos. Puestos ambulantes, donde se podía comprar de todo lo imaginable, y artistas callejeros coloreaban aún más las vías.

El niño zarandeó al esclavo, que roncaba su borrachera. No quería llegar tarde al anfiteatro. Tenían un palco reservado. Su cuñado patrocinaba los juegos porque quería que lo eligieran como duovir en las próximas elecciones. Bordearon el teatro y subieron a la recia muralla erigida por los púnicos, a fin de evitar las atestadas calles y acortar camino.

"Esta tarde iba a tragar doble ración de bilis el esclavo: a él, Titus Iunius Paetus, de la ilustre gens de los Paeti, un siervo no le iba a amargar la tarde"

El anfiteatro se encontraba en la ladera del monte de Esculapio opuesta al teatro. Era bastante más antiguo que aquel. Databa de tiempos republicanos. Calístenes hizo un esfuerzo titánico por quitarse la modorra y contó a su pupilo que en ese mismo solar Escipión el Africano celebró los primeros juegos de gladiadores de Hispania para honrar a su padre y su tío, caídos en combate contra los hermanos de Aníbal en tiempos de la Segunda Guerra Púnica. O sea, Carthago Nova fue el primer lugar en la península donde se celebraron los ludi gladiatorii, esos juegos que los romanos les copiaron a sus conquistadores etruscos, mediante los cuales varias parejas de gladiadores combatían en el funeral de un notable, a fin de derramar su sangre y ofrecérsela al alma del difunto. Una costumbre bárbara, ¡por Zeus!, graznó el preceptor. A Titus le hacía mucha gracia: Calístenes se dirigía siempre a él en un griego impecable, ático, y le reñía si no lo pronunciaba con corrección absoluta, pero, cuando el mentor tenía que usar alguna palabra en latín, lo hacía con un acento heleno que recordaba a los marinos griegos analfabetos, que formaban gran parte de las tripulaciones que arribaban a puerto y hablaban un latín macarrónico. Calístenes no se recataba en comparar la “civilización” de los helenos frente a la barbarie de algunas costumbres romanas. Y entre ellas, de la que más abominaba era de los juegos en el anfiteatro. Esta tarde iba a tragar doble ración de bilis el esclavo: a él, Titus Iunius Paetus, de la ilustre gens de los Paeti, un siervo no le iba a amargar la tarde.

La cavea estaba llena. Los últimos rezagados accedían a sus respectivos sectores por los vomitoria que les señalaban la ficha que los funcionarios les habían entregado según su condición social. Varios esclavos públicos rociaban a los espectadores con agua aromatizada. Los marineros de la flota habían corrido el velum y la sombra ayudaba a amortiguar el calor. Vendedores varios pregonaban su mercancía y los espectadores no dejaban de comprarles cucuruchos de garbanzos, altramuces, sesos y lenguas de pájaro o salchichas calientes.

"Calístenes aprovechó para aleccionar a su pupilo sobre cómo acababan los que emprendían el camino equivocado: destripados en la arena por unos gladiadores desecho de tienta, en medio de las chuflas de un público ávido de vísceras"

Al fin su cuñado Salvius dio la señal para que empezaran los juegos. El primer espectáculo era la ejecución de unos criminales condenados a morir en la arena. Se trataba de algunos piratas, unos salteadores de caminos y dos parricidas. Primero los hicieron combatir contra una jauría de lobos famélicos y un león más viejo que el de Nemea. Los sobrevivientes fueron armados contra dos gladiadores tipo andabatae, de los que combatían con un casco que les cubría toda la cabeza sin huecos para los ojos. A pesar de su ceguera los andabatae exterminaron a los convictos, entre la mofa del público, que daba falsas orientaciones a los gladiadores para que se zurraran entre sí en vez de acometer a los condenados. Calístenes aprovechó para aleccionar a su pupilo sobre cómo acababan los que emprendían el camino equivocado: destripados en la arena por unos gladiadores desecho de tienta, en medio de las chuflas de un público ávido de vísceras.

El graderío bramaba pidiendo más sangre. Los esclavos limpiaron la arena de los cadáveres, vestidos de Caronte y otros seres infernales. Llegó el turno de los bestiarios: dos parejas de ellos combatieron primero contra un oso y luego contra un tigre. Era la primera vez que se veía uno de estos felinos en la ciudad. El público dio un pronunciado aplauso al editor de los ludi. Salvius se pavoneaba: tenía casi asegurada la elección.

El colofón lo pusieron las cuatro parejas de gladiadores que combatieron a continuación: dos reciarios contra dos mirmilones y dos tracios contra dos hoplomachi. El graderío bramaba. Calístenes fingía despreciar esos ritos tan bárbaros, pero había apostado por los hoplómacos, que vestían al estilo griego, y se asfixiaba cuando veía a alguno de ellos en peligro. Titus no podía ser más feliz.

Los doctores, que habían supervisado el entrenamiento de los esclavos que combatían como gladiadores a manos de los lanistae, ejercían como árbitros vestidos con su túnica corta característica y empuñando una vara con la que golpeaban a los luchadores si combatían con poco ímpetu o violaban alguna regla.

"Por mucho que el vulgo pidiese sangre, los espectadores más entendidos y los empresarios intentaban evitar que hombres que habían costado tanto murieran en la arena"

Titus se extrañó de que casi todos los gladiadores estuvieran pasados de peso. Un vecino de palco, un comerciante de vinos y aceite que había visitado todos los puertos del Mare Nostrum y acudido a los anfiteatros que en ellos había, le explicó con cierta condescendencia que eso era normal: un gladiador era una inversión muy costosa para un ludus. A diferencia del resto de la población, tenían a sus disposición médicos cirujanos, muchos con experiencia previa en las legiones, que atendían sus lesiones y supervisaban su dieta. Ésta se basaba fundamentalmente en grandes cantidades de cebada (“comen más que mi burro Lucio”, apostilló) y alubias, con carne o pescados para completar el aporte de calorías que precisaba un entrenamiento físico tan duro. Con esa dieta además se creaba una capa de grasa con la que proteger los órganos vitales de las muchas heridas que recibían en los combates o entrenamientos más duros. Por mucho que el vulgo pidiese sangre, los espectadores más entendidos y los empresarios intentaban evitar que hombres que habían costado tanto murieran en la arena. Si habían combatido bien y en otras tardes el público había disfrutado con su arrojo y arte, lo normal es que se le perdonara la vida si eran vencidos y sus heridas no eran mortales.

Como queriendo darle la razón, un retiarius inmovilizó en el suelo con su red al murmillo con el que había combatido y lo tenía inerme con el tridente apuntando al gaznate. El murmillo era un coloso de varios pies de altura y sus buenas libras de peso, con una barba leonina y un corte de pelo característico, que imitaban todos los mozalbetes de la colonia, mientras las puellae, y algún que otro puer, llenaban los muros de la población con dibujos que querían representar su imponente aspecto y frases como suspirium puellarum (el suspiro de las mozas), puerorum deliciae (delicias de los mozos) o pulliter Carthaginis Novae (el potro de Cartago Nova): Petrus Hortae. Tenía un carácter expansivo, con un pico de oro y había regalado grandes tardes de emoción y diversión a sus miles de admiradores, obteniendo 12 victorias y siendo indultado tres veces antes.

"El Hoplómaco entre lágrimas se aferró con más ansias a las rodillas de su verdugo. Salvius se llevó el pulgar a la garganta, dando la señal de muerte"

Cuando su oponente consultó a la cavea, con Hortae abrazado a sus rodillas y el índice levantado a modo de súplica, el graderío bramó “Mitte! Mitte!” (Perdónalo, Déjalo). Salvius, que ejercía de editor, señaló con el pulgar el suelo, indicando que el retiarius debía envainar el puñal con el que iba a degollar al vencido. El árbitro extendió el índice y el corazón, mientras tenía plegados el resto de dedos, disponiendo con este gesto el perdón para Hortae. Éste, que sangraba por las heridas que le había causado su oponente, primero se interesó por las lesiones que le había provocado al retiarius y pidió al médico que lo atendiera a él antes. Luego dio un paseillo por toda la arena levantando los brazos, como si él hubiera resultado vencedor. Ante su desparpajo el graderío enloqueció y gritaba Nica! Nica! En tibi! (Victoria, victoria. Una para ti). Calístenes, que había dejado definitivamente su pose displicente, a pesar de que había apostado por él y había perdido, pues, un  buen puñado de ases, gritaba Ton hepta theamaton esti! (¡Eres una de las siete maravillas del mundo!).

Peor fortuna tuvo uno de los Hoplomachi: era novato y no había combatido con la valentía y oficio suficiente. Los espectadores no paraban de recriminar su actitud gritándole Quare tam timide incurris in ferrum? (¿Por qué eres tan cobarde para lanzarte sobre la espada?). Así que, al inmovilizarlo el thraex con el que se batía, un clamor rugiendo Occide, verbera, ure! (¡Mata, azota, quema!) sobrevoló el anfiteatro cual si una bandada de gaviotas carroñeras batiera sus alas sobre él. El Hoplómaco entre lágrimas se aferró con más ansias a las rodillas de su verdugo. Salvius se llevó el pulgar a la garganta, dando la señal de muerte. El público lo vitoreó y empezó a graznar de nuevo: iugula, iugula, iugula (Degüella, degüella, degüella). El árbitro, que había intentado separar a varazos al condenado de su ejecutor, hubo de ayudar a éste a dejarle la garganta descubierta. El “respetable” no paraba de recriminar al caído Quare parum libenter moritur? (¿Por qué muere tan a disgusto?). Por fin el tracio pudo degollarlo de un tajo limpio. Cuando los esclavos, vestidos de Caronte, lo arrastraron por la arena prendido de unos garfios, las mofas besaron las nubes.

Titus babeaba: por primera vez en sus doce años, había visto a una mujer desnuda y a un hombre morir degollado como un cerdo. Calístenes, que había apostado por él al combatir como hoplómaco, entre escupitajos vomitó su desprecio por lo mal que había sabido morir: poco favor le hacía a los que habían caído gloriosamente en la Hélade, en las Termópilas y Salamina, lloriquear como una ramera aferrado a la cintura de su verdugo. Había que saber irse de este mundo con la misma dignidad con la que lo hizo Heracles, abrasado por las llamas en la pira sin proferir un solo lamento.

Sin duda, había sido el mejor de todos sus días, caviló Titus mientras paladeaba el sorbete de frutas, enfriado con nieve traída de los pozos de la lejana Sierra Hispania, que le ofreció su hermana para celebrar la segura elección de su cuñado Salvius como duovir en los próximos comicios. Los ludi gladiatorii que éste había ofrecido en el anfiteatro de Carthago Nova dejarían huella en la ciudadanía de la colonia.

***

Mi amigo Pedro Huertas es, en efecto, un coloso: sus brazos, columnas dóricas con los que podría darte un guantazo que te enviaría a hacer de uno de los caballos que tiran de la cuadriga de Helios, dios del sol, tatuados con los nombres en griego de las musas a las que adora; su imponente torso; su barba que lo asemeja al Leónidas de 300 y la potencia y agilidad que le han conferido sus muchas horas de entrenamiento en rugby o en las excavaciones arqueológicas a las que acude con fruición en sus días de asueto. Pero todo lo que tiene de oso lo tiene de hermoso, como decían mis viejas en la huerta murciana. Es arqueólogo e historiador de formación y vocación, aunque ejerce de guía turístico en el consorcio Cartagena, Puerto de Culturas, que pretende hacer justicia dando a conocer las maravillas históricas que atesora esta urbe, uno de los zafiros que embellecen el Mediterráneo con su fulgor labrado a lo largo de siglos de historia y arte en conjunción con un paisaje besado por las divinidades.

He podido visitar con él alguno de los monumentos más señeros de la antigua colonia romana. La pasión con la que los explica, la profusión de datos extraídos de las fuentes más fiables y lo bien que sabe implicar a su auditorio con su bien estar y algún que otro chascarrillo que sabe encajar a la perfección logran que el público VIVA el espacio que está visitando bajo su guía.

"Tuvimos la fortuna de comprobar los trabajos de excavación y rehabilitación del que está llamado a ser uno de los anfiteatros más espectaculares de Hispania"

Gracias a los auspicios de Ricardo Carrillo, hermano de mi soror animae (aunque ella sea Púnica y yo Romano) Mar Carrillo, pudimos visitar para grabar un programa de difusión de patrimonio de la Biblioteca Regional de Murcia las obras que se están realizando en el anfiteatro de Cartagena, que durante casi dos mil años yació olvidado, usado como cementerio del cercano Hospital de Marina, creación de Carlos III para cuidar la salud de los efectivos de su flota, y luego como plaza de toros (una de las más antiguas de España). Tuvimos la fortuna de comprobar los trabajos de excavación y rehabilitación del que está llamado a ser uno de los anfiteatros más espectaculares de Hispania, a poco que las autoridades locales, regionales, nacionales y europeas confíen en que se convertirá en faro de cultura y regeneración como lo hizo el cercano teatro romano. Pedro nos condujo por las estancias en las que los gladiadores aguardaban para ser llamados a la arena, donde su vida quedaba en manos de los espectadores que los aclamaban como dioses, pero en una clepsidra se olvidaban de su antigua admiración y te convertían en presa de carroñas, en alimento de una pira funeraria. Su verbo, así como el entusiasmo con el que Mar, cartagenera hasta la médula y más allá, vivía el recorrido por tan señero monumento sembraron la semilla que me permitieron dar nueva vida a este artículo y al anfiteatro que lo inspiran, uno de los más antiguos y notables de Hispania.

Fernando Lillo es una de esas personas que engrandece el oficio que desempeña y te hace orgulloso de bogar, aunque sea de grumete, en el navío que lucha por la divulgación y puesta en valor del legado grecolatino, piedra angular en la que sustenta nuestra civilización, aunque gran parte de los políticos actuales y la sociedad que los elige lleven antifaces de burro y, cuales ingratos alfalfabetos, no lo sepan ver. Pude reseñar uno de sus libros en esta misma cueva. En su página personal, en un gesto de filantropía y generosidad que lo honra, cuelga a disposición de los amantes del mundo grecolatino una serie de talleres y documentos para acercar éste a la humanidad. En uno de esos talleres, el dedicado a los gladiadores, me documenté para dar vida a los personajes de mi relato. Vaya aquí mi homenaje y gratitud.

NOTA: La primera parte de este artículo vio la luz en el diario murciano LA VERDAD en agosto del 2019 gracias al aliento del periodista Manuel Madrid.

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Arístides Mínguez Baños

Arístides Mínguez Baños es profesor de Latín en un instituto público de Murcia. Desde 1996 viene trabajando, además, con grupos de teatro escolar y amateur, para los que escribe y dirige sus propias obras. Tiene publicadas para Ediciones Clásicas dos comedias, El Juicio de Paris (1996) y Caligae Magnificus (2004). Así mismo, la Junta de Andalucía editó una obra colectiva en la que participó con otros dos compañeros, Nuestros paisanos los Romanos, que obtuvo el Primer Premio en el X Concurso Joaquín Guichot. Escribe también los guiones de los vídeos Vivimos con la Filosofía, RomAmor y Gracias, Grecia, este último con más de 700.000 visitas en You Tube. En reconocimiento a esto fue nombrado Ciudadano Honorario de la isla de Quíos e islas Enusas (Grecia). En 2017 publica con Editorial Círculo Rojo Hidria, un cuento mitológico ilustrado por Nùria Castillo.

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