Reportaje en dos entregas sobre la situación de la mujer en el Tercer Mundo que Arturo Pérez-Reverte escribió en 1980 para el diario Pueblo.
UNA MUJER CUESTA DIEZ CAMELLOS
[En el llamado Tercer Mundo, y especialmente en África y Medio Oriente, la mujer sigue pagando todavía hoy, en 1980, un dramático tributo social. Frente a un sexo masculino que se considera intrínsecamente superior, la mujer permanece a merced de padres, hermanos, maridos o hijos, dependiendo económicamente de ellos y forzada a mantenerse dentro de estrechos límites intelectuales. En ciertos lugares que sólo se encuentran a unas pocas horas de avión de las capitales europeas, la condición femenina es atroz. Arturo Pérez-Reverte ha viajado a algunos de ellos para traernos este dramático y crudo documento.]
1 - ASÍ SE FABRICA UNA DONCELLA«Imaginaba que aquello se trataba de una fiesta. Yo tenía diez años, y era una novedad. Todas las mujeres de la familia, así como las vecinas, estaban pendientes de mí, y aquello halagaba mi vanidad infantil. Cuando llegó el gran día, pintaron mis manos y mis pies y me hicieron acostarme, vestida con una hermosa túnica blanca. De pronto, la fiesta se convirtió en una pesadilla. Me sujetaron entre varias mujeres y una de ellas me pasó un pañuelo empapado de alcohol sobre los órganos genitales. Me escoció y me eché a llorar, pero pronto aquello fue eclipsado por un dolor agudo, como un pinchazo muy fuerte. Grité de dolor. Después, durante muchos días, tuve fiebre y hemorragias. Durante muchos años ignoré lo que me habían hecho. Sólo al hacerme mayor supe que aquel día me hablan amputado el clítoris.»
Hoy, repartidas por casi una treintena de países árabes y africanos, más de treinta millones de mujeres de todas las edades sufren mutilaciones semejantes. A pesar de diversas recomendaciones, hechas tanto por algunos gobiernos locales como por organizaciones sanitarias internacionales, la llamada «circuncisión femenina» sigue siendo una práctica habitual desde las riberas del Atlántico hasta el golfo Pérsico, incluyendo una buena porción de países del África centro-oriental. A pesar de que se le suele conferir un origen religioso, lo cierto es que las raíces de tan atroz práctica se pierden en la oscuridad de los tiempos. Hay quien culpa de ella a la religión islámica, pero lo cierto es que en el Corán no se hacen referencias al tema, y que por otra parte se dan abundantes casos de «circuncisión femenina» en países africanos que muy poco tienen que ver con la religión de Mahoma. Algunos estudiosos del tema remontan su origen hasta los bíblicos tiempos de Abraham.
Quienes justifican la aplicación de esta dura medida se remiten, en su mayor parte, a supersticiones o —lo que es más habitual— a razones de tipo social. En Alto Volta, algunas tribus estiman que el clítoris es un órgano que pone en peligro la vida de los recién nacidos: su contacto con la cabeza del niño durante el parto producirá la muerte de éste. En Mali, se opina que existe una fuerza maléfica en el clítoris de las mujeres que les impide procrear e incluso puede amenazar la vida o la virilidad del hombre que mantiene con ellas relaciones sexuales. En otros lugares del África subsahariana se sostiene que la mutilación embellece a la mujer, al librarla de un órgano exterior que recuerda en cierta forma al del hombre, y cuya supresión la convierte en totalmente femenina.
En general, en la mayor parte de los lugares donde se llevan a cabo estas prácticas, quienes defienden la mutilación se andan menos por las ramas y confiesan que el tema tiene un carácter eminentemente social. A la mujer se la circuncida para que en ella la sexualidad ocupe un plano íntimo y no exista la palabra maldita: excitación. El clítoris constituye un elemento de placer para la mujer, y el hecho de que esta goce con el acto sexual no es sólo poco adecuado socialmente, sino que pone en seria duda, para un esposo de pro, la condición moral de su cónyuge. La mujer está hecha para procrear, y punto. El placer estéril debe dar paso al poder fecundador, que es lo único importante. Además, la mutilación femenina, al privar a ésta de su más notable aliciente erótico, reduce considerablemente los dos principales peligros para el honor masculino local: la pérdida de la virginidad antes del matrimonio y el adulterio. De ahí que padres, esposos, hermanos y demás familia se muestren celosos conservadores de semejante práctica y la impongan a las hembras de su entorno social. Especialmente habida cuenta de que una virgen, según la vieja frase, sigue valiendo diez camellos en numerosos lugares de Oriente Medio y África.
Las modalidades más extendidas de circuncisión femenina son cuatro. La más suave es la sunna, que consiste en practicar una pequeña excisión en el clítoris, intervención que no suele afectar a la vida sexual de la mujer. La segunda modalidad, basada en la primera, consiste en una excisión mucho más profunda, y ambas ofrecen la peculiaridad de ser relativamente menos dolorosas y ofrecer ciertas posibilidades de recuperación con el transcurso de los años. Los dos tipos de circuncisión que siguen son bastante más crueles, pues no se trata ya de excisión, sino de amputación. Se da, por una parte, la clitoridectomía parcial o total, que abarca el clítoris e incluso los labios menores. La matrona encargada de la operación utiliza al efecto, según los lugares, las costumbres y los medios disponibles, hojas de afeitar, bisturí, cuchillo, un trozo de vidrio e incluso, la cauterización con una brasa de carbón encendido. Huelga decir que, en la mayor parte de los casos, las operaciones se llevan a cabo sin anestesia. Y es costumbre frecuente que las mujeres, reunidas como para una fiesta, griten y canten mientras éste se lleva a cabo para apagar los gritos de la paciente.
La cuarta modalidad, la denominada «circuncisión faraónica», es sin duda la más cruel. Se inicia con la amputación del clítoris y los labios inferiores, así como la pared interior de los labios superiores. Después la matrona utiliza espinas de acacia de una decena de centímetros de longitud para «coser» los labios superiores hasta que éstos cicatricen unidos. Cosida en toda la longitud de su sexo, a la operada sólo le queda un pequeño orificio, creado mediante una delgada vara de madera, para que la mujer pueda orinar y dejar pasar la sangre menstrual. Si todo transcurre normalmente y la «paciente» puede realizar estas necesidades fisiológicas con normalidad —en caso contrario debe ser abierta de nuevo—, a los diez o doce días se retiran las espinas y la herida empieza a cicatrizar. Sin embargo, las mujeres «infibuladas» —así se denomina esta modalidad— que llegan a su noche de bodas se ven obligadas a sufrir la terrible prueba de ser «desprecintadas» por el esposo. Para no extendernos más en detalles sobre el tema, que dejamos a la imaginación de quien lea estas líneas, diremos tan solo que éste acude a la noche de bodas con un puñal de doble hoja en el cinto.
En el aspecto sanitario, como se puede imaginar fácilmente, las consecuencias de estas prácticas son con frecuencia terribles. Si bien una minoría de operaciones se lleva a cabo quirúrgicamente en hospitales, en su mayor parte tienen lugar en deplorables condiciones higiénicas. Son frecuentes las septicemias y el tétanos, así como infecciones del aparato genital, que pueden producir la muerte de la mujer operada. Los fallecimientos por hemorragia suelen ser epílogo habitual de la tragedia. En el mejor de los casos, la circuncisión femenina puede saldarse con efectos secundarios, como incontinencia o retención de orina, dolores producidos por las relaciones sexuales con el marido, cistitis, vaginitis, infecciones pelvianas o formación de quistes dermoides, sin contar las secuelas mentales de la traumatizante operación. Y, naturalmente, huelga decir que la mayor parte de las mujeres que han sufrido excisión o infibulación —un 85 por 100, según las estadísticas— son total y absolutamente frígidas.
Aunque contar todo esto en 1980 puede parecer una tomadura de pelo, lo cierto es que la excisión se practica actualmente en absolutamente todos los países de la franja subsahariana y África oriental hasta Tanzania, así como en Egipto, Jordania, Siria, Iraq, sur de Argelia, los dos Yémenes y el sudeste de Arabia Saudita y Libia. Afortunadamente, la infibulación está menos extendida: sólo se da en Sudán, Etiopía, Somalia, Yibuti, este de Kenia y Chad y norte de Nigeria. Y no se lleva a cabo en secreto, sino que los practicantes, fieles a sus tradiciones, tienen muy a gala proclamarlo a los cuatro vientos.
Y 2 - ASÍ SE COMPRA UNA ESPOSAA medianoche, la fiesta se detiene y los esposos se separan de los invitados para consumar la noche de bodas. Las horas siguientes transcurren entre la expectación general. Todo el mundo hace comentarios. Algún malintencionado comenta en voz baja, lejos de los oídos del padre o los hermanos, la posibilidad de que Mariam no sea virgen. Otros bromean sobre la virilidad, todavía no probada oficialmente, de Cherif. Poco antes del amanecer, todas las dudas se disipan. Con orgullo, la madre de la desposada muestra a los invitados una sábana manchada. Se suceden las felicitaciones. El honor familiar está a salvo, y el nuevo esposo no tendrá que repudiar a su joven mujer ni exigir la devolución de la dote.
La escena, que tiene lugar en Marruecos, se repite con pocas variantes en numerosos países árabes y africanos. Si la salud física y la capacidad para superar las tareas domésticas —muy duras en zonas rurales— hacen subir la cotización de una futura esposa, la virginidad de ésta es lo que realmente constituye el contraste de la alhaja a adquirir. Porque, todavía hoy, buena parte de los matrimonios que se acuerdan en estas regiones, incluso en países de los denominados progresistas, se aproximan más a una transacción de mercado que a un compromiso matrimonial, tal y como se entiende en Occidente.
En buena parte de África, así como en el mundo árabe, el denominado matrimonio «por amor» constituye, en la mayor parte de los casos, la excepción. Habitualmente se llega al compromiso matrimonial tras largas y complicadas consultas entre las dos familias afectadas. Consultas en las que la discusión sobre la dote —dinero o especies que el aspirante a esposo debe aportar a la familia de su pretendida— ocupa un lugar de primordial importancia. En algunas regiones, el día de la pedida de mano la familia del novio contrata los servicios de un orador profesional; una especie de maestro de ceremonias que se encarga de conducir el diálogo como manda la tradición. Y el punto culminante llega cuando, tras asegurar que la familia del novio no ha venido a comprar a la chica, de la que están convencidos que sus padres no prescindirían por todo el dinero del mundo, señala que en honor al respeto debido a los progenitores de la futura novia, el pretendiente les ruega acepten tantos dinares, tantas cabezas de ganado o tantas piezas de tela como regalo. Tras largas horas de discusión para ajustar los detalles del «regalo», y siempre y cuando la cosa no termine en una pelea por un quítame allá esos camellos, los padres de la novia aceptan el ofrecimiento y se establece la fecha de la boda.
Como es evidente, un muchacho joven con escasos recursos económicos, por muy correspondido que sea su amor, tiene pocas posibilidades de desposar a la moza de sus sueños. Habitualmente quienes pueden pagar una mujer joven y hermosa son, paradójicamente, los ancianos adinerados, que pueden mantener las esposas que permite la ley más cuantas esclavas quieran, sin tener problemas económicos para adquirirlas. Por ello, para el joven árabe o africano que no posee nada que ofrecer a cambio de su amada no hay más que dos soluciones: infringir la ley, fugándose con su jovencita, o apañárselas para mantener una relación irregular. Esto último, en los países árabes, es prácticamente imposible y comporta graves riesgos. De todas formas, para los económicamente débiles, existe la posibilidad de pagar la dote… a plazos. Esta modalidad, que parece un chiste, se pone en práctica del modo más serio del mundo, mediante un acta firmada por ambas partes y refrendada por testigos de prestigio que avalen al peticionario.
Es en el mundo árabe donde con más intensidad se manifiesta este problema: la mujer queda reducida al carácter de mercancía, que se devalúa con el uso. Salvo contadísimas excepciones, basta darse una vuelta por las calles de cualquier ciudad, de Rabat a Kabul, para comprender el escaso prestigio que la condición femenina posee a ojos del varón. Sin embargo, el Islam es extenso, y no en todas partes se aplica con el mismo rigor. La concepción resulta muy distinta, por ejemplo, entre el desierto sahariano o la Península Arábiga y el África Central o Indonesia. En numerosos lugares no árabes, la práctica del Islam se reduce al mínimo: cinco plegarias por día, prohibición del cerdo, ayuno y, a veces, el alcohol. El mayor liberalismo en las costumbres que existe, tomemos por caso, entre la comunidad musulmana de Senegal, hace las actitudes más flexibles en lo tocante a la mujer. De todas formas, y según los especialistas, la mujer negra o asiática, a pesar de ser musulmana, nunca ha sufrido tantas inhibiciones como la árabe, en la que una sexualidad mediocre e incompleta suele ser la tónica habitual. Posiblemente, en el fondo de estas actitudes diferentes resida el hecho de que sólo el mundo árabe cuenta con un clero influyente, constituido por teólogos, cuyas teorías son decisivas a nivel social, y que ha hecho de la tradición y la ley Coránica bandera para conservar sus privilegios.
Sin embargo, resulta injusto hacer recaer sobre el Islam toda la responsabilidad. Al establecer en sus enseñanzas la total sumisión de la mujer a la autoridad del varón —todavía hoy en buena parte de países sólo es mayor de edad la viuda o la divorciada—, el profeta Mahoma no hizo sino reflejar un estado de ánimo y unas costumbres ya existentes en otras ideologías que precedieron a la suya. Ahora bien, es cierto que en el Corán —escrito no por Mahoma, sino por sus discípulos— y en las interpretaciones posteriores, la cuestión adopta caracteres de dogma. Aunque la religión islámica, en un principio, llevó ciertas mejoras a la situación de la mujer en su entorno social, lo cierto es que al mismo tiempo consagró otras importantes limitaciones: poligamia, repudio por parte del esposo, lapidación por adulterio, imposibilidad de heredar cuando hay otros parientes varones, etc. Y hoy es precisamente el carácter religioso conferido al tema el que se utiliza como argumento para perpetuar una dominación que, a dos décadas del siglo XXI, resulta por completo anacrónica.
Recordemos algún reciente y sonado caso en el que fue decapitada la mujer adúltera en plena plaza pública, y que la Prensa argelina se ocupó, en fecha todavía próxima, del caso de una mujer que fue arrebatada legalmente a su marido por haberse desposado sin el consentimiento de su hermano. En numerosos países de la Península Arábiga, las mujeres tienen formalmente prohibido practicar la natación. Y los famosos velos negros de Jomeini no necesitan comentarios. Por todas partes, los integristas musulmanes se oponen rotundamente a que la ley se vea modificada por el paso del tiempo. Y aquellos países que han intentado el «aggiornamento» tropezaron con problemas en el pasado, y todavía hoy calculan con mucho cuidado cualquier nuevo paso a dar. Especialmente tras la oleada de renovación y pureza islámica que sacude a la umma musulmana. Ya en los años veinte, en Afganistán, un intento de quitar el velo a las mujeres le costó el trono al rey Amanulah, hombre que había leído demasiadas revistas occidentales. La relajación en las costumbres femeninas fue una de las banderas esgrimidas por los fanáticos curas de Qom para liquidar el régimen del Sha de Persia, e incluso en Túnez, que sin lugar a dudas puede considerarse el país musulmán donde la mujer ha evolucionado más libremente hacia fórmulas occidentales, un feroz movimiento contestario, al que no son ajenas las propias féminas, está poniendo en serios aprietos a Burguiba.
Naturalmente, a medida que uno se mueve por el variopinto mundo islámico, le resulta posible observar cómo las circunstancias varían considerablemente, según las diversas peculiaridades locales, y cómo sobre un mismo terreno pueden darse enormes contradicciones. Verdad es que la mujer ha logrado realizar considerables avances sociales, especialmente en los países más occidentalizados y en los llamados «progresistas». Pero también lo es que, en su mayor parte, estas ventajas corresponden a la población femenina de los grandes núcleos urbanos. En los desiertos, en el campo, lejos de las ciudades, la vida sigue siendo, en este aspecto, salvo algunas excepciones, casi la misma que hace diez siglos. En Libia, donde las Universidades de Gar Yunis y Fateh están llenas de muchachas jóvenes que estudian complejas carreras técnicas, un viaje por el sur pone de manifiesto que muy poco ha cambiado en las tiendas de los pastores desde los tiempos del Profeta. En Iraq, país que vive una revolución que ha logrado considerables avances en lo social, es posible ver a algunas chicas pasear en pantalón tejano y con el rostro descubierto por las calles de Bagdad —a horas «razonables», eso sí—, pero en el interior todavía se paga una dote por comprar una esposa.
Hace un par de meses, en Bagdad, observando a las mujeres envueltas en el abala —el velo negro que se llama chador en Irán—, que aguardaban en la puerta de una mezquita, me sorprendí al ver que algunas de ellas fumaban, lo que no resulta frecuente en la calle. «Observa que todas son mayores de cuarenta o cincuenta años —señaló mi acompañante iraquí—. Han pasado ya la edad en que constituyen un objeto sexual para los hombres. Para ellas, fumar es un gesto que no constituye ya motivo de escándalo social».
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Pueblo, septiembre de 1980
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