Siempre tan lúcido en su mirada al contexto de la creación artística, hace tres temporadas, justo antes de la pandemia, el Museo Reina Sofía, dentro de la muestra Musas insumisas, dedicó todo un capítulo a Delphine Seyrig. Y, en efecto, nadie mejor que ella simboliza el lema de aquella exposición.
Gélida, distante, sofisticada, antes de ser una de las compañeras más entregadas al movimiento feminista, Delphine Seyrig, más que una mujer de carne y hueso, fue un fragmento de la imaginación de algunos de los cineastas más sobresalientes de su tiempo. Con la misma maestría que dio vida a las entelequias de Resnais, dotó de una perversa sensualidad a la condesa Bathory que creó a las órdenes de Harry Kümel en la sugerente El rojo en los labios (1971).
Nacida en Beirut en 1932, ciudad donde su padre dirigía el Instituto Arqueológico, la suya fue una infancia tan cosmopolita como exquisita. Por un lado, como la de los colonos europeos en el mundo árabe —aquellos que se vestían de noche para cenar, servidos por nativos—; por el otro, siempre inmersa en el debate intelectual. Hija de uno de los arqueólogos más sobresalientes de su tiempo, el francés Henri Seyrig, la madre de la futura musa insumisa, la suiza Hermine de Saussure, fue otro tanto en el estudio de Jean-Jacques Rousseau. Con tales progenitores, la infancia de Delphine fue tan cosmopolita como exquisita. Del Líbano pasó a Suiza y finalmente a Nueva York. Estuviera donde estuviese su casa, entre los amigos que visitaban a sus padres había notables como André Breton —el custodio de la ortodoxia surrealista—, Fernand Léger —cubista sin más— o Claude Lévi-Strauss.
Particularmente, sus orígenes en la elite artística e intelectual francesa son la primera analogía que registro entre ella y Virginia Woolf, que fue otro tanto a la inglesa. Sí es un dato objetivo que, cuando en 1949 la joven Delphine confesó a su padre que quería cursar estudios de arte dramático, no tuvo ningún problema para matricularse en el Centre Dramatique de l’Est. Entre sus compañeros de entonces hubo futuras glorias de la interpretación europea, como Michael Lonsdale y Philippe Noiret.
Aunque en 1952 se estrenó en los escenarios de París, en el Teatro del Barrio Latino dentro de la compañía de Michel de Ré, su matrimonio con el pintor estadounidense Jack Youngerman la devolvió a Nueva York, donde la pareja se estableció en una comunidad de artistas afincada en Manhattan. A través de ellos será cuando la actriz entre por primera vez en la heterodoxia cultural del siglo XX. Aunque antiguos vanguardistas, cuando Breton y Léger frecuentaban la casa de sus padres ya eran artistas asimilados por la ortodoxia. Sin embargo, la Delphine Seyrig vecina de Manhattan es la única actriz profesional de la cinta inaugural de la escasa filmografía de la Generación Beat, los heterodoxos, ¡y no digamos alucinados!, de aquel tiempo.
Pull my Daisy (1959), el filme al que me refiero, toma su título de un poema de 1949, escrito en colaboración por Allen Ginsberg, Neal Cassady y Jack Kerouac, algunos de cuyos versos inspiran la canción que interpreta en el score Anita Ellis. Al cabo, se trata de un cortometraje dirigido por el fotógrafo Robert Frank y el pintor Alfred Leslie, entonces afecto al expresionismo abstracto y apasionado lector de En la carretera (1957).
Remotamente basado en The Beat Generation, la pieza teatral que Jack Kerouac escribió para Lillian Hellman y que nunca se estrenó, se trataba de filmar una representación de cierta noche en casa de Neal y Carolyn Cassady —interpretada por Delphine— a modo de síntesis de la liturgia beat. Así que Allen Gingsberg y Peter Orlovsky se interpretaban a sí mismos; Gregory Corso representaba a Kerouac, quien por aquellos días iba siempre tan volado —y a menudo acompañado de vagabundos— que se le había prohibido aparecer por el rodaje. Así pues, su presencia se reduce a la lectura de un fragmento de la pieza original en off. Es suficiente para advertir que el gran Jack va borracho como una cuba, uno de los principales aspectos de la experiencia Kerouac. Hay constancia de las quejas de la actriz francesa por el desorden durante la filmación.
Paradójicamente, fue en los escenarios neoyorquinos donde su compatriota Alain Resnais, el más destacado representante de la rive gauche —la otra pantalla de la Nouvelle Vague, la ajena a Cahiers du Cinéma— descubrió a Delphine Seyrig. De vuelta a Francia, le confió el papel de la elegante dama de El año pasado en Marienbad (1961). Basada en un guion de Robbe-Grillet, su asunto giraba en torno a una mujer a la que un hombre intenta convencer, en distintos lugares del mismo palacete, de que ya se habían visto allí el año anterior. Filme esteticista como pocos, ofreció a la actriz la más fría y elevada de sus musas.
Aquella variación de un mismo tema —la permanencia de un recuerdo— hizo de su protagonista una de las intérpretes más refinadas y admiradas del cine de autor. En una nueva colaboración con Resnais, en otro de sus más sublimes acercamientos a la memoria en Muriel (1963), la maravillosa Delphine incorporó a una mujer mucho más terrena, Hélène Aughain. Después llegó ¿Quién eres tú, Polly Maggoo? (1966), el debut en la realización del celebrado fotógrafo William Klein. Toda una sátira del mundo de la moda en el que nuestra actriz, a todas luces la que mejor ha llevado los vestidos de noche de toda la historia del cine, recreó a una periodista experta en pasarelas. Siendo Klein, además de un estadounidense afrancesado, un antiguo alumno de Léger en La Sorbona, seguro que los recuerdos que ambos conservaban del cubista forjaron la sintonía que hubo entre este gran fotógrafo y la fascinante Delphine, que, ya en el 69, habría de dar su mejor título en Mr. Freedom, una nueva sátira de Klein. Esta vez, sobre los superhéroes y el imperialismo estadounidense.
Convertida en la más exquisita musa del cine de autor europeo desde sus trabajos para Resnais, para el gran Truffaut recreó a Fabienne Tabard, la fabulosa amante furtiva que espabila al joven Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud) en Besos robados (1968). En el 67, ya se había puesto por primera vez a las órdenes de Joseph Losey en Accidente (1967), a las de don Luis Buñuel lo hizo en La vía láctea (1968) y El discreto encanto de la burguesía (1972). En 1970 recreó para Jacques Demy al hada de Piel de asno.
Siempre en ese punto en que el nouveau roman se interesa por la pantalla, su simbiosis con la Marguerite Duras cineasta arranca en 1967 con La música. Pero dará su mejor resultado en India Song (1975). En lo que a la elegancia de la actriz en esta última respecta, cabe definirla como un trasunto de la exhibida en El año pasado en Marienbad, si bien aquí inspira a muchos más hombres, toda una pequeña corte.
Independientemente de estas interpretaciones de altura, Delphine Seyrig también llevó a cabo una filmografía igualmente excelente, pero comercial. Respecto a ésta se impone referir sus personajes en cintas como Chacal (Fred Zinnemann, 1973) o El molino negro (1974), uno de los mejores thrillers de Don Siegel.
Mención aparte merece su creación de la condesa Báthory, la Alimaña de Csejthe, así llamada por Valentine Penrose en La condesa sangrienta (1962), la biografía novelada que dedicó a esta abominable aristócrata húngara que asesinó, entre terribles torturas, a cientos de vírgenes en la quimera de obtener de su sangre la belleza imperecedera. Delphine Seyrig nos propuso una versión vampírica de aquella terrible asesina en El rojo en los labios, del belga Harry Kümel. Ciertamente, se trata de una cinta al socaire del softcore mas elegante de los años 70, pero a mí se me antoja un nuevo acercamiento a esa musa etérea, idealizada, intemporal, que fue el prototipo de la actriz en el cine de autor europeo de los años 60.
Quiero recordar cierta secuencia en la que el recepcionista del hotel donde transcurre buena parte del metraje de El rojo en los labios reconoce a la condesa. El tipo no puede creer que la dama no haya envejecido lo más mínimo, pese a los cuarenta años transcurridos desde que la vio por última vez, cuando él sólo era un niño, empleado como botones en la casa. Ese dato es otro de los grandes aciertos de la cinta, pues no es sino el primero de los muchos tendentes a dotar de verosimilitud el misterio de la condesa. Ese empeño, el de encajar la fantasía en la realidad, es la gran tarea de toda ficción fantástica, y la fascinante Delphine Seyrig lograba esa filigrana como pocas.
Pero los años de la musa no tardarían en abrazar la insumisión, la heterodoxia. Desde que en la primavera de 1971 fue una de las firmantes del Manifiesto de las 343, en el que otras tantas mujeres —todas ellas notables en distintos ámbitos de la cultura francesa— reconocían haber abortado en aras de la legalización de la interrupción de los embarazos, comenzó a dirigir buena parte de sus esfuerzos al movimiento feminista. Puesta a ello, acabó con la musa etérea, que había encarnado en el cine de autor, en Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1080 Bruxelles (1975), la exhaustiva radiografía fílmica de un día en la vida de un ama de casa llevada a cabo por Chantal Akerman en una de sus películas más celebradas.
A partir de aquel trabajo con Akerman, la antigua musa sólo recreó a personajes imbuidos por un inequívoco sentido feminista. Paralelamente, comenzó a realizar videos —y otras acciones— en pos de las reivindicaciones de este movimiento. Seguro que aún tenía mucho que decir cuando la Parca se la llevó prematuramente, con cincuenta y ocho años. Casi a la misma edad en que se quitó la vida Virginia Woolf.
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