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Una mujer y dos gatos, de Ayanta Barilli - Zenda
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Una mujer y dos gatos, de Ayanta Barilli

Ayanta Barilli regresa con una autoficción en la que la desobediencia emerge como la mejor fórmula de enfrentarse a la adversidad. Anécdotas, recuerdos, fábulas y grandes dosis de sinceridad emocionarán a los lectores de este relato personal y rebelde. Una mujer y dos gatos no es un relato de su encierro y de su experiencia...

Ayanta Barilli regresa con una autoficción en la que la desobediencia emerge como la mejor fórmula de enfrentarse a la adversidad. Anécdotas, recuerdos, fábulas y grandes dosis de sinceridad emocionarán a los lectores de este relato personal y rebelde. Una mujer y dos gatos no es un relato de su encierro y de su experiencia pandémica, aunque la autora haga referencia a su día a día mediante la escritura. Esta obra es, ante todo, el ejemplo de cómo necesitamos reivindicarnos, sobre todo, en las situaciones más extremas.

Zenda ofrecen un fragmento de Una mujer y dos gatos, de Ayanta Barilli.

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1

UN CUADERNO DE RAYAS

No he vuelto a escribir. Desde que gané un premio literario con el que siempre había soñado. Porque me han pasado muchas cosas. Y no todas buenas. Mis hijos se fueron de casa. El que fuera mi marido emigró a otra casa. Y yo me quedé sola en casa, mientras fuera se desataba una pandemia.

Ahora garabateo un cuaderno cuando todavía no ha vencido el cuarto día de confinamiento. Recuerdo bien la mañana en que lo compré en Roma. Lo vi en una librería del centro. Me gustaron sus rayas. Parecía un cuaderno de los del cole. Pensé que lo utilizaría para tomar apuntes sobre mi nueva novela. No podía suponer entonces que se convertiría en la crónica aciaga de estas semanas en las que un extraño virus ha desbaratado nuestras vidas. La mía. La de todos.

Salgo para lo imprescindible. Hacer la compra y llevársela a Aitana y a su familia, todos enfermos de coronavirus. Y para ir a la radio cada noche. Durante el programa hablo por teléfono con los oyentes. Y poco más. Nada más.

El reloj de la cocina retumba en el silencio de la casa. Nunca antes me había fijado en el ritmo del tiempo.

Lento.

Siento una soledad física enorme. Solo el agua en mi piel me acaricia y me alivia. La aparición de esta enfermedad coincide con una etapa de mi vida en la que me he quedado sola con dos gatos. Nina y Bowie.

Soy incapaz de empezar la novela. No logro concentrarme en nada. Llamadas, mensajes, algún trabajo doméstico.

Intento mantener mi ánimo en un estado aceptable. Pero no es fácil. Miro alucinada el telediario. Miles de enfermos, centenares de muertos. Y fuera, la primavera en sus inicios. Un fin del mundo de una hermosura tierna, luminosa, en flor.

Dicen que es una guerra contra un enemigo invisible. Un enemigo microscópico. Anoche vi pasar un dron por el cielo. Patas iluminadas y una voz que conminaba a la población para que no saliera de sus casas.

Me asusté. Parecía el Coronavirus en persona. Una araña voladora. Mala.

Inquietante.

En cada despertar olvido, durante unos segundos, lo que está sucediendo. Es una sensación de alivio que se deshace enseguida. Un espejismo. Pero esos instantes de normalidad son felices. Una felicidad violenta, que nunca había percibido.

Hasta ahora.

2

MADRID, 21 DE MARZO 2020

Me he dado cuenta de que poner «Madrid» en la fecha de este cuaderno es superfluo. ¿Dónde voy a estar si no es en Madrid?

Anoche volví de la radio andando. Ya no permiten ir dos personas en coche y coger un taxi me produce una repugnancia insuperable. Eran casi las tres de la madrugada. Me acompañó mi hermana Sandra por teléfono, siempre tan divertida, aún ahora. Llama desde Roma donde nos llevan la delantera en lo que al confinamiento se refiere.

Un paseo raro el mío. No tenía miedo. Las calles estaban desiertas y los malandrines en sus casas. Difícil violar a nadie con lo que ahora llaman «la distancia social». La ciudad exhala una insólita paz. Hermosa. Épica en su silencio. Los semáforos cambian de verde a rojo, pero ya da igual porque no hay ni un coche en las grandes avenidas. Solo pasan las ambulancias. Sin sirenas. ¿Para qué ponerlas si no hay tráfico?

Camino tan rápido, envuelta en un abrigo negro que fuera de mi abuela, que me da flato. Llevaba años sin sentir ese dolor en el costado. Y enseguida me produce una alegría infantil. Recuerdo las caritas de Sandra y de mi primo Leone manchadas de chocolate, sus sonrisas de paletas grandes, con sierra.

Cuando llego a casa, me reciben los gatos. Maúllan, se restriegan contra mis piernas. Bebo un Cola Cao en esta cocina que ha visto pasar los últimos veinte años de mi vida. Luis, mis hijos pequeños. Y luego otras relaciones fllidas que intento no recordar. En todo caso, voces lejanas. Felices y tristes.

Y de nuevo la cadencia del reloj en la pared. El silencio.

3

NO TODAVÍA

Otro día de soledad absoluta interrumpida por decenas de llamadas telefónicas, mensajes y vídeos. Días que empiezan y acaban despacio. Y, al mismo tiempo, días en los que no alcanzo a hacer nada de lo que quiero. Días inútiles, perdidos.

Anoche me escribió alguien que fue importante en mi vida. Una carta correcta, bienintencionada. Que me vuelve a colocar en un lugar incómodo. Una vez más la mala de la historia. Pero no me siento capaz de contestarle. No deseo reabrir esa puerta, ni siquiera en estos momentos tan complejos. Parece que lo que está pasando nos tiene que llevar al perdón recíproco. Y yo no siento tal disposición. No todavía.

Cantan los pájaros. Todo sigue igual, mientras todo ha cambiado. Pienso en la semana que pasamos mi hermana Sandra y yo juntas en Madrid, antes de Navidad, y me parece que es la definición de la felicidad. Sin embargo, entonces no me di cuenta.

Me pasa lo mismo con muchos recuerdos. Recientes y antiguos.

He vivido con una falta de conciencia absoluta de mi suerte. Ahora lo entiendo.

4

LÁGRIMAS RADIOACTIVAS

Me he agarrado un berrinche absurdo por un problema sin ninguna importancia. Las lágrimas quemaban mi piel. Parecían radioactivas. He tenido que ponerme aloe en la cara para calmar el escozor. Después me ha llegado un vídeo de una playa de Vizcaya con un ciervo bañándose en el mar al alba. Algo increíble. Bellísimo y aterrador.

Estoy preocupada porque no consigo escribir ni una sola línea de mi novela. Como si hubiese perdido ese don. Tan valioso. Tan importante para mantener mi equilibrio emocional. Tengo la sensación de que no podré recuperarlo porque lo que sucede a mi alrededor, a nuestro alrededor, es mucho más importante que cualquier historia que pueda contar.

¿A quién le importa escribir o leer cuando el mundo ha enfermado de muerte?

Siento una presión asmática en el pecho. Un regusto a alcohol en la boca. No creo que esté enfermando. Es otra cosa. Angustia, quizá.

Me tomo un lexatin. Y no se me pasa.

5

PAVOS Y POLICÍAS

Hoy me despierto con la llamada de Aitana preocupada por su hijo. Tiene una forma de coronavirus con placas en la garganta. Le duelen mucho. Decido ir a comprar un antibiótico, pero en el camino me asaltan las dudas. ¿Y si es nocivo tomarlos con esta enfermedad desconocida? Hay una larga cola en la farmacia respetando la debida distancia social. Muchos viejos esperan con sus recetas. Están serios, asustados. Hace frío y viento. Pienso que debe-ría dejarlos pasar, pero no lo hago. Estoy cansada. Vuelvo a carecer de la generosidad suficiente. Una hora después, logro alcanzar el mostrador. La farmacéutica dice que no sabe si un paciente de covid tiene que tomar antibióticos. Dice que ella a su hijo se los daría. Me da una caja a pesar de que no tengo receta. Y suelta:

— Solo faltaría que los capullos de Sanidad me hicieran una inspección por vender medicinas sin receta médica.

Me hace reír. Desde luego, solo faltaba.

De camino a casa de Aitana llamo a un médico del Niño Jesús que tengo en mi agenda por alguna entrevista. Hablo con él y me confirma que el hijo de Aitana tiene que tomarlos, pero no los que he comprado. Vuelvo a la farmacia. Otra hora de cola. Resignación total por mi parte. Observo con mucha atención todo lo que me rodea. Seriedad. Silencio. Y un par de situaciones surrealistas:

Un coche policía avanza muy despacio por la calle. Utilizan un megáfono. «¡Fuera, fuera!», dicen. No sé si se refieren a nosotros, los que estamos en fila. Pero no. Delante del vehículo hay tres o cuatro pavos reales que pasean a sus anchas. Los agentes intentan conducirlos hacia el parque. Los pavos pasan de todo.

Descubro, posado sobre un bolardo, un cofre rojo. En el centro. Pienso que un enamorado lo ha dejado ahí para un amor al que no le está permitido ver. Hago una foto. Es bonito. Esconde una historia.

Y, quizá, un anillo.

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Autor: Ayanta Barilli. Título: Una mujer y dos gatos. Editorial: Planeta. Venta: Todostuslibros y Amazon

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