“El improvisador no es un mero ilusionista del artificio; es un virtuoso, menos instrumental que intelectual, del peligro —describe el ensayista Pablo Gianera—. Y es también un aventurero, cercano al adúltero (ávido de aventuras amorosas) y al jugador. Perdido en el presente, trata de desentenderse del pasado y de ordenar el futuro apenas entrevisto. Su meta es que lo accidental se vuelva necesario”. En su extraordinario libro Formas frágiles, Gianera explora ese procedimiento artístico en genios de la música como Bach, Schubert y Coltrane, sin olvidar que la literatura universal cuenta con ejemplos célebres; en la Argentina, sin ir más lejos, César Aira se ha consagrado a este vértigo —a este “automatismo lúcido”— con resultados notables. Ese atributo en el arte resulta, sin embargo, un grave defecto en la política. Allí una cosa es un improvisador —alguien que está atajando los penales de cada día— y otra muy distinta es un improvisado, que hace carrera de fondo y que al cabo de un tiempo demuestra su precariedad intelectual y su consecuente incompetencia. Este gobierno se encuentra plagado de las dos especies, pero principalmente de aventureros con barniz ideológico que están perdidos en el presente absoluto y que aspiran a lo sublime, es decir: a que lo accidental se vuelva necesario. El desastre chavista no fue en Venezuela un modelo cuidadosamente planificado, sino una deriva sin límites hacia el abismo, operada por jugadores sin pericia ni escrúpulos, ni demasiada doctrina. El “dogma” que dicen poseer en el kirchnerismo tapa el hueco conceptual que tienen: toda la gestión interna y externa (la Casa Rosada y el Instituto Patria) es y seguirá siendo, contra todo lo que parece, una novela improvisada. Pero una novela de mala calidad. Porque con ese método también se malograron obras de arte; ya lo decía el autor de Hamlet: “Las improvisaciones son mejores cuando se las prepara”. No representa, por cierto, una novedad el hecho de que el equipo presidencial vaya inventando el puente a medida que avanza y que lo fabrique con materiales descartables y en un peligroso zigzag. Menos reconocido es que la arquitecta egipcia también marcha a los bandazos y que carece a todas luces de un programa económico meditado y consistente; si lo tuviera, lo habría impuesto un año atrás con un tuit o una carta en Facebook, y en todo caso, lo hubiera exhibido a solas en Olivos durante los encuentros agónicos de la semana pasada con su regente. Su tropa suponía que la reina de la calle Juncal contaba con un plan articulado y milagroso, y que el ingrato la desobedecía: ya verán, compañeros, cuando la jefa tome el mando, ella es la única que tiene la posta, la moderación fracasó, fíjate cómo lo fusiló desde el atril, qué bien estuvo con la metáfora de la lapicera, esta tarde le volteó a Guzmán, ahora entra en la residencia y le canta cuatro frescas, comienza una nueva etapa, cambia todo el gabinete, ¿qué dijo Batakis?, ¿ahora somos neoliberales?, no entiendo nada.
Cristina Kirchner, emperatriz improvisada de mera astucia retórica pero hábil administradora del miedo, se quedó anclada en 2010 y la devaluación de su capital político siguió el exacto derrotero de la moneda argentina: era entonces Tyson (un peso pesado) y es en estos días Horacio Accavallo (un peso mosca); sus antiguas fortalezas y exuberancias tenían por respaldo cajas engordadas gracias al superciclo de las materias primas. Con enorme desequilibrio fiscal y sin fuentes de financiamiento, con un Estado obeso e inviable que ella misma patrocinó, con una escandalosa quiebra de la soberanía energética, con un fuerte desprestigio internacional y con la tercera o cuarta inflación del planeta, la gran dama kirchnerista carece en la actualidad de poder político para aplicar ideas radicalizadas. Lo que verdaderamente se ha radicalizado fue su debilidad. Y entonces lo único que puede hacer es desplegar más medidas moderadas y aplicar correctivos fiscalistas, para horror de una militancia infantilizada que repudia hasta las cuentas de almacenero y que no cree ni en el sistema métrico decimal. Más modestamente, la Pasionaria del Calafate discute apenas en la mesa de tres (el nuevo triunvirato) cómo lograr que la Argentina no vuele por los aires de aquí a septiembre, e improvisa después relatos y silencios para tratar de no quedar demasiado pegada al imprescindible cuadro de recortes, mientras busca con vehemencia que el reloj del crac se estacione al menos en diciembre del año próximo, cuando habrá otro infeliz en el sillón de Rivadavia para pagar las cuentas y recibir los repudios. De paso, ha conseguido que los voceros de Alberto Fernández culpen al mundo y a la prensa por todos los pesares que nos han infligido. Es así cómo la bomba de pesos y la falta de dólares, la superinflación y su consecuente pobreza no la produjeron el populismo económico, la negligencia gestionaria ni la fabricación neurótica de billetes, sino el porfiado pueblo ucraniano que no acepta la invasión de su país y también el periodismo, que como cualquiera sabe fue quien desestabilizó al cuarto gobierno kirchnerista vaciando de poder a su primer mandatario y cargándose por “tibio” a su ministro de Economía. La portavoz del jefe de Estado acusa a los medios de “generar desánimo” y “discursos de odio”, como si una población pauperizada y exhausta necesitara columnas de opinión para estar deprimida y para sentir una bronca negra.
El populismo suele ser bastante rústico y recorrer habitualmente el mismo sendero: primero se queda con los ahorros de la sociedad, luego activa infinitos impuestos y al final se aboca a la emisión sin pausa. Algunos regímenes de este tipo, sin embargo, han cuidado algo en lo que el kirchnerismo de última generación no termina de creer: el equilibrio fiscal. Como contrapartida, y así le va, el gobierno boliviano es populista, pero no estúpido. Si esta esquizofrénica coalición gobernante hubiera cuidado en la Argentina el 0,4% de déficit que heredó y aquel sinceramiento tarifario que ya cubría el 75% del costo de servicio (sacrificio social que le hizo perder las elecciones a Cambiemos), y hubiese adjudicado rápidamente el gasoducto Néstor Kirchner (ya estaba la licitación), mientras reprogramaba los pagos con el FMI, cuyos burócratas eran porosos a estirar los plazos; si al llegar la peste no se hubiese enamorado de la destructiva cuarentena eterna y hubiera graduado el gasto público y evitado el desbocado Plan Platita, todos sus actuales problemas habrían menguado de manera considerable y este nuevo ventarrón de las commodities le estaría dando ahora mismo un horizonte dorado. Lo paradójico del caso es que fueron precisamente los errores y prejuicios ideológicos del “proyecto” los que desbarataron ese horizonte, que con seguridad les habría permitido fortificar su poder político y habilitar desde allí su programa de impunidad, arrasar con las instituciones y armar su soñado régimen de partido único. Primero había que mejorar la economía, luego avanzar sobre el sistema. Una vez más: cualquier ocurrencia económica precisa un poder de aplicación; si éste se evapora por los yerros y torpezas, sólo pueden funcionar unas pocas “ideas realizables”, que son inexorablemente ortodoxas. Y que no distan mucho de las que esbozaba Martín Guzmán. El reino de los improvisados improvisa ahora mismo, en este presente absoluto, una salida de su propio estropicio. Sin arte ni partitura —nunca la tuvo—, y con músicos que desafinan en la cubierta; con el amargo vapor del frío en el aliento y el iceberg a la vista.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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