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'Una mujer de París': Crónica mundana del desamor - Zenda
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‘Una mujer de París’: Crónica mundana del desamor

Una joven, Marie St. Clair (Edna Purviance), y su novio, Jean Millet (Carl Miller), habitantes de una aldea francesa, desean trasladarse a París para casarse. El padre de ella la expulsa de su casa y Jean le ofrece pasar la noche en el salón de casa de sus padres. Ambos amantes se citan en la...

Una joven, Marie St. Clair (Edna Purviance), y su novio, Jean Millet (Carl Miller), habitantes de una aldea francesa, desean trasladarse a París para casarse. El padre de ella la expulsa de su casa y Jean le ofrece pasar la noche en el salón de casa de sus padres. Ambos amantes se citan en la estación del tren. Mientras ella espera impaciente, Jean, tras una discusión con su padre, decide abandonar la casa, descubriendo antes de irse que su padre está desplomado en el suelo del salón, víctima de un ataque. Jean llama a la estación y, antes de que pueda explicar la situación, su madre le requiere porque su padre ha fallecido: como quiera que Jean acude a ver a su padre y no contesta a las palabras de Marie, ella supone que Jean se ha arrepentido de su decisión de irse con ella y, desesperada, toma el tren de París.

Un año después, ella se ha hecho amante de un hombre rico, Pierre Revel (Adolphe Menjou), con el que comparte una vida de lujo y placeres mundanos. Un día es invitada a una fiesta en el Barrio Latino, pero se equivoca de dirección y se topa con Jean, que es pintor; Marie le pide que le deje pintarle un retrato. Millet accede y revela a Marie que su padre había muerto, lo que le impidió emprender el viaje con ella a París. El pintor le declara su amor y, conmovida y renovada en su viejo amor por Jean, Marie decide romper con Revel, que se burla de su propósito. Cuando Marie acude de nuevo al estudio de Millet, que se ha encontrado con la oposición de su madre —que por egoísmo y puritanismo se opone a que su hijo se case con Marie—, oye una conversación entre ambos en la que Jean afirma, para aplacar a su madre, que no se casará con Marie.

Ella vuelve con Pierre, y Jean, desesperado por perder de nuevo a Marie, al enterarse, armado con una pistola, acude a un restaurante en el que cenan los amantes y, tras intentar hablar con Marie, se suicida. Devastada por lo sucedido a Jean, Marie rompe con Revel y abandona París, regresa al campo y vive con la madre de Jean, cuidando huérfanos. Un día, montada en una carreta de gitanos y con un huérfano a su vera, se cruza en un camino con un coche en el que viaja Pierre, que no la ve, y le cuenta a un acompañante que nada ha vuelto a saber de Marie.

***

A Woman of Paris (Una mujer de París, 1923) comienza con un letrero de advertencia en el que Charles Chaplin, su productor y director, anuncia a los espectadores que en esa película no participa como actor [1], y que tampoco van a ver una comedia, sino una historia dramática. La advertencia ya evidencia la preocupación de Chaplin, que conocía mejor que nadie los sentimientos y preferencias de los espectadores, que siempre le habían visto como Charlot y en piezas de comedia, por que esos espectadores se enfrentaran a algo que no esperaban y sufrieran una inevitable decepción. Pues bien: pese a la advertencia, esa decepción se produjo. La película, con una acogida crítica excelente, fue un fracaso completo en la taquilla, el único en una carrera cimentada en triunfo tras triunfo, y ese fracaso lastimó el ego, el orgullo y la vanidad siempre elevados en Chaplin, pero también le dejó una profunda herida, porque había concebido, escrito y dirigido la película como algo muy personal, pues deseaba rodar una película bien distinta a sus comedias. El proyecto se gestaba, además, para que sirviera de proyección en la carrera profesional de Edna Purviance, su amiga y fiel intérprete de sus películas, a la que veía excesivamente madura para la comedia. El fracaso de la película, pues, no ayudó a ese despegue de Miss Purviance, y sí lo hizo con Adolph Menjou, que con su personaje de Pierre Revel, el mundano, elegante, inteligente, hedonista, millonario amante de Mary St. Clair (Edna Purviance), prácticamente un personaje proustiano, creó un tipo del que vivió toda su carrera profesional.

Chaplin, siempre observador, desde su solitaria individualidad, del mundo que le rodeaba, se inspiró en dos relaciones personales sentimentales, dos cortos affairs amorosos. El primero con una mujer fascinante, Peggy Hopkins Joyce, una ex Ziegfeld girl, especialista en casarse con millonarios y por la que se había suicidado un antiguo amante, aunque le confesó a Chaplin que su sueño era casarse y tener niños en un hogar tranquilo; sus historias parisinas fascinaron a Chaplin, que se nutrió de esos recuerdos. La otra, una mujer no menos perturbadora, la elegante actriz europea Pola Negri, que le ofrecía el glamour, la experiencia y la clase de la vida en Europa, y con la que vivió un intenso romance durante la preparación del rodaje de Una mujer de París, una tórrida y, para horror de Chaplin —muy cuidadoso para preservar su vida privada de la profesional— publicitada relación que finalizó apenas tres días después de dar por terminado el rodaje de la película.

"Por todo ello, el fracaso de Una mujer de París hirió de tal manera a Chaplin que decidió que la película no existiera: la guardó en sus archivos y se negó durante décadas a que se exhibiera"

La había rodado sin guion escrito, pues tenía toda la película en su cabeza, filmándola en el orden que se ve en la pantalla, repitiendo escenas, un procedimiento suyo muy habitual, hasta conseguir la perfección que siempre se exigía y exigía a los demás, sin reparar en gastos —la película acabó costando unos 353.000 dólares—. Chaplin, como en cualquiera de sus películas se aprecia a la primera, era un notorio sentimental, un romántico sin barreras, un dickensiano del amor. Su Charlot sufre los devaneos, las frustraciones y las postergaciones del amor, pecha con sus consecuencias y, lo logre o no, esa lucha deja sus heridas. El inesperado y muy hermoso final de La quimera del oro, muy Chaplin, concebido a través de un suspense finamente escrito, un gag y el abrazo final entre Charlot, ahora un elegante y rico caballero, y la muchacha de alterne, ahora una derrotada dama de la vida, una inversión de vida y papeles, sella esa historia de amor llevada siempre entre líneas, con sutileza y sofisticación por el maestro Chaplin. Y otro tanto sucede también con la maravillosa secuencia final de Luces de la ciudad, en la que la florista, curada de su ceguera por la generosidad del vagabundo Charlot, que la ha amado en silencio, reconoce, al darle una limosna a ese vagabundo, al tocarle la mano —la única manera en la que, ciega, llegó a conocerle—, que ese vagabundo fue quien se ocupó generosa y amorosamente de ella en su desgracia.

Por todo ello, el fracaso de Una mujer de París hirió de tal manera a Chaplin que decidió que la película no existiera: la guardó en sus archivos y se negó durante décadas a que se exhibiera. Los aficionados a su cine, legión a lo largo de los años, tenían que contentarse con husmear en las fotografías existentes de la película y en la admiración que había suscitado en cineastas como Ernst Lubitsch, que confesaba sin ambages que la visión de Una mujer de París había cambiado su vida como cineasta —cualquiera que siga la carrera de Lubitsch descubre con facilidad esa huella de influencia en su cine, y baste citar por todas esa maravillosa obra maestra que es Ángel—. Otro tanto confesó Michael Powell, que junto con su socio y amigo Emeric Pressburger filmó varias películas memorables como El coronel Blimp o Las zapatillas rojas.

"Una mujer de París pudo verse de nuevo en cines con un recibimiento crítico excepcionalmente bueno y un aplauso tan generalizado que Chaplin habría recibido con una mueca Charlot de indisimulado placer"

En 1976, ya con 87 años de edad y desde su retiro silencioso de Vevey, Suiza, Chaplin sintió la pulsión de dar nueva vida a Una mujer de París. Comenzó a revisar la película, al parecer suprimió unos ocho minutos para aligerar la acción, y se puso de acuerdo con Eric James para una nueva banda sonora, con temas propios y algún extracto de la de Monsieur Verdoux, pero la muerte le visitó antes de concluir un trabajo que llevaba muy adelantado. Cumpliendo sus deseos, se completó la película y Una mujer de París pudo verse de nuevo en cines con un recibimiento crítico excepcionalmente bueno y un aplauso tan generalizado que Chaplin habría recibido con una mueca Charlot de indisimulado placer.

Yo descubrí la película, no logro recordar la fecha, en un pase televisivo una tarde de domingo, creo que en TVE, y fue un descubrimiento total. Desde entonces la he visto en varias ocasiones, y como ahora está disponible en estupendas ediciones de DVD y Blu-Ray, el placer de disfrutar de esta obra maestra tan incomprendida en su estreno, tan fantasmal durante más de medio siglo, tan influyente en esa delicada y frágil mezcla de melodrama y comedia sofisticada, es inacabable.

"Una mujer de París toma todos esos ingredientes chaplinianos y va más allá. Y lo hace porque Chaplin destila en ese intenso melodrama amoroso el perfume de la fatalidad y el sacrificio de óperas como La Traviata y, sobre todo, La Bohème"

Una mujer de París es muy Chaplin, y solo la tendencia a etiquetar a los artistas impidió comprender a los espectadores que en la película se encontraba el irredento romanticismo del perpetuamente derrotado gentleman tramp encarnado en Charlot, con su propensión por el melodrama sublimado y sin cortapisas, una herencia de su pasado ligado a toda una tradición británica que anidaba en Dickens, pues no conviene olvidar que el niño Chaplin podía haber escapado de Oliver Twist y tantas otras novelas del maestro inglés. Esa herencia cockney de supervivencia a la pobreza y la marginalidad supone de igual manera su ensalzamiento del tipo en el que no se fija nadie pero que vive intensamente esa marginalidad, ese menosprecio social, compatible con su ingenio, su amor secreto y sacrificado por una mujer inaccesible y ciega a ese amor suyo, lo que se alía con la condena de Chaplin para con la ostentación de los ricos y poderosos y con la hipocresía del puritanismo social, de todo tipo.

Todo eso es así, pero no es menos cierto que Una mujer de París toma todos esos ingredientes chaplinianos y va más allá. Y lo hace porque Chaplin destila en ese intenso melodrama amoroso el perfume de la fatalidad y el sacrificio de óperas como La Traviata y, sobre todo, La Bohème: el sabor de ese París de la Belle Époque, el de los posimpresionistas, el de Proust, especialmente en el personaje de Pierre Revel, con una fabulosa composición de Adolph Menjou, que la transformó en seña de identidad propia, el de Colette, el que proseguirían Somerset Maugham y Noël Coward, la comedia de la vida mundana, con sus enredos, sus ricos y cínicos caballeros y las entretenidas de lujo, las fiestas, la locura de vivir al día, el desahogo de las pasiones y el apartamiento de la moral. Una vida de entreguerras en una Europa en medio del festín de Baltasar.

"Nada raro que Lubitsch descubriera el toque Chaplin para formar el suyo, con leves detalles insertos en la moral narrativa de un estilo elíptico"

En ese mundo, Chaplin comienza la película con un tono sombrío, usando la influencia del naciente expresionismo de luces y sombras en esa soberbia secuencia del padre encerrando a Marie en su habitación y luego recortándose en una ventana casi como la imagen de un ogro o un vampiro en un cuento gótico o un melodrama austeniano. El genio de Chaplin, su elegancia visual, se deja ver en la secuencia de la estación en la que espera Marie a Jean. Cuando queda convencida de que no vendrá, vemos la llegada del tren como un convoy de sombras proyectándose sobre la desvalida Marie [2]. El operador Roland Totheroh lo consiguió a fuerza de ingenio técnico: mandaba un presupuesto sin alharacas [3], haciendo de la necesidad virtud, pero uno tiene la impresión de una impronta poética en la imagen; Marie viaja fantasmalmente de una vida truncada a un futuro incierto.

Nada raro que Lubitsch descubriera el toque Chaplin para formar el suyo, con leves detalles insertos en la moral narrativa de un estilo elíptico, como unos cajones de la cómoda de la habitación de Marie, que deja ver un cuello duro de caballero; o del que extrae Revel un pañuelo propio, lo que deja ver la intimidad de sus relaciones; o en ese momento pucciniano en el que Marie, tras posar para Jean y pese a la prohibición de éste para que no vea lo que está pintando, desvela el cuadro para descubrir que Jean la ha pintado tal como vívidamente la recuerda cuando dejaron de verse, una manera de confesar su amor nunca interrumpido, y que no le importa, no existe, su vida mundana de ahora con Revel.

De igual manera, Lubitsch tomaría nota de la extraordinaria manera en la que Chaplin mezcla con naturalidad y sin cesuras humor con drama, como cuando Marie, dispuesta a dejar a Revel, arroja por la ventana un collar de perlas y, cuando ve que lo recoge un vagabundo —siempre un vagabundo en Chaplin— sale corriendo a recuperarlo. Esa mezcla se reproduce en un final tan dickensiano como chapliniano, con Marie dirigiendo, junto con la madre de Jean, una suerte de orfanato, una familia adoptiva, y Pierre Revel en un coche camino de París. Ambos se cruzan en una carretera campestre, de manera inadvertida. Marie, feliz en una carreta de gitanos que cantan junto a unos pilluelos huérfanos; Revel contestando, con un gesto de elegante displicencia, a su secretario sobre el incógnito paradero de Marie St. Clair.

***

A Woman of Paris: A Drama of Fate (Una mujer de París, 1923). Producida, escrita y dirigida por Charles Chaplin. Fotografía de Roland Totheroh y Jack Wilson. Música de Louis F. Gottschalk, en la banda sonora orginal, y de Charles Chaplin para su reestreno en 1976. Interpretada por Edna Purviance, Carl Miller, Adolph Menjou, Clarence Geldart, Lidya Knott, Charles K. French, Betty Morrisey, Malvina Polo, Henry Bergman. Duración: 82 minutos.

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[1] Al parecer, y un poco al estilo de Hitchcock, Chaplin tiene una aparición fugaz como mozo que lleva unas maletas en la secuencia de la estación en la que Mary St. Clair va a coger el tren camino de París.

[2] Carol Reed usó esa innovación visual en El tercer hombre.

[3] La película costó 351.853 dólares de la época, en buena medida debido al perfeccionismo de Chaplin, que una y otra vez rehacía lo rodado.

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Eduardo Torres-Dulce

Eduardo Torres-Dulce Lifante (1950), licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid, accedió por oposición a la carrera fiscal en 1975. Ha compaginado desde siempre la profesión jurídica con su dedicación a la escritura, la crítica y la enseñanza cinematográficas. Ha ejercido la crítica en publicaciones como Nueva Lente, Contracampo, La Clave y Telva. Formó parte del Comité de Redacción de la Revista Nickelodeon y, desde su fundación, es el crítico cinematográfico del periódico Expansión. Asimismo, colabora con el magazine Fuera de Serie. Durante varios años ha ejercido la enseñanza sobre materias cinematográficas en la Escuela de Cine de la Comunidad de Madrid (ECAM) y en la Facultad de Periodismo de la Universidad de Navarra, el Colegio de Economistas de Madrid, Politeia y el Club Zayas. Ha participado con asiduidad los programas de televisión ¡Qué grande es el cine! (RTVE) y Cine en Blanco y Negro (Telemadrid). Desde hace muchos años forma parte del equipo del programa radiofónico Cowboys de Medianoche (esRadio). Es autor de los libros de cine Armas, mujeres y relojes suizos (Nickelodeon-Notorious), Jinetes en el cielo (Notorious), El salario del miedo (Notorious), Los amores difíciles (Notorious), y editor de Casablanca (Notorious), como también autor en diversos volúmenes colectivos.

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