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Una sala de estar agradable - Emili Albi - Zenda
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Una sala de estar agradable

Nueva entrega de Mi vida por delante, la sección de textos publicados en Instagram por Emili Albi, después del verano. Pero el valor definitivo de las redes, quizá no sea el de adecuar la realidad a tus deseos. El valor quizá esté en su efecto espejo. Ya no nos configura solo la sociedad (el colegio,...

Nueva entrega de Mi vida por delante, la sección de textos publicados en Instagram por Emili Albi, después del verano.

Las redes se han ido configurando como una especie de zona de confort a la carta, una sala de estar agradable en la que perder los días viviendo la fantasía de que el mundo es mejor de lo que en verdad es. Si la realidad se pareciera un poquito a mi círculo virtual, muchas cosas cambiarían. El planeta sería muy de izquierdas, al menos España; se usarían mucho más las lenguas minoritarias de este país; leeríamos mejores novelas, o, casi mejor, leeríamos, a secas. Según mi timeline o mi muro, Casado no tendría ninguna posibilidad de ser presidente, ni VOX de poder influir mínimamente en la política española. No habría agresiones racistas, ni homófobas, ni pederastia, ni violencia de género. Utopía, vamos. Por esto, las redes tienen tanto éxito. Porque nos venden la posibilidad de un mundo feliz, de un mundo a nuestra medida. Son la píldora azul. Si antes se decía que podías conocer a una persona por su basura, hoy la puedes conocer de forma mucho más eficaz por su comunidad digital.

Pero el valor definitivo de las redes, quizá no sea el de adecuar la realidad a tus deseos. El valor quizá esté en su efecto espejo. Ya no nos configura solo la sociedad (el colegio, el trabajo, la familia…), ahora también nos configura esta mirada abstracta hecha por miles de miradas. Es como un gran ojo compuesto de libélula. Y ahí reside su verdadero poder. En su reflejo reconfortante y adulador. Basta con dar «me gusta». En realidad, muchas veces a lo que damos es a «me importa un pito», pero el sistema lo traduce a su manera. Y nosotros tan felices. Sí, quizá seamos modernos Narcisos abrevando en un arroyo mágico que casi siempre nos devuelve, sino una imagen cautivadora, sí, al menos, una aceptable de nosotros mismos…

(Aunque conviene no olvidar cómo terminó Narciso, ni que, tal y como dijo Nietzsche, «cuando miras largo tiempo a un abismo, también el abismo mira dentro de ti.»)

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Siempre me ha parecido curioso que la unidad utilizada para medir una vida sea el paso del tiempo. Entiendo que es el estándar que todos compartimos, pero me resulta tan mundano, tan prosaico… Hay, por ejemplo, elementos que considero más importantes en la existencia de una persona con los que se podría medir la vida: en hijos, por ejemplo, pero, claro, hay quien no los tiene ni los tendrá, ni ganas, o en empleos, o en suelas de zapato, que sería una medida al mismo tiempo poética y práctica. Otros criterios que nos hablarían de forma más certera de la edad de cada uno, podrían ser, poniéndome cursi, las lágrimas derramadas o las risas, los amores, las tristezas, los latidos, los miedos o las alegrías, incluso la sabiduría. Pero de todos los patrones posibles, el que más me convence, es el de la añoranza (quizá porque yo mismo tenga querencia a la melancolía). De hecho, pienso que más que a la muerte (o al paso del tiempo) a lo que más tememos, en último término, es a la pérdida.

Cuando somos adolescentes, añoramos la primera infancia; en la universidad, el instituto; Cuando entramos en el mundo laboral, anhelamos el estudiantil; cuando somos padres, la filiación, las copas con los amigos, el amor adolescente, los viajes a Tailandia que ya no podremos hacer. Cuando nuestros hijos crecen, añoramos su crianza. Y así año a año, lustro a lustro (otra vez el tiempo como medida de todo), hasta que las diferentes capas de añoranza nos aplastan y entorpecen nuestros pasos, enredados en melancolía, y oprimen nuestra respiración. Entonces la añoranza se vuelve enorme y añoramos a los hijos y a los nietos, a las meriendas infantiles, a los flirteos de casados, a las comuniones familiares y a las paellas en el campo, a los amigos que ya no están, al amor, al vigor, añoramos la ligereza. Añoramos, finalmente, la nada en la que ya estamos cayendo.

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En una de sus greguerías Ramón Gómez de la Serna decía que «tocar la trompeta es como beber música empinando el codo.»

Para mí las burbujas del agua con gas son como notas musicales.

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Septiembre es un mes de inesperadas vueltas, (aunque ya supiéramos que habríamos de volver). La oficina lo sabe, por eso nos arrulla como si fuera una madre. Para que no nos helemos de sorpresa.

El primer día todos tomamos café, compartiendo un rito que aleje soledades.

Después dejamos las tazas, que parecen un tetris, en la pila. Sucias de la crema reseca del café. Sus huellas parecen órbitas. Y miramos la ventana, y podemos llegar a ver la invisibilidad del aire, la diferente densidad que la separa de la nada.

Y pensamos que qué más da, si total hacemos lo mismo en esta silla ergonómica, que en la suave arena o en la sensual hamaca: vivir, que es pensar muy fuerte que existimos.

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Emili Albi

Emili Albi (València, 1979) es licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid y Máster en Edición por la Universidad de Salamanca. Su carrera universitaria la combinó con estudios de arte dramático. Trabaja, desde hace casi veinte años, en el mundo de la edición, y ha ocupado diferentes puestos en grandes grupos editoriales, primero como editor de narrativa y después como responsable de un sello de no ficción. En la actualidad, dirige una importante editorial independiente. En el plano literario, es autor de los libros de poemas 'Amb veu d’on mai som vinguts' y 'Solitud i labor', ambos publicados por la editorial Neopàtria, y de la novela 'La amante ciega' (Altamarea, 2022), un falso thriller en el que Albi mezcla el mundo del arte con el de la asistencia sexual por medio de una sofisticada trama de secretos familiares. A lo largo de su carrera ha colaborado con diferentes medios.

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