Durante décadas —se podría decir que a lo largo de más de 150 años—, fue costumbre y rutina ver a escritores nacionales y extranjeros de variados géneros recalar en la redacción de este periódico. Poco antes de que diera comienzo la “década ganada”, un narrador sin mucho mérito solía visitar la antigua y legendaria sede de la calle Bouchard. Una tarde, a raíz de un desperfecto, los otros ascensores permanecían averiados y había que formar una paciente fila para tomar el único que funcionaba. El plúmbeo escritor, envuelto en una rumbosa y teatral chalina, fue avisado en la recepción del inconveniente y se sintió ultrajado: “¡Los intelectuales no hacen cola!”, gritó. Años más tarde, cuando se volvió intenso el clientelismo cultural (“A estos los compro barato con la guita o con el ego”, decía acertadamente Néstor), el intelectual en cuestión fue reclutado por la ambulancia kirchnerista: “Tu gran talento ha sido despreciado por este sistema mediático injusto”, le decían para excusar su exigua cosecha y para acogerlo en su seno. El truco dio resultado: el pavo real se transformó de inmediato en un entusiasta y rencoroso redactor de falacias. La fama que no había logrado con la prosa la consiguió con aquella portentosa factoría de ficción militante. El personaje tiene un cierto aire de familia con Carlos Argentino Daneri, la inefable criatura de “El Aleph”; allí Borges describe con ironía las andanzas de un literato narcisista y mediocre: “Es autoritario, pero también es ineficaz”. Y luego: “Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante”. Aquel poeta estaba escribiendo un poema interminable, tedioso y absurdo; su propósito consistía en versificar toda la redondez del planeta, y en 1941 “ya había despachado unas hectáreas del Estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro del norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calle Once de Septiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton”. Se especializaba en componer ridículos versos topográficos y en inventar ulteriores razones grandilocuentes y del todo apócrifas por las que su obra debía ser considerada sublime. Daneri es una magnífica parodia del falso escritor genial y lo traigo a cuento no solo por su parecido con aquel altanero escriba kirchnerista: el famoso “relato” nunca fue confeccionado, en realidad, por los pensadores del “movimiento nacional y popular” ni por los oportunistas al paso que cooptaron después, sino por su verdadera autora: Cristina Kirchner. Que aún en vida de su finado esposo era quien escribía de puño y letra los argumentos y ponía astutamente las palabras que correspondían a cada ocasión; la que creaba fantásticas coartadas morales y la que inscribía cada acción menuda o rapaz en la historia mayor. Su performance, teniendo en cuenta la suspensión de la incredulidad que conseguía y la pericia con que colonizaba conciencias entre propios y extraños, era muy buena. Poseía una sofisticación que tornaba verosímil lo irreal; exigía en aquellos tiempos un cierto esfuerzo mental desenmascarar sus múltiples manipulaciones y mentiras. Hoy el relato kirchnerista parece escrito por Carlos Argentino Daneri: la trama es absurda y tediosa, los parlamentos son pomposos y del todo increíbles, se nota la fatiga de materiales y la degradación narrativa, y el libro se le cae de las manos a cualquiera. Salvo, por supuesto, a los vampiros de Estado o los fanáticos de su iglesia, que son rebeldes a la verdad desnuda. En esta flamante novela, la arquitecta egipcia les reclama a sus lectores que crean hechos retorcidos y razonamientos extravagantes que no podría aceptar como verdaderos un niño en edad escolar.
El Manual del Perfecto Kirchnerista, que acaba de reescribir para repeler un eventual fallo adverso en la causa Vialidad, exige digerir que quien ha concretado “tantas conquistas” para los argentinos —quien según la historia oficial ha pavimentado tantas calles y rutas y ejecutado tantas obras, logros y beneficios públicos—, “no pudo de ninguna manera haber cometido una defraudación al Estado” (sic). El ardid retórico, más allá de los camelos historiográficos, evoca a quienes defienden a curas pedófilos aduciendo que hombres tan píos y con tanta sensibilidad social no pueden ser monstruos, o la idea de que caballeros tan decentes y ejemplares no pueden violar mujeres. A esto se añade el concepto de que ningún líder tantas veces elegido en las urnas puede ser culpable de un perjuicio contra el “pueblo”, suponiendo automáticamente que el voto es un elixir contra la venalidad gestionaria y un chaleco blindado contra el Código Penal. Pero el relato ingresa en su máxima densidad delirante cuando desarrolla esta teoría: el Poder Judicial reemplaza al “partido militar” de otros tiempos, y forma una suerte de “dictadura de los jueces”. Esos magistrados, como aquellos militares, son en realidad peones de la oligarquía, los cipayos y la sinarquía internacional. Ahora estos “esbirros” armaron (sin pruebas, los kirchneristas son impermeables a ellas) un “pelotón de fusilamiento” contra peronistas, como el que hubo en los basurales de José León Suárez, en Trelew o en los comienzos del régimen de 1976, y pagarán alguna vez con prisión por toda esta barbarie. Algunos voceros del oficialismo han llegado a “aconsejarles” públicamente a esos jueces que se cuiden y recuerden la lección de la historia: sus autores intelectuales quedaron impunes, pero los comandantes de las Juntas acabaron juzgados y execrados durante décadas por sus pares, sus familiares y la ciudadanía toda. Les advierten que alguna vez ellos estarán —como Videla y Massera— en el banquillo de los acusados, en una réplica invertida de aquel juicio modélico: es un plan de amedrentamiento psicopático y una estrategia para tratar de neutralizar el paralelismo real ya establecido por la sociedad independiente entre el “Nunca más” y “Corrupción o Justicia”. Quienes pretenden, en el planeta kirchnerista, quedar bien con la doctora hacen méritos afirmando hoy que una eventual condena del martes cancela la democracia. Y la Pasionaria del Calafate, uniendo todas las piezas, sugiere que gatillan en la cabeza del peronismo. Espera que ese bolazo active la memoria emotiva de los “compañeros” y reavive una nueva “resistencia peronista”. Sin mucha solvencia poética intenta ligar ese gatillo con el otro: aquel que afortunadamente no pudo accionar Sabag Montiel. Balas de tinta y balas de plomo para la “heroína de los excluidos”, aunque con la enorme dificultad de que el 70% de la población cree irracionalmente en un autoatentado y otro tanto piensa que ella es responsable del gobierno que más hambrea a los argentinos. Recordemos: todo este melodrama discurre en un diciembre peligroso, donde los funcionarios pisan inseguros sobre un campo social minado.
El Perfecto Kirchnerista debe procesar además que el alegato del fiscal ha inspirado a un magnicida: con ese criterio las fiscalías del mundo deberían abstenerse de formular sus recias acusaciones, no vaya a ser que engendren en las masas un odio asesino. Y luego también debe asumir que a la oposición no le bastó con “ordenarles” a los jueces la “proscripción” de nuestra Eva rediviva, sino que a su vez subvencionó a quienes debían balearla. Luciani influyó y Macri financió, y esto no necesita la mínima evidencia, compañeros. Es por eso que la “novela” habla de la ruptura del pacto democrático, que para ellos consistía en algo tan rudimentario como que las fuerzas políticas no debían atacarse con armas de fuego. Roto ese pacto —habría que colegir— los herederos de la “juventud maravillosa” quedarían incluso habilitados para hacer “tronar el escarmiento”. Todo esto sería extremadamente grave y luctuoso, si no fuera tan pueril y estuviera tan mal escrito. Aunque la culpa no solo la tienen los malos escritores, sino también los lectores precarios. Y está lleno de malos lectores el parvulario de Cristina.
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Artículo publicado por el diario La Nación de Buenos Aires
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